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La escuela del recreo

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | La escuela del recreo recibía ese nombre por situarse frente a un descampado que todos los escolares conocían como el recreo, por servir precisamente para jugar en el descanso de las clases de la mañana, después de salir de la escuela a las cinco, poco antes de entrar al repaso, y hasta los sábados y algunos domingos.

La escuela del recreo, donde aprendimos tantas cosas en letanía y con musiquilla, era una sala amplia y bien iluminada, con suelo de tarima. Los escolares, de entre los seis a los diez años, agrupados por edad en los cuatro cursos de primaria, ocupaban mesas y pupitres dispuestos en dos filas, todos muy viejos y casi desvencijados, todos rayados, carcomidos y chirriantes. Al frente y sobre un estrado se disponía la mesa del maestro, la pizarra pintada de verde y sobre ella los retratos del Caudillo y de José Antonio, separados por el crucifijo. A un lado del estrado se encontraba la bandera patria, ya raída y polvorienta, un armario del que el maestro guardaba llave y un banco que ocupaban los escolares más indolentes y descuidados para con las cosas del estudio. Al otro lado se disponía otro banco, verdadero banco de galeras, donde también iban a parar los escolares más vagos y desaplicados, que de esta manera eran vigilados estrechamente por el maestro, cerca de la estufa de serrín, que chorreaba negro hollín por las junturas de los tubos.

A ambos lados de la sala se abrían grandes ventanales, por donde entraba el sol desde la mañana hasta las últimas horas de la tarde. La escuela disponía aún de dos pizarras más, una a mano izquierda de los escolares y la última al fondo, que servía para poner al día a los escolares que iban más retrasados con las divisiones, pero eso sí, siempre en el tiempo que quedaba reservado al recreo.

Por la mañana salía el maestro de las casas contiguas a las escuelas de niños y de niñas, que eran también municipales, muy bien peinado con el pelo hacia atrás, con mucha agua. De su mano colgaba una llave de canutillo. Salía sonriente y con un andar muy enérgico, contestando educadamente a los buenos días que recibía de parte de sus alumnos.

Cuando cumplí los seis años, dejé como todos mis compañeros la escuela de párvulos, que abría sus puertas al lado del cuartel de la Guardia Civil y que todo el mundo conocía como la escuela de los cagones, para subir a la escuela del recreo con una cartera nueva de cuero, un plumier sin estrenar, un cuaderno de dos líneas, un lápiz, un sacapuntas y una goma para borrar. Aquel año ocupé un pupitre de la última fila, que como todos tenía roto el hueco donde colocar el tintero. Los escolares de entonces solamente utilizábamos el lápiz. Sólo los mayores de cuarto curso podían utilizar el bolígrafo para pasar la lección del día, fuera de Matemáticas, de Religión, de Geografía o de Ciencias Naturales.

A los más pequeños de primer curso, el maestro nos ponía todos los días una muestra. Cristóbal Colón descubrió América en 1492, a la escuela vamos a aprender a leer y a ser buenos, don Santiago Ramón y Cajal fue un sabio español, la luz es la claridad que nos permite ver las cosas, José Antonio Primo de Rivera fue un gran patriota, la tierra da vueltas alrededor del sol... El maestro ponía mucho énfasis en repetir una y otra vez que la muestra no podía hacerse de carrerilla, o sea, ir repitiendo palabra por palabra de la oración en vertical, en vez de repetir una y otra vez la frase completa en horizontal, que era lo correcto y lo que precisamente prescribía el maestro. Pero a veces los escolares se desafiaban unos a otros, para ver quien acababa antes de hacer la muestra y claro, a mayor apresuramiento, peor resultaba la caligrafía, por lo que el maestro averiguaba a la primera que se había utilizado esta frecuente fullería. Las palabras de la frase parecían, una vez repetidas de carrerilla, de arriba a abajo de la hoja del cuaderno, unas patas de alambre, unas ramas de sauce llevadas por el viento, las olas de un mar enfurecido o unas letras borrachas y trastabilladas, que cabeceaban de un lado para otro. También podía suceder que el maestro se levantara a vigilar y sorprendiera, queriendo o sin querer, a los tramposos con la muestra descabezada. Entonces se enfadaba muchísimo, ponía cara de pocos amigos y a los osados fulleros, después de llamarles de todo, les ponía la cara colorada como un tomate a bofetones.

Recuerdo que también se estudiaba el Parvulito y el catecismo de primer grado, que era preciso memorizar de la primera a la última página, como requisito indispensable para poder hacer a su tiempo la primera comunión.

A la hora del recreo los chicos mayores siempre jugaban al balón en este descampado frente a la escuela, donde daban sombra dos acacias muy maltratadas, al lado del molino de aceite y de la acequia, que corría paralela al río, bajo el terreno arrellanado que ocupaba el recreo. En los lavaderos de la acequia las mujeres lavaban la vajilla y aclaraban las sábanas, postradas en el rodillero, estregando con fuerza la ropa en la tabla de lavar, a la sombra de frondosos olmos. Los chicos más pequeños y todas las chicas jugaban donde podían en la calle, pero siempre separados, ellos al balón, ellas a la comba.

Cuando se caía el balón a la acequia se bajaba corriendo por la cuesta hasta los lavaderos, donde siempre había una caña preparada. Si no se conseguía coger el balón en los lavaderos, se iba corriendo a la finca de Luis Lafuente, a esperar que bajara por la acequia. Una vez se nos pasó y con algunos chicos mayores, que sabían por donde pasaba la acequia, fuimos hasta la huerta del conde, donde conseguimos cogerlo, aún con el resollo en el cuerpo. Nosotros siempre corríamos más que las aguas de la acequia de Jumanda. Cuando se tenía mucha sed se bebía agua de esta acequia y sin ningún reparo.

Todos los jueves después del recreo, mosén Inocencio venía a las escuelas. Un jueves visitaba las escuelas de los chicos y otro las de las chicas. Los chicos mayores, que acudían a la escuela de los mayores, que ocupaba el piso superior, bajaban a la nuestra, donde les hacíamos sitio en nuestros pupitres. El mosén preguntaba el catecismo y relataba unas preciosas historias, como el milagro de Santa Isabel, que al ser sorprendida por su padre, ordenancista y justiciero, los panecillos que llevaba escondidos en el sayo para unos pobres cautivos hambrientos, se convirtieron al instante en rosas, ante los desconfiados ojos de su progenitor.

Normalmente hasta que no se comulgaba, el padrino no te regalaba el reloj de muñeca, que sólo te dejaban llevar los domingos, pero por los más mayores, o quizá por simple intuición, o cansancio, o tedio, a eso de la una menos diez se comenzaba a guardar en la cartera el Parvulito, el cuaderno y el plumier. A la una menos cinco el maestro mandaba recoger y seguidamente y de pie se rezaba un corrido Padrenuestro, que ya se había rezado a la hora de la entrada y que nuevamente se volvería a rezar por la tarde, a la entrada y a la salida. A la una se salía para comer y se volvía a las tres, esta vez hasta las cinco de la tarde. Luego había un pequeño recreo al que seguía el repaso que era de pago. Mi madre siempre me apuntó al repaso, en el que diariamente se hacía un dictado, variadas operaciones aritméticas y algunos problemas.

Creo recordar que en segundo curso ya nos dieron algunos libros más y comenzamos a aprender las provincias españolas, las preposiciones, los adverbios, que eran muy difíciles, y los tiempos de los verbos, que ya entonces nos parecían casi imposibles de memorizar.

Algunas tardes el maestro sacaba a todo un curso al estrado, alrededor del gran mapa de España, que colocaba sobre su sillón, y con ayuda de una gran regla de madera, se debía señalar correctamente en el mapa las correspondientes provincias de aquellas regiones que el maestro tenía a bien preguntar a los escolares, que iban saliendo de uno en uno. Delante del mapa, que parecía entonces casi inabarcable, por su cercanía y su tamaño, las manos sudaban y la voz se quebraba por la inquietud y también por el miedo.
-Castilla la Vieja.
-Castilla la Vieja, ocho: Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid y Palenciaaaa...
-Murcia.
-Murcia, dos: Albacete y Murciaaaa.

Para los más torpes e inaplicados, el maestro nunca guardaba un rimero de lástima, un ovillo de clemencia, una parva siquiera de ternejón y de misericordia, y a la menor duda o confusión les cruzaba la cara varias veces con sonoros tortazos. Entonces los susurros de los otros escolares, ocupados en distintas faenas, cesaban, la escuela entera enmudecía y hasta los ángeles de la guarda se tapaban la cara o miraban para otro lado, como disimulando. Tres cuartos de lo mismo les sucedía a los que, una vez en el corro, se distraían mirando a las musarañas, o bien se despistaban con el compañero que se aprendía la lección en su pupitre. Entonces el maestro se acercaba con sigilo, cogiendo al pobre escolar en las nubes, que a traición recibía una buena somanta de palos a diestro y siniestro. Con la cara colorada y las orejas a punto de estallar, el escolar embobado, al que se le había ido el santo al cielo en un suspiro, debía aguantar algunas risas retozonas, mientras su impresionado corazón le iba a machamartillo, pum, pum, pum, pum..., y en sus oídos le zumbaba toda una enjambradera de zánganos.

El maestro también podía llamar sin previo aviso a dos o tres cursos al estrado, para preguntarles esta vez el catecismo. Una tarde, sin duda afortunada y también inolvidable por la hazaña, conseguí pasar a todos los chicos mayores de cuarto por saber de memoria lo que nadie conseguía recordar. La pregunta fue pasando de rebote hasta que yo definí con palabras prestadas, aquello que nadie parecía recordar.
-Orar es hablar con Dios, nuestro Padre Celestial, para alabarle, darle gracias y pedirle toda clase de bienes.
-Muy bien, pásales a todos.

Y me puse el primero, delante de todos los chicos mayores, que me miraban con toda la razón del mundo muy contrariados y con un cierto y no disimulado desaire.

Lo que realmente ocurría es que, a razón que íbamos subiendo puestos y cursos en la enseñanza, al ser cada vez mayores los conocimientos de las distintas disciplinas y mayor el esfuerzo para mantenerlos al día, al menor descuido éramos sorprendidos en un imperdonable fallo de memoria, que el maestro subsanaba de inmediato buscando la ayuda de un escolar de primer grado, que se sabía pronto y bien cualquiera de aquellas respuestas del catecismo que nosotros, ya lejana nuestra primera comunión, comenzábamos a olvidar, irremediablemente. Entonces el maestro nos ridicularizaba y ensalzaba con razón a David, que había vencido una vez más a Goliat. El escolar, derrotado en justa contienda y tocado en su amor propio, tomaba asiento con los ojos caídos y las mejillas a punto de estallarle.

Todas las mañanas de todos los sábados hábiles del año, los de tercero y cuarto curso copiábamos el Evangelio de la enciclopedia. Primero era conveniente elegir unas letras adecuadas para el título. Incluso hasta algún escolar aplicado disponía de un precioso catálogo con letras diferentes para utilizarlas en los encabezamientos, que era solicitado frecuentemente por todos. Luego se empleaba el tiempo en copiar y colorear el dibujo correspondiente lo mejor que se podía, y ya por último se transcribía el texto del Evangelio a lápiz y los mayores con bolígrafo, que era todo un lujo.

Los chicos más mayores de cuarto curso tenían a su cargo el llamado cuaderno de rotación, que el maestro guardaba como oro en paño en el armario, al lado del estrado. Tenía este nombre porque diariamente iba pasando de un alumno a otro, que estaba obligado a copiar la lección del día con esmero y diligencia, aunque la responsabilidad pesaba lo suyo y a veces jugaba muy malas pasadas.

En otras ocasiones el maestro explicaba la lección correspondiente y los escolares empleábamos la mañana en copiar el dibujo y el conciso comentario que lo acompañaba. Una tarde a la semana estaba dedicada a dibujo. Para ello los escolares comprábamos en la imprenta del pueblo unos cuadernos para dibujar, de hojas grandes, fuertes y en blanco.

Recuerdo que rondando ya la primavera siempre traían a la escuela un saco grande de leche en polvo de los americanos. El maestro lo comunicaba a sus alumnos poco antes de acabar la escuela por la tarde y para nosotros siempre era como el anuncio de un gran acontecimiento.
-Mañana se repartirá la leche en polvo de los americanos.
-¡Bien! ¡Bien! ¡Bien!...

Al otro día todos los escolares llevábamos en la cartera un vaso de aluminio, de cristal, o bien de plástico, mejor con tapadera, donde recoger nuestra ración de leche en polvo. Los bártulos se guardaban antes de hora y se pasaba por turno a aparar un pequeño cazo de leche. A la salida era conveniente poner la mano que quedaba libre sobre la boca del vaso, pues los chicos más pícaros y tunantes tenían la mala costumbre de meter a traición el dedo humedecido en los vasos ajenos, para chupar enseguida la leche aprehendida y de inmediato llevar a cabo nuevas tentativas.

Algunos chicos pedían permiso al maestro a eso de la media para la una, como decía mi abuela, porque debían llevar la comida a sus padres que trabajaban en el campo. Pero esta petición se repetía más en la escuela de las chicas. Recuerdo que un día fui con mi madre a llevar la comida a mi padre al campo, que estaba pasando el trillo por la tierra antes de sembrar. Aún me dejó montarme en el trillo tirado por el macho. Otro día fuimos andando hasta el olivar de la Cerrada, donde estaban cogiendo olivas. A mediodía todos los cogedores comían alrededor de la hoguera y enseguida continuaban con la faena, porque la tarde era en aquel tiempo muy corta.

En tiempo de Cuaresma y cercana ya la Semana Santa, el cura bandeaba antes de las tres para rezar las cruces por la iglesia. Y allí acudíamos todos los escolares, chicos y chicas. La verdad es que a los chicos nos gustaba ir a rezar las cruces alrededor del templo, para echarnos al suelo y de paso empujarnos y armar un estrapalucio considerable, al caer de hinojos sobre la tarima, cuando el cura recordaba las tres veces que había caído Jesús a tierra con la cruz a cuestas, camino del Calvario. Cuando llegaban las caídas y había que besar el suelo, los chicos se empujaban unos a otros a mala idea, se dejaban caer encima de sus compañeros y al momento de levantarse, se agarraban unos a otros por los pies.

El maestro nos animaba a frecuentar los santos oficios, sobre todo la misa mayor de los domingos, de lo que también se preocupaban nuestras madres, a asistir después al catecismo y a no faltar a las procesiones, ni a la reflexión final en la iglesia, una vez concluidas. En algunas ocasiones, en el preciso momento de entrar a la iglesia, ya de vuelta, como los chicos íbamos en vanguardia de la procesión, echábamos a correr como alma que lleva el diablo hasta conseguir doblar la esquina de Sarto, hacia la plaza. Y todo para evitar aquella tediosa y larga reflexión que seguía a todas las procesiones. Otras veces el maestro muy astuto se colocaba en la puerta y entonces no nos quedaba más remedio que entrar de nuevo a la iglesia y aguantar de mala gana toda la aburrida y ya postrera prédica del mosén.

En todos los oficios de Semana Santa los escolares llenábamos el coro y como aquellas celebraciones nos parecían en verdad interminables, el maestro y los catequistas se empleaban a fondo para mantenernos en silencio, empresa poco menos que imposible. Aquellas tardes de Martes, Jueves y Viernes Santo, después de la misa y antes de la procesión con san Juan, la Dolorosa, el Cristo con la Cruz y los judíos que lo azotaban, a los que los más curiosos miraban bajo las faldas de reojo y con un cierto disimulo, para ver qué llevaban, nos daba tiempo para merendar pan con chocolate, que era nuestra merienda preferida. La procesión del entierro de Viernes Santo, a última hora de la tarde y recorriendo esta vez todas las calles del pueblo, resultaba muy conmovedora. Recuerdo que me impresionaba mucho ver la imagen muerta de Cristo en su caja, que además exhalaba un olor fuerte y dulzón al mismo tiempo, en aquella recogida penumbra de la iglesia, mientras las mujeres con velo negro velaban de noche y de día al Santísimo.

Al llegar mayo las chicas llevaban flores a la escuela, cantaban todas las tardes a la Virgen y cosían en sus bordadores. Desde nuestra escuela y con las ventanas abiertas ya por el calor de las tardes, se podía escuchar aquel coro infantil que entonaba bellas salmodias a la Virgen.

Mientras tanto los chicos más holgazanes y habilidosos se entretenían en cazar moscas cuando se posaban sobre los pupitres, para guardarlas en un pequeño frasco de pastillas, al que previamente se le había agujereado el tape, para mantenerlas con vida. Luego se les cortaban las alas una a una y se dejaban listas para un curioso pasatiempo. Se preparaba un hilo de cobre de la luz, al que se le sujetaba en un extremo un carrito hecho de papel, y el otro se hincaba a la mosca que, en su lenta agonía, tiraba del carrito hasta su muerte. A veces ocurría que el maestro, pensándose lo peor, se levantaba de improviso del sillón y encontraba al muchacho con las manos en la masa. El maestro enfurecido mandaba al holgazán ponerse de pie y bajar las manos, pero el escolar remiso levantaba una y otra vez los brazos en actitud de defensa, protegiéndose la cara, cuando creía adivinar la verdadera intención del maestro de abofetearle. Ya había ocurrido en alguna otra ocasión que el escolar, al intentar defenderse con los brazos, blandía también el lápiz con la punta dirigida hacia el maestro, para que al golpearle recibiera un buen pinchazo. Si ocurría esto último el maestro se enfurecía aún más y entonces llegaban los castigos, repetir mil veces la lección, hacer multiplicaciones inacabables, llamadas potencias, además de aguantar todo el tiempo de rodillas con los brazos en cruz o mirando hacia la pared, pasando de inmediato al banco de los torpes, de los renuentes, de los incorregibles y de los recalcitrantes, que no eran pocos.

Los escolares de entonces teníamos mucho miedo al inspector de escuelas, aunque posiblemente menos respeto que el que parecía tener el maestro. Un buen día el maestro recibía una carta o un telegrama confirmando su visita. Un día antes lo comunicaba muy serio a la clase, exigiéndonos que al oír llamar a la puerta, nos pusiéramos de inmediato de pie y en completo silencio. Entonces nosotros, sabedores que el maestro nos pediría también el cuaderno, lo revisábamos de principio a fin. Si encontrábamos alguna hoja que guardaba escrita alguna broma del compañero, o simplemente tenía demasiados borrones, era preciso cortarla, empresa nada difícil si el cuaderno era de los llamados de espiral. Si por casualidad al cuaderno le faltaban unas pocas hojas para acabarlo, era mejor deshacerse de ellas y comprar ese mismo día uno nuevo en la imprenta. Así se evitaban males mayores.

El día de la visita, el maestro no se cansaba de repetir una y otra vez la advertencia de levantarse en silencio, al oír llamar a la puerta de la escuela. Además pedía a todos los escolares sus cuadernos, que iba colocando en su mesa en altas piras, ordenados por cursos. Muchos de aquellos cuadernos se habían inaugurado precisamente aquel mismo día, cosa que dejaba un poco perplejo y pensativo al maestro. Esperando pues una de aquellas visitas del inspector, aquella misma mañana llamaron varias veces a la puerta y la clase por inercia se levantaba en silencio, sin osar mirar hacia atrás, hacia la puerta. Una vez fue el alguacil que traía una nota del Ayuntamiento y un pozal nuevo para llenar la estufa de serrín. Otra vez fue la madre de un escolar que traía al maestro media docena de peras. Y ya por último fue el inspector, que vestía invariablemente traje oscuro y se hacía mucho de respetar. El maestro lo saludaba muy amablemente, mientras mandaba sentarse a los alumnos, que guardaban un respetuoso silencio. Recuerdo que el inspector ocupaba la mesa del maestro y revisaba los cuadernos de los escolares uno a uno. Alguna vez también preguntaba a los alumnos, pero el maestro que conocía bien el percal, llamaba a los más listos y aplicados, que inmediatamente se ponían en pie y provocaban con sus acertadas respuestas una sonrisa de aprobación por parte del maestro. En una ocasión me preguntó por mi cuaderno y yo no me lo pensé dos veces:
-Me se acabó ayer, don César.
A lo que el maestro me corrigió severamente.
-Se, me, se, me. La semana antes que el mes. Siéntate.

La visita del obispo fue igualmente un hecho trascendental para el pueblo. A los escolares nos mandaron colorear una bandera patria para hincarla o pegarla a un palo o a una caña con pegamento del elefante, que se vendía en el estanco, en unos tubos que, una vez abiertos, había que tapar introduciendo un alfiler hasta la cabeza. Aquella misma tarde de la visita todos los escolares, muy bien peinados y perfumados, fuimos saliendo en fila de las escuelas, haciendo ondear nuestras banderas por las calles, hasta la entrada del pueblo. Las chicas iban por una acera y los chicos por la otra, siempre separados, como ocurría en la iglesia y en las procesiones. El obispo llegó en un seiscientos blanco y con retraso. Entonces los escolares comenzamos a ondear las banderas, gritando: "¡Viva el obispo! ¡Viva el obispo!". Una vez en la iglesia, el obispo, en presencia de la señora del alcalde, vestida de luto riguroso, confirmó a todos los chicos y chicas en edad de recibir este sacramento. A mí no me llegó porque aún no tenía la edad.

Los chicos mayores llevaban días mofándose de aquellos que iban a ser confirmados, asegurando entre bromas que en la acción de confirmar, el obispo daba un pequeño cachete, mientras repetía: "El obispo de Tarazona, para que te acuerdes, toma".

Otra tarde fuimos a esperar a mosén Inocencio al peirón de San Antonio, a la misma entrada del pueblo, donde funcionaba una pequeña fábrica de gaseosas de pitón y de sifones. El cura de la parroquia había muerto en un accidente de coche en Valencia, en una visita que hacía a la ciudad. Según habían contado en casa, al mosén se le había abierto la puerta del coche por algún motivo, saliendo despedido a la calle. Al caer se dio con la cabeza en la acera, lo que le causó la muerte. Aquella tarde que se esperaba al coche fúnebre no hubo escuela y a todos los escolares de las escuelas de niños y de niñas nos llevaron en fila a la entrada del pueblo a recibir al cortejo fúnebre. Pero la tarde fue pasando sin que ningún coche cruzara por aquella desierta carretera. Y los chicos, cansados y aburridos, comenzamos a enredar entre nosotros, a tirarnos chinas, a meter un palo por los agujeros de la pared de adobes, donde buscaban cobijo las abejas, a salir de la fila para mear y gritar ordinarieces, mientras otros chicos se iban a beber agua a la fuente.

Al final de la tarde, como no llegaba el coche fúnebre, algunas madres nos trajeron la merienda, mientras nosotros nos perseguíamos ya entre la gente que fumaba sin parar y hablaba y hablaba en corrillos. La tarde pardeó y como nadie venía, las autoridades creyeron conveniente dar fin a aquella larga espera.

Al día siguiente y a la misma hora de la tarde, muy bien peinados y aseados, fuimos de nuevo a esperar a mosén Inocencio al mismo sitio. Después de algún tiempo de espera, llegó primero un coche con la familia y detrás la funeraria. Mosén Inocencio tenía una hermana casada que vivía con él en el pueblo y tres sobrinos. Uno de ellos estudiaba con nosotros en la escuela del recreo y el maestro, por aquello de la estricta disciplina, que seguramente le había solicitado su tío el mosén, le arreaba al menor descuido y a toda ocasión unos bofetones tremendos que parecían más bien bandeos de campana. El maestro también pegaba con saña al hijo del practicante, que siempre iba muy bien peinado y gastaba flequillo. Con los bofetones a dos manos, recuerdo que el flequillo le iba de un lado para otro, acompasadamente. La educación de entonces era así como cuento, siguiendo a rajatabla aquella máxima que aseguraba que la letra acababa por entrar mal que bien con sangre y bofetones.

Pues bien, el cuñado de mosén Inocencio tenía una enfermedad en los ojos, o más bien en los párpados, que no conseguía mantener levantados. Cuando pasaba a comulgar, apoyado en el brazo de su mujer, recuerdo su gesto, repetido una y mil veces, de levantarse con la mano los párpados desmayados. Recuerdo también que a pesar de aquel impedimento, un domingo fue al cine porque trabajaba un hijo suyo que era actor. Se llamaba Manuel Gil. Recuerdo también que en aquella película, su hijo corría muy angustiado por las oscuras galerías de las alcantarillas de una gran ciudad, seguramente al ser perseguido por alguien. La película era en blanco y negro, pero no puedo recordar su título. Sí recuerdo, en cambio, el título de otra película que debió impresionarme mucho, "Hércules contra los Hijos del Sol", que comenzaba con un sacrificio humano.

La iglesia, aquella misma tarde del entierro de mosén Inocencio, estaba a rebosar. Los escolares nos tuvimos que sentar en las escalerillas del púlpito o donde pudimos, porque no había ningún asiento libre en los bancos. Al final de la misa los vecinos dieron el último adiós a mosén Inocencio, pasando delante de la caja. Una prima mía me cogió de la mano y pese a mi negativa me pasó por delante. A la salida me preguntó:
-¿Lo has visto?
Yo, como no iba a ser de otra manera, mentí.
-¡Claro, tonta!

La iglesia, con todas aquellas variadas celebraciones que se iban sucediendo a lo largo del año, parecía un teatro, donde se representaban comedias, dramas y tragedias, según. Allí se rezaba, se confesaban las culpas, se pedía perdón, se escuchaban sermones morales y tremendistas, se sacaban almas del purgatorio, se casaban los novios, se bautizaban los infantes, se despedían los duelos y se clamaba por la conversión de los infieles y por la salud del Caudillo. Al llegar los días más solemnes se levantaban altares a los santos y a las vírgenes, muy bien adornados con manteles bordados y jarrones con lirios y gladiolos blancos, se sacaba el palio, el incensario, las banderas, los estandartes, las peanas y las varas de las distintas cofradías, se componía el fastuoso monumento de cartón para la Semana Santa, al tiempo que se cubrían todos los retablos con cortinas moradas, se colgaban uvas a la peana de San Roque, roscones a Santa Lucía y albahaca a la Vera-Cruz, y se colocaba una alfombra de color rojo Burdeos en la plaza, donde se levantaba un altar el día del Corpus, y las niñas vestidas de primera comunión lanzaban por las calles pétalos de rosas. Las mujeres iban a todo tiempo con velo y manga larga, con diferentes medallas y escapularios al cuello, según la ocasión. Para las fiestas más solemnes las congregaciones y cofradías pagaban a los oradores sagrados, la música, los cohetes y hasta el vino que se repartía a la salida de la misa, mientras bandeaban las campanas. Mentiría ahora si dijera que no me gustaba el ceremonial de la iglesia, las casullas bordadas con hilo de oro, el olor del incienso, el palio llevado por seis hombres justos y muy serios, las palabras altisonantes de los oradores, el ritual litúrgico con sus genuflexiones, peticiones, golpes en el pecho, señales de la cruz, consagraciones, copas, campanillas, alfombras, oraciones y palabras en latín, como si se tratara de un mágico conjuro. Pero a pesar de este encandilamiento nunca quise ser nonaguillo, quizá por vergüenza, por respeto o por miedo.

Uno de los días preferidos por nosotros era el Domingo de Ramos. En la plaza se amontonaban los ramos de olivo para el vecindario, que todos los años mandaba bajar el señor conde de su olivar de la Aldehuela. Los muchachos de entonces cogíamos uno acorde con nuestro rango, o bien lo llevábamos ya de casa, debido a esa legítima decencia que parece cundir entre la gente sencilla y muy escrupulosa en aceptar algo de los demás. El cura llegaba a la plaza vestido para la ocasión, bendecía los ramos y se marchaba a la iglesia en procesión. Durante toda la misa los ramos se mantenían levantados, a pesar de las protestas. Los muchachos llevábamos a cabo verdaderas contiendas de ramos, golpeando con ellos a todo el mundo, queriendo o sin querer, y poniendo el ojo colorado al que menos culpa tenía.

Todos los sábados a toque de cinco se dejaban los juegos en la plaza y se iba corriendo a la iglesia a confesarse. Los chicos confesábamos nuestras inocentes barrabasadas por el centro del confesionario. Las chicas lo hacían a través de dos pequeños ventanales con celosías, dispuestos a ambos lados de la garita, que se cerraban por dentro con contraventanas y pestillos. Era costumbre que pasara alternativamente un chico y una chica, quizá para no aburrir tanto al confesor. Todos guardábamos nuestro turno sentados en los bancos, cerca del confesionario, pero en todo caso muy atentos, no fuera a colarse algún listillo. Cuando ya éramos el próximo para confesar nuestras pequeñas culpas y remordimientos de conciencia, nos preparábamos como para coger carrerilla.
-Ave María Purísima.... He desobedecido a mis padres y he pegado a mi hermana...
-Jesucristo nos dice que debemos respetar a nuestros padres y querer a nuestros hermanos. Reza un Padrenuestro, un Ave María y un Gloria. Ego te absolvo...

Los domingos raramente faltábamos a la misa mayor, al cine de las cinco, si era tolerada, y al carrito de la Vajillera, donde comprábamos con las propinas tebeos del Capitán Trueno, chicles de chicos, porque también los había de chicas, pipas, pepinillos y cebolletas en vinagre, castañas, mandarinas y carquiñoles.

Cuando llegaba el buen tiempo jugábamos en la plaza al marro y a las chapas, y en el recreo que era de tierra a los pitones, por las calles a tres navíos por el mar, otros tres los buscarán..., y a otros juegos que se imponían a temporadas como las agujas de cabeza bonita, con las que se pedían capices o traviesas, y se guardaban hincadas en un práctico estuche fabricado con hojas de periódico, convenientemente dobladas y ensambladas, a policías y ladrones, al pañuelo, al aro y a la peonza, a churro, media manga o manga entera, a la pelota en alto y al escondite.

En la escuela, al acabar el curso, se hacía un examen final y a los pocos días el maestro entregaba el libro de escolaridad, en el que venían registrados nuestros progresos, nuestro aseo y nuestra conducta. Al acabar el cuarto curso, ya con diez años cumplidos, tuvimos que dejar aquella escuela con su mapa de España, su bandera, su cuaderno de rotación, los dictados, el repaso, las lecturas de aquellos libros que relataban la gloriosa defensa del Alcázar de Toledo, los cuadernos de dos líneas, los viejos y chirriantes pupitres y la pizarra donde el maestro copiaba los adverbios de lugar, de tiempo y de modo. Entonces mi madre, en contra del sentir mayoritario de otros padres, me hizo estudiar el bachiller por libre, recibiendo las enseñanzas del maestro de la escuela de los mayores, que se atrevía a dar las clases normales a los escolares y luego, a última hora de la tarde, explicarnos las Ciencias Naturales, la Geografía, la Lengua, las Matemáticas, los Trabajos Manuales y el idioma moderno, que entonces era el francés. De gimnasia no aprendimos nada y así nos fue en el examen de junio en el Instituto.

Aquellos bachilleres imberbes y supersticiosos, seguramente para curarse de espanto, copiaban con letra de pendolista aplicado, en un extremo de la primera página de todos sus libros, una piadosa jaculatoria que decía: "Virgen Santa, Virgen Pura, haz que apruebe esta asignatura". Aquel año de estrenada bachillería, los noveles bachilleres que estudiábamos por libre en el pueblo, sufrimos molestas diarreas los días que tuvieron lugar los exámenes en el Instituto comarcal, algunos desprecios y no pocas dudas y contratiempos, que al final se tradujeron en otros tantos suspensos. La escabechina fue alarmante, pero entonces nada parecía preocuparnos demasiado. En aquel tiempo no había psicólogos disponibles y nosotros pasamos el resto del verano bañándonos en la acequia como si nada y acudiendo por las tardes a la escuela al repaso. Algunos sábados por la tarde, cuando ponían una película de Marisol por la televisión, el repaso quedaba aplazado. En aquella ocasión el maestro muy prudente había aconsejado a mi madre que no echara más leña al fuego, ni que se disgustara más de la cuenta, ni que levantara la voz, porque podía ser contraproducente, pero en septiembre, sin que el maestro pudiera explicárselo muy bien, aprobé todas, o sea la media docena de asignaturas suspensas en junio, a pesar de que se trataban de las temibles tres marías y de casi toda la corte celestial. En el segundo curso del bachiller continuamos estudiando en el pueblo por libre, pero ya al aprobar todas las asignaturas en septiembre, que aquel año sólo fueron dos, el dibujo y el francés, el maestro se rindió, pretextando el alto nivel que tenían las asignaturas de tercero. Entonces fue cuando mis padres me llevaron interno a un colegio de curas y mi madre encargó al sastre dos pantalones largos, uno para los domingos y otro para el resto de la semana.

Mentiría ahora si dijera por lo bajo que no hubo algún momento en el que llegué a abominar con todas mis fuerzas esta enseñanza partidista, mezquina, culpabilizadora, que nunca contó las cosas como habían ocurrido en realidad, objetivamente, sin falsos pudores, sin objeciones de ningún tipo, sin miedos, sin atavismos, sin omisiones y por supuesto sin mentiras piadosas. Fuimos educados siempre en el temor, teniendo por héroes y modelos a Franco, José Antonio, Guzmán el Bueno, Viriato, Cristóbal Colón y los niños Justo y Pastor. Pero entonces las cosas se aprendían sin ningún reparo, sin saber aún de bandos, ideologías, muertos, venganzas y destierros. La guerra civil, aunque quedaba reseñada en nuestro Parvulito, era algo lejano y nunca nos preocupó ni mucho ni poco, esa es la verdad. El tiempo todo o casi todo lo torna amable y memorable, también los cielos de la primera memoria, los libros, los juegos, los pecados, la escuela y el repaso a la luz amarillenta de las bombillas. Luego como ya dije llegaron en reata los curas, el internado, el instituto, los suspensos, las faltas de asistencia, las dudas, la hombría, el bigote, las derrotas y la más inútil de las rebeldías, la ingratitud.

En verdad que fuimos escolares en un país de grandezas perdidas, ensoberbecido, meapilas, inculto y atrasado, pero nunca imaginamos que las cosas no podrían ser por mucho tiempo como eran entonces, los buenos, buenos, los malos, muy malos, el cielo siempre azul, el agua fresca, España, una unidad de destino en lo universal, el infierno en llamas, el ángel de la guarda y el diablo negro y con rabo siempre discutiendo, el olivar del conde, el banco de la iglesia del conde, el molino de aceite del conde, el palacio del conde, la Aldehuela del conde y casi todo Madrid del conde. Verdaderamente creo que los niños son felices o infelices en cualquier rincón del mundo por igual, yendo o no a la escuela, teniendo pocos o muchos juguetes, siendo hijos de padres ricos o pobres, merendando pan con chocolate o chocolate con pan. Es lo mismo. Eso sí, cada tiempo guarda a buen recaudo, tras la puerta cerrada del olvido, sus inocencias y tropelías, sus idealismos y fraudes, sus insatisfacciones y renuncias, sus justas mezquindades y disposiciones varias. Y tan humano es la prevención como la nostalgia, la simple y detallada evocación de nuestros recuerdos imborrables. Basta sentarse un momento al sol, cerrar los ojos y abrir a hurtadillas esa puerta atrancada con la llave de nuestra memoria, para conseguir entrar de nuevo, aunque sea de rondón, a un tiempo ya lejano en el que fuimos felices sin más, a pesar de todo y de todos, a pesar de los miedos, a pesar de las mentiras, a pesar de los castigos, a pesar del infierno, a pesar de los adverbios de lugar y de modo, a pesar de los verbos, a pesar de haber perdido a las chapas y a las perras gordas, a pesar de los dientes de leche, de las anginas, de los jarabes, de las pastillas de tragar, de la fiebre y de los siempre dolorosos retortijones de tripas, poco después de haber comido un buen puñado de domasquinos aún verdes.

De Memoria de Elefante, 2008

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