LABROS

Periódico de la Asociación de Amigos de Labros



 
Núm. 18
Verano 1998



 
 
 
 
 
 
 

Paseo
virtual
por 
Labros

 
 
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EL TEJAR

Mariano Marco y Antonio Martínez Yagüe

Famoso como enclave, el Tejar es también punto de obligada referencia en nuestra arquitectura. De su horno, artesanal como el proceso de fabricación, salieron las tejas que todavía cubren casas, pajares y parideras. Incluso de pueblos vecinos que, atraídos por la calidad de los materiales, se surtían allí.

De orígenes tan legendarios como el paso del Cid, el horno de leña y piedra -de 2 x 2 metros- llegaron a salir en un día 1.500 tejas, allá por los años treinta. Entonces se pagaban a dos reales la pieza. Las últimas, a dieciséis duros el ciento.

Esta hoy inusual forma de venta al ciento responde al sistema comunitario que regía en la mayoría de los servicios y actividades comerciales de nuestros antepasados. "Los vecinos calculaban las tejas que necesitaban, y el alcalde las ajustaba a tanto el ciento a algún tejero. Antes de mayo contrataba a alguien para que aprovisionara el combustible: aliagas, enebros y leña baja", cuentan los escasos supervivientes de aquellas faenas.

El ayuntamiento proveía al menos un lote de cien tejas por vecino, que se entregaba por San Miguel. El que luego no las necesitaba las cedía a otro o las revendía, algo repuntadas de precio, a los pueblos de alrededor. Algunos años se registró superproducción, como los tres que duró la Guerra Civil, en que los tejeros invernaron allí. "Venían sobre todo de Concha, Tartanedo y Torrubia porque las tejas tenían fama. Decían que eran mejores, por la clase de tierra, que las conocía más y puede que hasta fueran más baratas", cuentan.

Es creencia común que las buenas tejas, como algunos vinos, ganan con el tiempo. Incluidas las tejas maestras, cocidas siguiendo la técnica legada por los árabes, más largas y recias, que hacían las veces de canalón. "La buena teja, mejor cuando más vieja", defiende echando mano del refranero un labreño. "Cuando a los veinte años no se ha roto, es mejor. Porque se pone más dura o lo que sea", agrega.

Las máquinas, la uralita y otros materiales, y la propia modernidad han llevado a la extinción el oficio de tejero. Hasta tres generaciones de los que vinieron a Labros procedían de Biar (Alicante). La familia vivía allí de mayo a octubre. Con el agua sobrante del aguadero, cuatro bardas y estacas, se fabricaban un pequeño huerto. Cada semana subían al pueblo a comprar pan y otros víveres. Un tal Miguel Ruiz, de Fuentelsaz, hizo arder por última vez el horno en 1952.

Así se hacían

La tierra para hacer el barro no tiene que ser ni floja ni muy fuerte. En Labros se usaban dos clases de greda o arcilla: una roja y otra blanca que se mezclaban sabiamente para conseguir un buen temple que aguantase el proceso sin resquebrajarse. En una poza cavada a propósito, los niños, zagales, mozos y mujeres pisaban y pisaban, descalzos, la argamasa formada por estas gredas y agua. Cada mañana retiraban la cantidad necesaria para el día.

De ella se cogía una pellada, se removía en una última amasada con las manos y se extendía sobre la "gradilla". El agua de la "gamella", a la derecha, servía para mantener húmedas las manos, evitando adherencias y facilitando el trabajo.

Con el "rasero" se igualaba la "gradilla" y se retiraba el desperdicio. De la "gamella" de arena con ceniza (izquierda) se espolvoreaba el "galápago" para que no se pegase la pasta de la "gradilla" que se colocaba encima para darle la forma (obsérvese la rugosidad de las tejas por debajo, y por encima las marcas de las manos restregándola para adaptarlas a la ondulación del molde).

Asido el "galápago" por el mango, se depositaba la teja en la era para dejarla orear. Después, en barro crudo y seco, se metía en el horno.

Un día cociendo

El dibujo refleja el horno donde se cocían las tejas visto desde dentro hacia fuera, como si se hubiera cortado a tajo desde el fondo de la cueva.

El tejar se acomodaba a un ribazón fuerte de una cuesta, rodeado todo de tierra, como hundido en un pozo, pero con pared de piedra para que no se derrumbara.

La parte inferior era el "fogón", donde ardía la leña: con un pequeño declive como "cenicera", para que al almacenarse allí la ceniza que se iba formando no impidiera el fuego constante. La boca del horno buscaba una forma casi semicircular.

La parte superior del horno, la "casilla" o tejar propiamente dicho, estaba separada por una planta de barro, cocido en una primera preparación, donde se hacían las "toberas", orificios por los que subía el calor del fuego. Por el ventanal o puerta de acceso se introducían las tejas, cuando eran aún barro oreado. La carga de la casilla era la faena más dura y delicada: exigía una correcta colocación de las tejas, inclinadas y apoyadas entre sí como el mínimo contacto, con un cálculo muy sabio para que luego la difusión del calor fuese lo más homogénea posible. Se cerraba el ventanal con adobes, dejando un pequeño orificio como chimenea, y abajo se encendía el fuego, vigilado y mantenido durante las veinticuatro horas que solía durar la cocción. Cuando se veía mermada la última hilera, o el color del fuego se ponía blanquecino, era buen indicio: todo había concluido con éxito.

Con la subida de las tejas al pueblo -primero en serón, a lomos de mula o burro, y más tarde en carros- terminaba el largo, laborioso y fascinante proceso de fabricar tejas en el tejar de Labros.