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De Sitios, héroes y conmemoraciones

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | La guerra es un mal invento del hombre, porque tenga quien tenga la razón, en la guerra siempre triunfa la barbarie. El viajero, cuando contempla a la misma hora de la comida o de la cena los últimos muertos de las últimas guerras de los hombres, siempre le vienen a la memoria los grabados de los Desastres de la Guerra, de Goya. A pesar del tiempo transcurrido, el viajero reconoce a los mismos rostros con el mismo miedo, con la misma rabia, con el mismo coraje y el mismo desencanto. En estos grabados, Goya no dibujó a los héroes ni a los patriotas de la Guerra de la Independencia, en ellos sólo son protagonistas las víctimas y sus verdugos. La guerra, en singular o en plural, no tiene nada de heroica y se reduce siempre a una cruel matanza.

Las primeras entregas de estos grabados se mostraron en la sesión ordinaria de las Cortes de Cádiz, celebrada el último día del mes de agosto de 1812. Pero los deseos de Goya de publicarlos se esfumaron cuando Fernando VII el Deseado llegó a Madrid a mitad de mayo de 1814, tras abolir unos días antes la Constitución de 1812, suspender las Cortes de Cádiz y suprimir todos los decretos y decisiones tomadas en ellas, comenzando a perseguir a los liberales. Aquellos grabados de los Desastres de la Guerra tendrían que esperar a publicarse en 1863.

El viajero tuvo la oportunidad de ver una vez más estos Desastres de Goya, en la exposición que tuvo lugar en el antiguo Palacio de la Comunidad de Calatayud, abierta desde el 15 de octubre de 2008. En aquella ocasión un grupo de niños de primaria sentados en el suelo, escuchaban un tanto intranquilos las explicaciones de la profesora, que se alargó un poco más de lo conveniente. A continuación los niños y niñas pudieron ver a su voluntad los grabados de Goya. La violencia sin sentido ni medida, una seria advertencia sobre la barbarie, la miseria y el odio que parecen anidar en el corazón del hombre, con sus más terribles consecuencias, que hace doscientos años arruinaron a España y perdieron a Napoleón.

El 20 de febrero de 2009, al cumplirse el segundo centenario de la capitulación de Zaragoza, tras sufrir dos largos asedios, se inauguró una exposición dedicada a los Sitios de Zaragoza, repartida en la Lonja y en el Palacio de Sástago.

Faustino Casamayor, cronista de los dos Sitios, escribía hace doscientos años justos en su diario: "Este día murió mucha gente de aflicción al saber se había capitulado; por todo lo ocurrido, no ver gente por las calles, todas las casas cerradas, y los víveres muy escasos era la ciudad el espectáculo más melancólico, que nadie se puede figurar".

Un soleado día de domingo y de muy buena mañana, el viajero se dio un paseo por las tranquilas calles de Zaragoza. Recorrió la sugerente plaza de los Sitios, que sirvió de nuevo escenario para aquella Exposición Hispano-Francesa de 1908, que trajo de la mano cien años después la todavía reciente de 2008. Las dos exposiciones, cada una en su tiempo y en sus circunstancias, han servido como referencia para las grandes transformaciones de la ciudad, que parecen repetirse de ciento en ciento. La primera de 1908 quería conmemorar la destrucción de la ciudad cien años antes y, paradojas o "parajodas" de la vida, como decía Buñuel, la promovieron los descendientes de aquellos zaragozanos que sufrieron en carne propia la soberbia y la avaricia de Napoleón, o "Napoladrón", como otros escribían con buen tino.

Las calles que dan a la gran plaza de los Sitios tienen para el viajero mucho encanto. La plaza de los Sitios es un lugar siempre tranquilo para pasear, para recordar y para sentirse solidario con el dolor y con la esperanza. Al viajero siempre le impresiona el monumento a los Sitios de Zaragoza de Agustín Querol, inaugurado por los reyes en octubre de 1908, en la entonces urbanizada huerta de Santa Engracia. En él, el viajero cree ver al pueblo llano de pañuelo y alpargatas, defendiendo con la fuerza de la razón su dignidad frente al invasor. Hombres y mujeres que se levantaron todos a una, como depositarios de la única fuerza moral de un reino sin rey, atrasado, sin proyectos y casi sin esperanza. Basta recordar la fecha del Dos de Mayo en Madrid o el bando del alcalde de Móstoles. El pueblo español, que en boca de Napoleón era canalla, incapaz, quijotesco y embrutecido por el clero y las monjas, supo vencer en una desconocida guerra de guerrillas, al gran general que rendía y humillaba a toda Europa a sus pies.

En una de las cuatro caras de la plaza de los Sitios, todavía se conservan los edificios que se levantaron para la Exposición de 1908. En la que fuera Escuela de Artes Aplicadas se pretende dar cobijo al espacio de Goya, cuyo proyecto ha arrancado ya con polémica. Y es que muy pocos parecen apreciar en lo que vale el edificio de Félix Navarro, aunque la ciudad tampoco ha entendido el Rincón de Goya de García Mercadal en el parque.

El viajero cruza por delante de la iglesia de Santa Engracia, que tanto sufrió en los Sitios, y traspasa las antiguas y ya abatidas murallas de la vieja ciudad decimonónica, que fueron atacadas día tras día por la artillería francesa. Deja atrás la Puerta del Carmen, con sus sillares mordidos por la metralla, se desvía hacia el antiguo Hospital de Convalecientes o de Gracia, donde las monjas de Santa Ana, con la Madre Rafols a la cabeza, hicieron de su vida una vida dedicada a la caridad, para acabar en la plaza del Portillo, donde se levanta el monumento de Mariano Benlliure a las heroínas de los Sitios, con Agustina de Aragón a la cabeza, que en este lugar tomó la mecha de las manos de un defensor moribundo, para poner en retirada a los franceses, que ya se disponían a rebasar la línea defensiva. Lo que siente el viajero en esos momentos es una mezcla de orgullo, de valor y de rebeldía, porque en verdad se siente parte de aquel pueblo, que lo único que hizo fue defenderse de un invasor poderoso, prepotente y avaricioso. En la parroquia de Nuestra Señora del Portillo se encuentra la Capilla de la Anunciación o de las Heroínas, donde fueron inhumados los restos de algunas de las valientes mujeres de Zaragoza, que sería inaugurada por la reina María Cristina en octubre de 1908.

Por la calle del conde de Aranda, el viajero regresa al centro de la ciudad, dejando atrás el edificio de las Escuelas Pías, con el recuerdo al padre Boggiero, y el Palacio de los Luna o de la Audiencia.

Por la calle Alfonso no cesa de pasar la gente, los turistas, los curiosos, los viajeros y la primera brisa de la mañana. Las tiendas de recuerdos ya están abiertas. En la plaza del Pilar el viajero se encuentra con un sol festivo, alegre y confiado. La Oficina de Turismo está a rebosar. Allí el viajero se entera que un autobús recorre los monumentos más representativos de los Sitios de Zaragoza. En la Lonja ya han abierto las puertas y los primeros visitantes entran sin prisa. El viajero sabe que durante los Sitios, la Lonja y el palacio de Sástago acogieron a heridos y a enfermos.

De las paredes de la Lonja cuelgan retratos de reyes, de nobles y de héroes. Tampoco faltan los rostros de Palafox y de la condesa de Bureta, con otros grabados de varios ciudadanos de Zaragoza, que se destacaron en la defensa de su ciudad. El tío Jorge, Mariano Cerezo, Casta Álvarez, José de la Hera, Miguel Salamero, María Agustín, Felipe Sanclemente, Santiago Sas, Tadeo Ubón y Agustina de Aragón. El alguacil Faustino Casamayor fue cronista y testigo de aquella epopeya. Tampoco faltan las proclamas, los manifiestos, las órdenes y los patrióticos comunicados de Palafox. A la llamada de Palafox, Gálvez y Brambrilla dibujaron académicamente las ruinas de Zaragoza, los héroes y patriotas de aquella guerra, que parecen santos de nuestra devoción. Otros grabados nos muestran la vieja ciudad decimonónica, rodeada de campos y de feraces huertas. En los planos de la época aparecen señalados los viejos monumentos que arruinó primero la guerra y más tarde la insidia concejil. Los últimos defensores siguen atrincherados en la torre y en el púlpito de la iglesia del convento de San Agustín, obras de Álvarez Dumont, mientras la Madre Rafols predica con el ejemplo. El viajero contempla los mantos de Nuestra Señora del Portillo y de la Virgen del Pilar, que lucieron durante los Sitios. En la Gazeta, Ignacio de Asso se inventaba victorias y derrotas, que elevaban la moral de los sitiados. En los Archivos Nacionales de París se conservan las condiciones de la Capitulación de Zaragoza, con las firmas del mariscal Lannes y las de los miembros de la Junta militar de Zaragoza. El mismo Palafox fue obligado a hacerlo a punta de pistola. Es verdaderamente impresionante el cuadro de Maurice Orange, de 1893, con los defensores de Zaragoza saliendo de la ciudad la mañana del 21 de febrero de 1809, cansados, abatidos y enfermos, pero mostrando una cierta dignidad.

En el Palacio de Sástago se dan noticia de las fuerzas militares que tomaron parte en los Sitios, las armas, los uniformes y los tipos de proyectiles, que llovían sobre la ciudad todos los días. El viajero pasó de corrido ante los retratos de los militares franceses, aunque se tomó su tiempo delante de los retratos del barón de Warsage, de Lorenzo Calvo, de Perena, de Villacampa y de Sangenis. Dentro del apartado de la caridad, el viajero pudo contemplar los retratos de las condesas de Sástago y de Bureta, del padre Bonal y de la madre Rafols, con su instrumental quirúrgico y su cantarico del milagro, siempre lleno de agua para atender a los enfermos.

En una sala aparte se exponen los Desastres de la Guerra de Goya, que los visitantes miran y miran con el semblante serio y sentido. Tampoco se echan en falta las condecoraciones, las medallas y los innumerables libros y relatos, que glosaron la gesta heroica de los Sitios de Zaragoza. Los héroes siempre provocaron lágrimas y versos. Lord Byron llama Zaragozina a Agustina de Aragón, cuyo gesto de rabia fue objeto de poesías, relatos y grabados, incluso motivó una novela histórica de su hija Carlota, que donó los beneficios de esta obra al ejército de África. Un diplomático inglés envió quinientos pesos fuertes a la condesa de Bureta, que había conseguido con la publicación y venta de su obra sobre los Sitios, con la intención de repartirlos entre los desgraciados. El sorteo se celebró el 18 de marzo de 1814 y treinta vecinos resultaron favorecidos.

En otra sala del piso superior del palacio de Sástago se proyecta un documental sobre el Primer Sitio, que fue del gusto del viajero. Es verdaderamente emocionante y conmovedor cuando se relata el episodio en el que Agustina de Aragón dispara desde el Portillo a un grupo de franceses, preparados para entrar a la ciudad. El viajero sintió un nudo en la garganta cuando se narraba el silencio con que amaneció la ciudad, la primera mañana después de la marcha de los franceses, acabado el Primer Sitio. Al finalizar el documental, al viajero le entraron unas ganas locas de aplaudir, pero se aguantó, porque nadie lo hizo. El viajero reconoce, muy a su pesar, que desconocía muchos de los episodios de este Primer Sitio, por eso quiere hacerse con el catálogo de la exposición.

Cuando el viajero sale a la calle, aún resuenan en su cabeza los cañonazos y los tambores, pero Zaragoza sólo está sitiada por el cierzo.

Las buenas gentes de Zaragoza dieron en abrir, sin saberlo, la puerta de los motines y de las revueltas de todo un siglo convulso y alterado. Por entonces el odio hacia Godoy era más que evidente y el descontentó explotó el 24 de mayo de 1808, al conocerse la renuncia en Bayona de Fernando VII a favor de su padre Carlos IV, que ya había abdicado el 19 de marzo. Todo era un juego de Napoleón para colocar a su hermano José como rey de España. Hasta el 2 de mayo, fecha en la que el pueblo de Madrid toma las calles, Zaragoza era un hervidero de rumores. Los ciudadanos se mostraban ansiosos y agitados. Para colmo una nube en forma de palma se formó sobre el Pilar el 17 de mayo, dando lugar a malos presagios. Y será el 24 de mayo cuando el pueblo de Zaragoza, harto ya de esperar, se echa a las calles para pedir al capitán general las llaves de la Aljafería, y hacerse cargo de los cañones y de las armas para hacer frente a los franceses.

El marino José Mor de Fuentes escribía en su Bosquejillo, raro libro donde los haya, recuperado por el Azorín más curioso: "Los desolados vecinos andaban de calle en calle con las armas en la mano, buscando ansiosamente, y sin cometer el menor exceso, un oficial aragonés que se dignase empuñar el bastón. En esto, a la hora de la siesta del 26, asomaron en mi casa dos clérigos de la iglesia de San Miguel, y me dijeron que se había pensado en mí para general; y que si yo aceptaba la propuesta vendrían luego los labradores de su parroquia, armados, para aclamarme y escoltarme a la Audiencia, para solemnizar mi nombramiento". Mor de Fuentes, que conocía las fechorías de los franceses en Madrid, estaba en el mismo bando, pero había oído que unos mozos habían ido a la Alfranca en busca de Palafox. Y estaba en lo cierto, porque los vecinos del Arrabal fueron a buscar a la torre de Alfranca al brigadier Palafox, para que ocupara el puesto del capitán general encarcelado, cargo que aceptó. Mor consideraba que Palafox, "con este arriesgadísimo arrojo, reunió los ánimos, concentró las providencias y las operaciones, e hizo un servicio señaladísimo a la patria".

Hasta entonces Palafox había llevado una vida tranquila, dedicada a la milicia, a las damas, a tocar la guitarra y a las cartas. Desde aquellas agitadas fechas los manifiestos se suceden. El publicado el 31 de mayo declaraba la guerra al ejército más poderoso del mundo: "las tropas enemigas que hay en España nada son para nuestros esfuerzos, e infelices de ellas si se atreven a repetir en cualquier pueblo español lo que hicieron el 2 de mayo en Madrid". Este manifiesto llegó a todos los rincones de Europa, produciendo en Napoleón algo más que un gran enfado. En el bando del 2 de junio se decía: "No temáis aragoneses defendemos la causa más justa que jamás pudo presentarse, y somos invencibles". Y estaba en lo cierto.

Pero Palafox no era un revolucionario al uso y quiso legitimar su poder con la celebración de unas Cortes, las primeras celebradas desde 1702. Las siguientes deberían esperar hasta 1983. En estas Cortes se declaraba que la primera atención era la defensa de la patria. Todos los paisanos se iban haciendo a la idea que más pronto que tarde, los franceses llegarían a Zaragoza a aniquilar su resistencia, a castigar su soberbia. Por eso se preparó a toda prisa un pequeño ejército, con la intención de defender una ciudad débilmente resguardada por muros de ladrillo y tapial. Su defensa parecía un imposible, a cargo de un pequeño ejército de voluntarios.

En campo abierto las tropas aragonesas fueron vencidas en Tudela, Mallén y Alagón, por un ejército francés muy superior. Y el 14 de junio de 1808 los franceses divisan Zaragoza. Lefebvre o Lefebure, como lo llamaban los paisanos, piensa que la ciudad va a caer sin apenas resistencia, pero se equivoca. Los ciudadanos rezan y esperan. Al día siguiente comenzará el Primer Sitio.

La zona más vulnerable de la ciudad era la línea del poniente y los bombardeos se dirigen sobre las puertas del Portillo, del Carmen y de Santa Engracia. Los franceses conseguirán hacer brechas y penetrarán en la ciudad, pero serán sorprendidos por los paisanos y por las valientes mujeres zaragozanas, que con cuchillos y botijos, matarán a los invasores a la altura del Portillo. Los franceses perdieron en aquella acción setecientos hombres, pero los refuerzos no tardarían en llegar al mando del general Verdier, que dirigirá las hostilidades. Los franceses tomarán el monte de Torrero y la Bernardona, donde colocarán sus cañones para alcanzar la ciudad. Desde la Torre Nueva el vigía tocaba a arrebato y avisaba de qué parte iban a llegar los proyectiles de los cañones.

Mor de Fuentes relataba en su Bosquejillo que el 11 de junio se le ocurrió subir los doscientos ochenta peldaños que tenía la Torre Nueva, con la intención de observar a los enemigos. El mismo pensamiento tuvo el comandante de Artillería y los dos convinieron la necesidad de que allí mismo se estableciese una atalaya de vigilancia, de la que se hizo cargo el mismo Mor. Su amiga la condesa de Bureta, que vivía cerca de la Torre Nueva, subió a visitar a Mor con unos anteojos que había heredado de su padre, que había muerto de teniente general. A Mor le sucedió como vigía de la Torre Nueva Miguel Pérez y Otal.

El 2 de junio seis columnas francesas intentan entrar a la ciudad, pero no lo consiguen. Agustina de Aragón, al ir a llevar la comida a la batería del Portillo, comprueba que los defensores han muerto o han sido heridos. Con decisión arrancó el botafuego encendido de la mano de un defensor herido o muerto, lo aplicó al ánima de un cañón cargado, produciendo inmediatamente el disparo y el desconcierto entre los atacantes, elevando la moral de sus paisanos. El mismo Palafox acudió a reprimir el avance y arrancando los emblemas de un suboficial muerto, nombró sargento de Artillería a la misma Agustina de Aragón. Verdier tuvo en este ataque quinientas bajas. En estos días tan azarosos la basílica del Pilar permanecía abierta noche y día.

El 4 de agosto fue también una fecha heroica. Los franceses consiguieron entrar por las brechas abiertas en los muros de las murallas. Verdier quería partir la ciudad en dos partes y alcanzar el río, pero los franceses sólo consiguieron llegar hasta el Coso. Palafox no admite la rendición y contesta: "Guerra y cuchillo".

Pero la noticia de la victoria española en Bailén, provocará la inmediata huida de los franceses, que incendiaron los palacios de los condes de Sástago y de Fuentes, destruyendo el humilladero de la Cruz del Coso y volando el monasterio de Santa Engracia. La resistencia de Zaragoza ante el ejército de Napoleón, el mejor del mundo, provocará la admiración de toda Europa.

En la Gazeta de Madrid del 11 de octubre de 1808 se publicaba la entrega por los madrileños de camisas, dinero y alhajas. Goya entregó también veintiuna varas de lienzo, todo lo que tenía en casa para pintar, para hacer vendas para los soldados heridos. En octubre, Goya estuvo en Zaragoza pintando algunos bocetos, pero los franceses ya estaban de vuelta. Por precaución, Goya cubrió estas pinturas con un baño que ya no pudo quitar, perdiendo los trabajos.

En noviembre el mismo Napoleón tomó personalmente el mando de su ejército y con siete cuerpos se dirigió hacia Zaragoza. Su rendición era ahora un asunto personal. El 21 de diciembre comenzaba el segundo asedio con un ejército de treinta y cinco mil hombres. La ciudad se había fortificado, todos los hombres disponibles se encerraron en ella, hasta la caballería, y Palafox seguía sin querer saber capitular.

Con la participación de Manuela Sancho junto a los artilleros y de otras mujeres anónimas en la defensa de la ciudad, Palafox dirigió una proclama a las mujeres de Zaragoza que decía: "Los soldados franceses os temerán y será una vergüenza para ellos ser vencidos por vosotras. Llenaos pues del noble entusiasmo que me habéis manifestado, y acollónense todos cuantos os vean salir a la defensa de vuestra ciudad. Sólo vuestra presencia intimida al más valiente. Una mujer, cuando quiere, hace temblar a los fuertes".

Pero los franceses estaban dispuestos a todo. En Zaragoza llegaron a caer siete mil bombas. La ofensiva francesa era imparable y el cerco se iba estrechando poco a poco. Los franceses lograrán introducirse por varios puntos de la ciudad, minando un edificio tras otro, pero los zaragozanos lucharán casa por casa y tapia por tapia. Los franceses sólo conseguían avanzar diez metros por día. El mariscal Lannes escribía a Napoleón que aquella guerra no se parecía a ninguna otra. Y tenía razón. Faustino Casamayor escribía en su Diario que el 14 de febrero ya no quedaban alimentos para sanos ni para enfermos. Para colmo, una terrible epidemia de tifus irá mermando poco a poco a los defensores. El mismo Palafox, presa de la fiebre, pedía la defensa de la última piedra de Zaragoza. Los franceses bombardearán La Seo y el Pilar, donde resiste la Virgen que no quiere ser francesa, para poder gritar ¡Viva la Pepa! Los franceses irán tomando conventos, palacios, la Universidad, donde se pierde su biblioteca, la Audiencia, donde un incendio quema el archivo, las iglesias… Las fuerzas se agotan, las bombas no paran de caer, el Coso está minado y en la Torre Nueva se coloca la bandera blanca. Zaragoza capitula. La Junta de Defensa sale al caer la tarde por la puerta del Ángel hasta la Aljafería, trasladándose a Casablanca, donde se localizaba el Estado Mayor del mariscal Lannes. Allí se firmaría el documento de la capitulación, ratificado por todos los componentes de la Junta. Era el 20 de febrero de 1809.

El viajero se imagina al moribundo Palafox en el momento de abrir los ojos, tras su calentura, rodeado de centinelas franceses. Aquello sería para él el infierno. El 21 de febrero, a eso del mediodía, unos doce mil hombres de la guarnición de Zaragoza salieron de entre las ruinas de la ciudad por la Puerta del Portillo, dejando sus armas a cien pasos. Los oficiales y soldados que juraran fidelidad al rey José, quedarían en libertad y entrarían a su servicio. Los que no lo hicieran marcharían como prisioneros a Francia. Más de nueve mil hombres no quisieron jurar y de los campamentos franceses en Casablanca, donde recibieron raciones de pan, partieron al destierro. En las cuatro leguas escasas que distaba Zaragoza de Alagón, fueron quedando por el camino más de cuatrocientos paisanos. El mismo Lannes había ordenado que todos los que se fueran quedando atrás, fueran eliminados a balazos o bayonetazos. Todo el camino quedó cubierto de cadáveres y moribundos.

Los supervivientes que pudieron llegar a Francia, trabajarían por las buenas o por las malas desecando las marismas al norte de los Alpes y a orillas de la Mancha, construyendo un puente con esclusas en el nuevo canal. Los deportados volverán a España casi cinco años después, en 1813.

El 25 de febrero Palafox recibió la extrema unción. Palafox escribía en sus Memorias: "Así acabó Palafox pobre, desnudo, pero ejemplo de fidelidad y de amor a su patria y a su rey. Y así fue conducido, embarcado por el Canal a Tudela, de donde lo transportaron con buena escolta de un regimiento de infantería y un escuadrón de caballería, haciendo tránsito en Pamplona hasta Bayona, encargado de su custodia un edecán del mariscal Lannes. En Bayona, a pesar de la capitulación hecha en Zaragoza, como Palafox no había consentido en ella, le desarmaron y le llevaron preso entregado a un oficial y dos gendarmes en un coche con tiros de posta a la prisión de Vincennes junto a París, donde permaneció incomunicado, aunque conservando siempre su carácter y su independencia, cinco años y dos meses, es decir, desde el 1º de abril de 1809 hasta el 13 de diciembre de 1813 que salió para pasar a Valencia y este día tan feliz e inesperado le hizo casi olvidar todos sus trabajos: ¡tal es la influencia mágica que ejerce en el hombre la libertad!".

Para borrar todo rastro de su persona, Palafox pasó a ser Pedro Mendoza y en su largo cautiverio le dio tiempo a leer ciento ochenta y nueve libros en francés.

El viajero se imagina este cuadro espeluznante salido de los mismos Desastres de Goya, mientras recorre este viejo camino en dirección a Bureta, donde tiene intención de visitar el palacio de la condesa, que tanto se señaló en la defensa de Zaragoza. María de la Consolación de Azlor y Villavicencio nacería en Gerona en 1775, siendo hija de un antiguo virrey de Navarra. Casó en 1794 con el conde de Bureta, del que enviudó en 1805. Durante los Sitios organizó un cuerpo de mujeres, que se encargaron de socorrer a los heridos y de llevar víveres a los puestos avanzados. A primeros de agosto de 1808 formó dos baterías frente a su propia casa, para impedir el avance de los franceses. En octubre de 1808 contraería nuevo matrimonio con el Regente Pedro María Ric, barón de Valdeolivos. El tifus le obligó a retirarse a su casa, convertida en hospital. Tras la capitulación de Zaragoza, los barones pasaron a vivir a Cádiz, regresando en 1813. En abril de 1814, la condesa recibió la visita de Fernando VII, cuando el rey pasó por Zaragoza, de regreso de su cautiverio en Francia. Allí pudo contemplar las estampas de Gálvez y Brambrilla sobre los Sitios de Zaragoza. La condesa de Bureta moriría el 23 de diciembre de ese mismo año de 1814 de sobreparto.

A los diez días justos de la Capitulación, el mariscal Lannes entró triunfante en Zaragoza, con volteo de campanas y recibimiento de autoridades. En el Pilar se celebró un solemne Te Deum, celebrándose luego un banquete en el Palacio Arzobispal para unos cuatrocientos invitados. El general Suchet confiscó la plata de la cartuja de Aula Dei para el servicio de su casa, recibiendo las bendiciones del obispo auxiliar.

El 9 de julio de 1813 los franceses se retirarán de Zaragoza, tras volar la última arcada del puente de Piedra. El 20 de julio el Ayuntamiento de Zaragoza, en el solar del que fuera convento de San Francisco y bajo un dosel con el retrato de Fernando VII, proclamó la nueva Constitución Civil de la monarquía española, dando a esta plaza el nombre de Plaza de la Constitución. En marzo de 1814 Napoleón pondrá en libertad a Fernando VII, quien pasará unos días de abril en Zaragoza. Ante aquella visita se mandó que no se cubrieran las ruinas ni los escombros. El mejor adorno de la ciudad eran sus ruinas, que daban idea del valor, de la constancia y del heroísmo derrochado por sus ciudadanos y defensores.

El viajero se mete por un momento en la piel de aquellos colaboracionistas, que sentían una extraña fascinación por aquellos que representaban el progreso intelectual, que eran los mismos que habían destruido y luego saqueado Zaragoza. La libertad, la igualdad y la fraternidad era una extraña paradoja ante las ruinas de Zaragoza. Los franceses tampoco repararon en promover un acto de desagravio al conmemorarse el primer Centenario de los Sitios. La magnanimidad de los ciudadanos de Zaragoza quedó patente en la elección del nombre de aquella Exposición Hispano-Francesa de 1908.

El viajero cruza los pueblos de la ribera alta del Ebro hasta que llega a la altura del desvío de Gallur. Allí coge la carretera dirección a Magallón, tuerce hacia Fuendejalón y se desvía por el primer cruce que encuentra a la derecha. Bureta en un pueblo pequeño, que se asoma a la carretera que lleva hasta Borja, en una llanura de tierra blanquecina. Al fondo destaca el Moncayo todavía con nieve. El caserío rodea al palacio de los condes, contiguo a la iglesia parroquial. Todas las calles bajan en costera hasta la plaza de la iglesia y del palacio. Una de ellas lleva el nombre del conde de Bureta, otra el de Goya, otra el del rey Fernando el Católico y otra se llama calle Mayor, que recorre la villa de parte a parte.

Nada más llegar el viajero se da un pequeño paseo por las calles de Bureta, unas calles con casas de labradores y viejos pajares, bodegas y huertos, donde verdean ya las últimas habas de la temporada y los últimos cardos, que en otros lugares nombran tallos y aun rijos. A su vera prosperan varios perales muy viejos. Algunos vecinos toman a esta hora la sombra en los portales, antes de ir a comer, murmurando de esto y de lo otro. En la plazoleta delante de la iglesia, que tiene una torre acabada y la otra inconclusa, abre sus puertas el bar Su Casa. Al salir entonces un cliente del bar, le cayó sobre la cabeza la cortina de la puerta. En esta misma plazoleta ocupa el centro una fuente, que luce el escudo de la villa y se corona con una piña, a la que han anudado un cachirulo. Un poco más allá, en la llamada plaza Aragón, el viajero encuentra un jardín con acacias y parterres. Al cruzar por delante de un portal, el viajero escucha la melodía de un tango desgarrado. En la limpia fachada del Ayuntamiento luce el escudo de la villa, ondean las banderas que obliga el protocolo y da la hora el reloj municipal. A las puertas de la Casa del pueblo el viajero leyó un lema edificante: "Haz grande tu pequeño pueblo". Detrás del Ayuntamiento el Moncayo todavía guarda algunas manchas de nieve. En unos pinos cercanos gritan los gorriones.

El viajero iba pensando en sus cosas cuando el reloj del Ayuntamiento dio la una menos cuarto. En las calles de Bureta se disponen unas cerámicas con las estaciones de la pasión de Cristo. De una casa salió un paisano tocado con un sombrero de paja y con una llave enorme en la mano, con la que bien podrían abrirse las grandes puertas del cielo.

-Buenos días.
-¡Adiós….!

El viajero vuelve de nuevo a la plazoleta de la iglesia y a través de un arco sin puerta, que luce el escudo de los condes de Bureta, entra en el patio del palacio, donde se disponen algunos veladores. En este arco de entrada se informa que la restauración de las fachadas de este palacio de Bureta, recibió el premio de la Diputación de Zaragoza en 2006. En otra placa se ofrecen unas breves noticias sobre el edificio. También el Ateneo de Zaragoza colocó otra placa en homenaje a la condesa de Bureta en 2008. A este patio del palacio dan algunas puertas, también la del bar, en cuya barra el viajero encuentra a varios clientes. El viajero pide un vino de la tierra con un bacalao. El vino lleva las armas del condado de Bureta y el que le sirve es el actual conde de Bureta, don Mariano de los Dolores Francia López-Fernández de Heredia e Izquierdo. El vino es de garnacha y el bacalao rebozado parece por lo menos marqués. Inmediatamente el conde le entrega al viajero un folleto de la Casa Palacio de los condes de Bureta, que está escrito en inglés y en castellano, y le pregunta si es la primera vez que visita Bureta. El viajero había pasado infinidad de veces por Bureta, pero unos amigos le habían comentado que el palacio de los condes había sido restaurado con mucho gusto, abriendo una casa rural y un restaurante. El conde de Bureta puso al día al viajero y aún le informó que recientemente había recibido un premio de una asociación que defiende la conservación del patrimonio aragonés, mientras le entregaba un libro con fotografías, que mostraban el estado del palacio antes y después de su restauración. Las mejoras en el edificio saltaban a la vista.

El viajero cuenta al conde de Bureta que viene de Zaragoza de ver las exposiciones sobre los Sitios de Zaragoza, donde ha encontrado algunas piezas y documentos de su palacio. El conde invita al viajero a visitar el palacio con un grupo que está citado a la una, o con otro grupo más numeroso que lo hará a la una y media. El viajero puede unirse a cualquiera. Mientras se toma el vino con el bacalao, el viajero ojea una vez más el libro, antes de entregarlo a su dueño y felicitarle por el resultado. En el bar se muestra una fotografía antigua de una pareja de la Guardia Civil, que va caminando un día sofocante de calor protegidos por mosquiteras. Las grandes tejas o tejones de los tejados sirven para apliques de luz.

El patio por donde entró el viajero se llama el patio de la Luna y en su centro crecía en tiempos un olmo grandioso, que se secó a causa de la grafiosis. Por una de las puertas que dan a este patio se entra al palacio.

Una guía da la bienvenida a los visitantes y les habla del palacio de los condes de Bureta. La actual casa palacio se levantó en el siglo XVIII, sobre el torreón principal del antiguo castillo, obra de los musulmanes de la Marca Superior de Al Andalus, fechado entre los siglos IX y X. En el edificio aún quedan restos de esta primitiva muralla. Tras la reconquista, el castillo y el lugar de Bureta lo tenía en tenencia el caballero francés Roger, del que tenemos noticias fechadas en 1137. Los componentes de la familia Francia fueron los señores de la Baronía de Bureta a lo largo de cuatrocientos años. Inició esta señoría Sancho de Francia, que lo fue desde 1275 a 1285. En el Salón llamado de los Caballeros se celebraron las Cortes de 1363, donde los castellanos y los aragoneses pactaron la paz. Esta casa palacio fue reformada a lo largo de los siglos.

El Señorío de los Francia recayó por vínculo en la familia de Antonio Matías Marín de Resende y Francia, que fue el duodécimo señor de Bureta, a quien el rey Carlos II concedió el título de conde el 24 de marzo de 1678. Por afeminamiento de descendencia el título pasó a la esposa del conde de Parcent. Una segunda rama del condado de Bureta la inició Miguel López-Fernández de Heredia Julve, barón de Suelves, que estaba casado con Ángela Marín de Resende y Gurrea.

La restauración del palacio ha sido muy respetuosa. Todos los muebles están en su sitio, las lámparas de luz se han mantenido y se han colocado cables eléctricos trenzados, a imitación de los antiguos, pero siempre utilizando el mismo recorrido. En un descansillo de la escalera, los visitantes encuentran un pequeño banco adosado a la pared. Ante la curiosidad, la guía les informa que aquel banco servía para que descansaran los criados, que debían subir y bajar las escaleras muchas veces al día en busca de carbón, patatas, verduras… En los rellanos de los dos pisos del palacio hay muebles y tapices. En un pequeño mueble se guardaban todas las llaves de la casa, las llaves del primer piso y las llaves del segundo. Cuando cerraban las puertas del primer piso, se depositaban en este mueble y se cogían las del segundo. Cuando los condes se ausentaban se realizaba la operación contraria.

En el palacio se conservan todos los muebles, todas las vajillas, todos los cubiertos, todos los adornos y todos los cuadros. Para la vajilla del restaurante se ha intentado imitar la vajilla del palacio, aunque algunos colores han resultado distintos. El verde de la vajilla antigua se había obtenido de algas y de otras hierbas. Las copas del palacio son de cristal de Bohemia y lucen un acabado espectacular. El conde, cuando hace personalmente la visita, las golpea con cuidado para que todos oigan claro el chin, chin, pero la guía se disculpa. La casa dispone de trono y de inodoro, dormitorios con cunas para los recién nacidos, cocinas, comedor, despachos, archivo, salas y salones. Detrás de una puerta se mostraba un cuadro genealógico debido a Juan Bautista Labaña, el geógrafo portugués que levantó el mapa de Aragón, en un provechoso viaje en 1610 y 1611. Las baldosas de las habitaciones son rojas y amarillas, como las de toda la vida. El archivo es muy completo y la familia ha encargado a un amigo, perteneciente al Centro de Estudios Borjanos, la catalogación y el estudio de los documentos, que son cientos de miles. Destacan los documentos familiares relacionados con el Señorío y condado de Bureta, los del marqués de Lazán en la Guerra de la Independencia, los de la Guerra contra Francia en el siglo XVI, los de heráldica y genealogía y un fondo con más de mil quinientas cartas inéditas. La guía comenta que ninguna de las administraciones habidas y por haber ha ayudado a la familia en la conservación, ni en el mantenimiento del edificio. El viajero no conoce, por desgracia, muchos casos como este de los condes de Bureta.

El viajero sabe que el archivo de Palafox fue descubierto en una librería de lance de Madrid por el entonces director de La Crónica, José García Mercadal, en el verano de 1919, quien lo puso en conocimiento del Ayuntamiento de Zaragoza. Para su peritaje el Ayuntamiento envió al auxiliar archivero Manuel Abizanda. El Ayuntamiento compró este archivo por diez mil pesetas, entregando la medalla de oro de la ciudad a José García Mercadal, que en verdad la merecía.

Los condes tenían habitaciones para dormir en verano y en invierno, y un comedor orientado al mediodía, que da a la sala de costura, donde se alargaba la sobremesa. En el comedor se conserva un calienta platos, donde se colocaban con la comida para que se mantuvieran calientes, con ayuda de unas brasas de carbón. Es impresionante el salón Blanco o salón de los Caballeros, donde tuvieron lugar las Cortes en el siglo XIV. Entrar en él es volver siglos atrás. Una mesa de billar ocupa el centro, donde los invitados de la familia jugaban con bolas de marfil de elefante. También hay un tú y yo, donde festejaban los novios las tardes de embelesamiento y las tardes de enfados, mirándose como tortolitos o dándose la espalda. Un hogar calentaba la estancia, donde tenían lugar los bailes, mientras las señoras, sentadas en butacas y sillones, hablarían de lo que siempre suelen hablar las mujeres. En este salón decorado en rojo se han rodado algunas escenas de las películas Mayorazgo de Labraz e Independencia, de la que nadie sabe nada todavía. En una vitrina los visitantes pueden contemplar un carné de la Exposición Francesa de 1908 y el menú de la comida que tuvo lugar el 15 de junio de 1908 ante el rey Alfonso XIII, muy afrancesada, por cierto, donde se sirvieron cuatro vinos de Francia. Un cuadro que muestra un desnudo femenino se ha recuperado de las bodegas.

La guía señala que las camas son más altas, bastante más altas que las de ahorra, y lucen unas colchas de seda bordadas a mano. A tan confortable séptimo cielo ascenderían con ayuda de un taburete o escalera. Los visitantes dieron con un curioso reloj con números romanos, que la guía señaló que debía ser francés, porque el cuatro se representaba con cuatro trazos. El viajero se muestra un tanto incrédulo, porque sabe que Juan Moneva era partidario de colocar también cuatro barras para el cuatro y para el nueve.

Los grabados de los Sitios de Zaragoza adornan las estancias, con otros cuadros como el de la Virgen del Pilar, de cuya basílica la condesa pagó una torre. En el despacho todavía se conservan los paquetes de ideales y puros habanos que fumaba el abuelo del actual conde. También se conserva un aparato de morse, con el que el abuelo del actual conde se comunicaba con el abuelo de Churchill. Adornan las paredes abundantes fotografías familiares, retratos de antepasados ilustres y los retratos de los padres del actual conde.

El oratorio del palacio comunica con la iglesia a través de unas celosías. La guía habla muy despacio porque en el momento de la visita, se estaba celebrando la misa. En el oratorio se conservan abundantes reliquias. Una representa la medida de los pies de Cristo, aunque las dos plantillas corresponden al pie izquierdo. Otra señala las medidas de los pies de la Virgen, que eran bastante más pequeños que los de su Hijo. Una ventana enrejada da al patio de la Luna y a la calle.

En el solanar sopla un vientecillo reconfortante. Desde aquella altura se pueden divisar todos los pueblos a la redonda. Esto ratifica que el antiguo castillo se construyó en un lugar estratégico. En unos cañizos se dejaban secar los tomates y las cebollas para elaborar el ajoarriero buretano, en el que no faltaban tampoco los caracoles.

Por último se visitan las bodegas, que son subterráneas y se encuentran al fondo del bar. En la entrada a las bodegas se muestra el viejo escudo de piedra que campeaba en la puerta de entrada, que luce ahora una copia con las cinco flores de lis, emblema de la casa. En 1865 se realizó una reforma del palacio y todos los escombros fueron a parar a las bodegas. En esta última restauración se han tenido que sacar pala a pala, pues casi llegaban al techo. En las bodegas se distinguen los restos de la vieja muralla del castillo. Tampoco se echa en falta al fantasma, que debe haber en todo palacio y que cuelga de una de las paredes de las bodegas con un aire siniestro.

La visita cuesta cinco euros, que se destinan al mantenimiento del palacio. Al acabar la visita, el viajero pasó directamente al comedor, que se sitúa en una sala de techos muy altos, contigua al bar. Por fortuna había una mesa libre, pues dos mesas grandes estaban reservadas para unos diez o quince comensales, que no tardaron en ocuparlas. El restaurante sirve a la carta, aunque dispone de un menú del día. También tiene carta de vinos. El comedor está al cargo de una señora dispuesta y diligente. El viajero pide una menestra de verduras de Bureta, un bacalao gratinado y de postre trenza de Bureta. La menestra llevaba unos espárragos exquisitos. El trozo de bacalao era cumplido, el pan del día, el vino en su punto, la trenza se sirvió con chocolate caliente y el café sin prisa. Durante la comida el viajero fue apuntando en su cuaderno de notas algunas de las cosas que recordaba de su visita al palacio de los condes de Bureta. En la cuenta le incluyeron los cinco euros que habían quedado pendientes de la visita al palacio.

El viajero se levanta de la mesa satisfecho y después de dar las buenas tardes, sale del comedor con buen ánimo, dispuesto a acabar el día lo mejor que pueda.

El viajero ha leído que Juan Díaz El Empecinado recorrió todo el valle del Jalón, llegando a Borja y al Santuario de la Misericordia en diciembre de 1811. A mediados de este año de 1811, las principales ciudades de Cataluña ya habían caído en manos francesas. Por ello el 15 de septiembre Suchet partirá a la toma de Valencia. Para debilitar la retaguardia de Suchet, el general Blake concibió una maniobra de distracción, que consistía en amenazar Zaragoza por el valle del Jalón. Para ello ordenó a El Empecinado que pasase a Aragón a hostigar a las tropas y guarniciones francesas. El 11 de noviembre algunos soldados de caballería de El Empecinado, llegaron hasta la puerta del Portillo de Zaragoza y aún penetraron dentro de la ciudad, según recoge el diario de Faustino Casamayor.

El viajero deja atrás Ainzón y en Borja toma la carretera dirección a Tarazona. A la salida de Borja se anuncia un desvío al Santuario de la Virgen de la Misericordia, que llega también a El Buste. Tras un ameno recorrido por una carretera estrecha y poco transitada, el viajero da con una colonia de chalés en medio de un impresionante pinar, en la falda de la Muela Alta, donde afloran abundantes fuentes. En los alrededores del Santuario el viajero encuentra a numerosos romeros que han comido al aire libre y que ahora sestean, conversan o toman una copa en sus mesas o en los veladores del bar. A la sombra de enormes castaños de Indias, frondosos plataneros, chopos altísimos y pinos verdes, los romeros pasan la sobremesa de tertulia, después de haber comido y bebido en buena hermandad, aunque los asadores todavía tienen brasas. Cerca del Santuario hay una balsa donde nadan los patos y algunas tortugas. La fuente de la Virgen de la Misericordia, acondicionada en 1999, da un agua clara y fresca. En la fuente de los Canales plasmó el pintor borjano Baltasar González su composición "La jota en el santuario de Misericordia". A un tiro de piedra un enorme edificio hace las veces de albergue municipal.

El santuario de la Virgen es del siglo XVI y es en verdad impresionante. La vieja ermita se convirtió en la iglesia del santuario. Se cuenta que la Virgen apareció entre las tierras del claustro de la colegiata de Borja, cuando se removieron para construir las naves en 1451. En 1547 se trasladó a la vieja ermita de este paraje de la Muela Alta, donde más tarde se levantó el rico santuario.

Unas escaleras, a la sombra de unos gigantescos castaños de Indias, dan entrada al santuario, que antaño estaba al cargo de los santeros, que se ocupaban de alojar a los devotos que iban a cumplir sus novenas. Un enorme patio, con un largo banco adosado a la pared, da la bienvenida al viajero. De allí parten unas escaleras, pero el viajero prefiere llegar al oratorio, que se encuentra en la misma planta baja. En el retablo mayor, la Virgen resplandece entre azul y oro. En una lápida del presbiterio, salida de los talleres de J. Beltrán, Torre Nueva, 23, de Zaragoza, el viajero toma nota que allí mismo descansa el catedrático, ex rector de la Universidad de Barcelona y bienhechor del santuario, Ramón Manuel Garriga y Nogués, que murió el 22 de febrero de 1906. El viajero piensa con algo de lógica que bien podía haber sido familiar del viejo soldado natural de Borja, llamado Romualdo Nogués y Milagro, cuya casa familiar destaca en la calle Mayor de Borja. El viejo soldado fue en verdad general, aunque de viejo se hizo pacifista y escritor de cuentos para la gente menuda, cosa que le honra. El viejo soldado de Borja, al que el viajero tiene en buena estima, fue cuñado de Braulio Foz, el padre de Pedro Saputo.

En una de las capillas del santuario destaca un cuadro donde se retrató un presbítero en aptitud orante, en mayo de 1950, que se decía devoto de la Virgen de la Peana, Patrona de Borja, llamado Toribio Mª Cruz. El viajero toma asiento en uno de los bancos y en silencio piensa en sus cosas, en el motivo que le ha llevado una vez más a los pies de la Virgen de la Misericordia, que no es otro que la guerra entre los hombres, el odio y la violencia sin medida. Allí es fácil pedir a la Virgen un poco de sentido común y de misericordia.

Cuando el viajero sale del santuario, los romeros siguen en el mismo sitio, haciendo de la tarde una inacabable sobremesa. Otros se entretienen jugando a la petanca y alguno sestea a la bendita sombra de altos y frondosos pinos. El viajero bebe agua de la fuente de San José, que fue restaurada por Miguel Andía Falcón, en agosto de 1925, toma de nuevo el coche y asciende un buen trecho hasta dar con la ermita del Calvario, donde el padre Faci escribía que se conservaba un crucifijo muy devoto. En la misma cumbre el viajero encuentra algunos corrillos de gente alrededor de las mesas, varias tiendas de campaña y el bar todavía cerrado. Desde este mirador natural se tiene una vista privilegiada del contorno.

La tarde todavía es larga y como el tiempo acompaña, el viajero se decide a visitar el cercano Monasterio de Veruela. El Moncayo se va haciendo cada vez más grande, cerrando el horizonte. En la larga travesía del lugar de Vera de Moncayo, el viajero encuentra mucha animación. En ella abre sus puertas el Centro de Interpretación del Poblado Celtíbero de la Oruña. Por la larga carretera que lleva al Monasterio de Veruela, no cesan de pasar los coches en una y otra dirección. Los campos aún están verdes y la tarde invita a dar un paseo sin prisas.

Las viejas piedras de la torre del Homenaje del monasterio brillan al sol de la tarde. El viajero pide una entrada en la taquilla y no puede pasar adelante sin antes echar un vistazo a los libros que allí se exponen. Se decide a comprar uno que relata la Guerra de la Independencia en la vecina ciudad de Tarazona. El viajero piensa que todas las guerras son de independencia, al menos de parte del que no quiere ser sometido. Goya tituló bien sus Desastres al hacerlo como Fatales consecuencias de la sangrienta guerra en España con Buonaparte.

El Monasterio de Veruela está muy cuidado. A esta hora de la tarde se está regando el césped que cubre el paseo de plataneros que llevan a la iglesia conventual. A un lado de este paseo destaca el palacio abacial del siglo XVI, debido al abad Fr. Carlos Cerdán y Gurrea. Por un arco se entra a otro jardín, al que da la portería del monasterio nuevo, donde se tiene previsto abrir un nuevo Parador Nacional. El monasterio viejo está fresco y en algunas salas de los frailes se exponen unas pinturas chillonas y modernas que al viajero no le dicen nada. El viajero recorre la cilla, el calefactorio, la antigua cocina, el claustro, la sala capitular con sus enterramientos y busca nuevas perspectivas, jugando con la luz de la tarde. Visita la sacristía, la primitiva iglesia, que recorre de arriba abajo, descubre el mausoleo del abad Lope Marco y sale de la iglesia a través de una puerta románica llamada del callejón de los conversos. Por ella entra de nuevo a la cilla o almacén. Antes de abandonar el recinto del monasterio, el viajero visita el nuevo Museo del vino, que recoge la historia del vino en la comarca de Borja, antes y después de la filoxera. En una copia del periódico Aires del Moncayo, del año 1917, el viajero encuentra un anuncio de los viveros de Miguel Andía Falcón, que ofertaba entonces vides americanas. Al punto el viajero recordó que este prócer borjano había restaurado la fuente de San José del Santuario de Misericordia. El mundo es tan pequeño.

En 1808 la administración francesa cerraría la abadía de Veruela. Se volvería a cerrar en 1820, cuando Fernando VII disolvió las comunidades religiosas. Más tarde las desamortizaciones ocasionaron la salida definitiva de los monjes cistercienses del monasterio de Veruela. Malos tiempos eran aquellos cuando los hermanos Bécquer lo visitaron y se alojaron en él, desde finales de 1863 a julio de 1864, dejando de aquella visita dibujos, cartas y artículos.

Frente al monasterio y alrededor de la Cruz Negra, donde Gustavo Adolfo Bécquer esperaba el correo, han habilitado un aparcamiento para los coches, entre los que unos niños juegan al balón. Esta Cruz Negra de mármol se debe también al abad Fr. Carlos Cerdán y Gurrea.

Algunos coches llegan desde Alcalá y de las estribaciones del Moncayo, ya en penumbra. La tarde pardea y el viajero toma el último aliento a la vera del camino, antes de dar la media vuelta. Los centenarios, aunque sean de guerras, de héroes y de conmemoraciones, son siempre un buen pretexto para viajar por los mismos escenarios de la historia.

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