LABROS

Periódico de la Asociación de Amigos de Labros



Núm. 20
Verano 2001




Paseo
virtual
por
Labros




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El horno del pueblo

Mariano Marco

Grabado de un horno medieval
En nuestra infancia acudíamos al horno comunal (atendido por la tía Sara y el tío Santiago Remiro), donde todo el pueblo cocía el pan cada quince o veinte días. Fueron los últimos horneros comunales de Labros. Hacia 1950 nuestras madres empezaron a liberarse de este duro menester de amasar y de cocer en el horno del pueblo porque panaderos como el tío Felipe y después particulares de otros pueblos fueron imponiendo con sus tahonas propias la venta directa de pan y bollería. Hasta entonces se mantuvo la tradición de amasar cada cual por su cuenta y cocer luego en el horno de todos; que regentaba -tras subasta a la baja- quien menos cobrase por atenderlo. La retribución, llamada poya, se hacía en especie o en dinero, o jugando con los dos sistemas, según se conviniera en la subasta. En el caso de los dulces creo recordar que se pagaba al hornero una magdalena o un mantecado por
cada docena que se cociera.

No sabemos de cando arranca esta costumbre pero hay constancia de que existía ya hacia el año 1700. En 1877 se nombra como industrial de un horno de pan cocer, por retribuciones (poya) y sin ventas, a Domingo Pasamón Marco: paga un total de 4,76 pesetas. En 1891 a Pantaleón Maestro Morales, por 6,36 pesetas; lo mismo que dos años después a Juan Serrano Marco. Se les cobra el 16 por ciento como aportación al Tesoro.

Pala para meter el pan de masa
Obligaciones del hornero

Tenía que acarrear aliagas, que ardían rápido y támaras de sabina o de carrasca que desprendían más calor y cuyas ascuas extendidas y luego recogidas en un rincón mantenían una fuente constante de calor. Él abría y cerraba el edificio (hoy desaparecido), así como la boca del horno; él introducía y sacaba el pan. Mantenía la herramienta en condiciones: palo para acarrear aliagas, pala para meter y sacar el pan, aro plano de hierro para moverlo dentro, escobón para barrer el suelo y bayeta para fregarlo y así conseguir que la masa se posara sin que las cenizas y los carboncillos la ensuciasen.

Todas las mujeres querían ser las primeras a la hora de usar el horno, porque era cuando estaba con la mayor fortaleza y se cocía mejor; ya que por mucho que se añadieran aliagas entre la segunda y la tercera hornada, en esta última se perdía calor y el pan subía menos. Así que al atardecer de la víspera el hornero llamaba a quienes pedían hornada y una vez reunidas sorteaban el orden con unas rodelas de cobre del tamaño de los antiguos pesetones con el número 1, 2 y 3 grabados convenientemente para que cada una supuiera la hornada que le correspondía.

Se amasaba cada 15 días, más o menos, que era el tiempo durante el cual se conservaba bien el pan en la artesa de madera; luego ya se endurecía demasiado. Así que las amasadas se calculaban según la época y respondiendo a tradicionales dichos como "entre sopas y migas, un pan a la tripa", y "al día, pastor y gañan se comen un pan".

Cómo se amasaba

En la artesa, una vez cernida convenientemente la harina con el cedazo, las amasadoras preparaban el reciento: la pizca de masa conservada de la vez anterior (levadura que se hizo con un trozo de cuajo de lechal, antes de que comiera pienso) se desliaba con agua caliente y se reamasaba con un poco de harina, se dejaba junto al fuego para que fermentara durante la noche ("que subiera", en la manera de decir). Cuando el hornero llamaba a la puerta de cada una al grito de "¡A calentar agua!", se amasaba ese reciento preparado la noche anterior con las cantidades oportunas de harina y agua caliente. Dura y trabajosa tarea, sólo
concluida cuando la masa no se adhería a las manos.

Esa masa, de la que se había quitado el pizco necesario par la próxima amasada, quedaba en una cesta envuelta con una sábana y arropada entre mantas, cerca del hogar para que fuera subiendo sin perder temperatura: "culo de niño y masa de pan, bien calentitos como mejor están".


Parihuela con la cesta de masa tapada y tabla de sabina para amasar, que se conserva en el museo del Portegao


Llegaba la hora se acudía al horno, llevando la cesde en unas parihuelas. Allí, en ese tablón de sabina de una pieza (que conservamos en el Portegao) se amasaban los panes uno a uno, dándoles forma de hogazas, que se iban colocando en una tabla, separadas las piezas con pliegues para facilitar su paso a la pala que las introducía al horno.

Pala de hierro para sacar el pan
Cada ama de casa hacía con un cuchillo unas hendiduras en la cara superior de la masa, cuadradas o triangulares o dos simples cortes o cualquier tajo que distinguiera los panes propios de los ajenos al finalizar la hornada, ya que en la misma cocción solían entrar dos familias distintas puestas de acuerdo para que sumaran las cincuenta que cabían en el horno.

Cuando salían, los frotaban con una pluma de gallo empapada en agua y aceite para darles lustre, porque el pan ("como alimento es un portento") "más sabroso cuanto más hermoso".

El horno y los cielos de Labros también se llenaban de otros olores, y no sólo de humos, además del característico pan. Las madres tenían cuidado de que no faltasen tortas de aceite o manteca espolvoreadas con azúcar; no otros dulces como las manzanas envueltas en tiras de masa o el pan de uvas; o -por San Isidro- las magdalenas, mantecados y otra bollería que nos hacían soñar.

Por dentro

La bóveda que conforma el horno estaba realizada con argamasa de cal y arena, sobre la que se clavaban lastras de piedra, perpendiculares a la línea de la bóveda para fortalecer la curvatura; el grosor de este techo era de al menos medio metro, con la carta interior perfectamente lavada con esta argamasa.

El radio de unos dos metros. El suelo era de losas de piedra. La boca de entrada de unos 70 por 70 centímetros, con dintel arqueado, puerta de hierro con dos asas que asentaban contra la boca y se sujetaba con dos tarabillas.