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Gracián y el simbolismo

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS | La figura y obra de Baltasar Gracián sigue dando que hablar, sobre todo a causa de su ambigüedad o ambivalencia, de su barroquería y retorcimiento mental. El jesuita aragonés se muestra en su vida y obra tan religioso como profano, y tan ortodoxo como heterodoxo. De aquí que sus intérpretes se dividan, acentuando unos su religión y cristianismo, mientras que otros hacen hincapié en su secularidad o laicidad. Entre los segundos se encuentran Alain Milhou, Aurora Egido y otros; entre los primeros José María Andreu y Jorge Ayala entre otros.

Por mi parte, quisiera mediar en esta disputa no solo aragonesa sino universal, desde la perspectiva de una hermenéutica simbólica. Tengo la desventaja de no ser un especialista o experto en Gracián, pero ello me confiere una mayor apertura o libertad interpretativa: el no ser "graciano" me abre la puerta a una actitud gracianesca y simbólica, recreadora y recreativa. A continuación nos centraremos especialmente en el reciente discurso de A. Egido en su ingreso en la Real Academia "La búsqueda de la inmortalidad en las obras de B. Gracián", ya que nuestra disputa se centra en esta cuestión de la inmortalidad en su doble clave religiosa y secular.

1 (Inmortalidad literaria)

En su discurso académico, A. Egido estudia la obra graciana como un peregrinaje humanizador, el cual parte de una situación inicial de dispersión en el mundo hasta una situación final de reubicación moral. La existencia es un enigma y un jeroglífico a descifrar, un laberinto cohabitado por el minotauro de la muerte en cinta, del que hay que tratar de escapar "toreándolo" con agudeza e ingenio, argucias y cautelas sin fin. La vida es un engaño o engañifa, de la que hay que desengañarse a través del hilo conductor de la sabiduría. Este hilo sapiencial se funda en la virtud o el valor, y se enhila o trenza con la prudencia y la discreción. Según nuestra académica, el heroísmo moral de Gracián tiene como paradigma o modelo a Hércules, el héroe pagano de la vida ardua y ardiente en pos de la excelencia. Pero nuestro jesuita se apoyaría también obviamente en la heroicidad propia de la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola bajo el lema "A mayor gloria de Dios (Ad maiorem Dei gloriam)". El teólogo dominico Melchor Cano consideraba que esa gloria de Dios jesuítica lo era también del propio hombre jesuita, de modo que cabría hablar de una obra de Dios como obra del hombre, o sea, de cierta vanagloria. Así que en el caso de B. Gracián, cabría traducir la divisa ignaciana como "A mayor gloria del yo (Ad maiorem mei gloriam)", siempre de acuerdo con sus críticos y opositores. En cualquier caso, la gloria del Dios se solapa con la gloria de su Dios, un Dios que en Gracián sería una especie de Logos apropiado.

En la interpretación de A. Egido, Gracián resulta un jesuita mundano y racional, que se distancia de la ortodoxia jesuita en nombre de una heterodoxia idiosincrásica de carácter humanista y de signo grecolatino. Al principio nuestro literato intentaría casar la virtud y la sabiduría con la felicidad y la fama, hasta que desengañado del mundo reafirmaría la perennidad o inmortalidad del auténtico héroe, basada en la obra excelente sea política o social, sea estética o literaria. Un tal héroe adquiere una auténtica fama espiritual digna de sus hazañas, una fama frente a la infamia, una fama trascendental e inmarcesible fundada en el mérito frente al demérito.

Nos las habemos entonces con una inmortalidad "dichosa". Y es dichosa porque su felicidad espiritual se basa en los dichos que certifican o cercioran los hechos excelsos. La escritura sería aquí el signo definido y definitivo de la inmortalidad así escriturada, la objetivación de lo subjetivo y la permanencia de la palabra volátil. La tinta es la sangre de la inmortalidad, una tinta-sangre que podríamos considerar propia del dragón o minotauro alanceado por el héroe o escritor con su lanza, a modo de pluma mojada en su costado herido de muerte. De esta guisa, triunfaría el héroe sobre el monstruo, la inmortalidad sobre la muerte, y el escritor en su escritura.

2 (Inmortalidad religiosa)

La exégesis de A. Egido sobre la vida y obra de B. Gracián resulta clásica, acaso demasiado clásica, ya que se reproduce el mito tradicional maniqueo del héroe que vence o supera al dragón de la muerte. Pero, claro, al dragón de la muerte no lo vence literal o propiamente nadie ni nada, si acaso impropia o simbólicamente. En todo caso, convendría no olvidar que esa sangre-tinta del dragón, en la que moja su lanza o pluma el escritor, es materia mortal. Esta misma mortalidad afecta a la memoria colectiva de la humanidad, que trata de salvaguardar la obra u obras humanas. Y es que la inmortalidad de la fama resulta mortal, lo mismo que la presunta perpetuación del hombre en el mundo.

Gracián es demasiado perspicaz para darse cuenta de esta última trampa de la inmortalidad, por eso ironiza al final de El Criticón sobre la inmortalidad de la fama que sobrevive en los airecillos del aplauso. La fama es fumo/humo, y la memoria del hombre es tornadiza y contingente. Precisamente por ello el jesuita escribe in extremis, al final de su vida, una última obra, la única que considera propiamente suya, titulada El Comulgatorio, en la cual ya no proyecta la inmortalidad afuera, en el humo de la fama, sino que la retrae adentro, en el fuego sagrado del alma. La trascendencia exterior de la fama revierte en trascendencia interior o intratrascendencia, de modo que la anterior proyección de la escritura revierte aquí en introyección de la Escritura sagrada, en cuyo Libro se recolectan y trascienden todos los libros. La exterioridad del sentido se convierte finalmente en interioridad, ya que Gracián concibe la Eucaristía ya no como un signo externo o mero símbolo literario, sino como un símbolo real o sacramental interno. La eucaristía es manducación y transustanciación, asimilación y metabolismo del sentido existencial a través de su religación mística; una mística carnal o encarnatoria de simbólica católica. En El Comulgatorio la persona humana se define como alma, la cual sobrepasa la finitud en infinitud, la inmanencia en trascendencia y el tiempo en eternidad. El amor cohabita el alma religiosa o religadamente, y el amor es el afecto que supera y suplanta los efectos meramente efectistas propios de la escritura profana y de la inmortalidad libresca.

Aurora Egido comenta con toda razón, aunque sin tanto sentido, que El Comulgatorio es otra cosa, una obra especial de circunstancias, escrita al final piadosamente para defenderse de las críticas inquisitoriales de los jesuitas a su secularismo profano. Pero eso sería desconocer el testarudo carácter del literato aragonés, así como minusvalorar su intimidad y profunda religiosidad, tal y como se advierte ya en su dictum de Agudeza: "quien dice misterio dice preñez, verdad escondida y recóndita". La propia A. Egido acaba ponderando el realismo religioso de Gracián al compararlo con el realismo simbólico de G. Steiner en su obra "Presencias reales": un realismo simbólico frente al mero simbolismo literario, un simbolismo real o realista de inspiración católica que se yergue sobre el mero simbolismo protestántico o libresco.

3 (Profano y cristiano)

Estudiemos ahora sucintamente el simbolismo graciano, para tratar de aclarar la posición de nuestro autor al respecto del realismo religioso, así como del irrealismo o surrealismo meramente literario (irreligioso).

Es verdad que la gran obra de B. Gracián es literaria y profana, humanista y antropológica, pero precisamente El Comulgatorio nos da una clave fundamental, aunque no fundamentalista sino profundamente simbólica, como ya adujera José Luis Aranguren. En efecto, si en su obra profana nuestro autor proyecta un simbolismo alegórico de carácter moral, en El Comulgatorio introyecta un simbolismo religioso de carácter religador. El medio o centro que Gracián busca filosóficamente sin acabar de encontrarlo, lo acaba percibiendo interiormente como concentración anímica. La sanidad mental predicada y practicada en su juventud, se hace sabiduría mundana en la madurez y acaba nimbada por cierta santidad en la vejez. Una santidad ciertamente no beata sino religiosa o religada, una santidad que es sacralidad, un afecto interior sobre el mero efecto exterior, una religiosidad no ajena al religioso Gracián. En la tradición alemana hay una figura religiosa que convendría bien a nuestro jesuita, y es la del sacerdote del mundo o sacerdote mundano (Weltpriester). Es cierto que es un jesuita, pero un jesuita secular aunque no secularizado, un fraile o religioso aunque al estilo abierto de Fray Luis de León, un católico en el sentido de universal a lo Erasmo. Por todo ello quisiera mediar en la disputa o disputación graciana, coafirmando en nuestro autor lo profano y lo sagrado, lo religioso y lo secular, lo pagano y lo cristiano, lo católico y lo protestántico. La ambigüedad retorcida de Gracián se torna ambivalencia fructífera, es decir, doble valencia religiosa y laical, con su doble artificio secular y sagrado, protestante y católico. Nuestro autor siempre ha buscado la gran mediación, y resultaría antigracianesco colocar su vida y obra en algún extremo, ya que está presidida por una especie de equilibrio que se desequilibra y reequilibra homeostáticamente. Aurora Egido habla de la religiosidad laica y del laicismo moral en Gracián, pero conviene completarlo con su laicismo religioso y su moral cristiana. Nuestro autor es un humanista cristiano que, procedente del renacimiento, accede a un trenzado barroco entre la paganía y la cristianía.

4 ( Realidad y simbolismo)

Desde nuestra hermenéutica simbólica, la clave interpretativa de B. Gracián por lo que hace a su religiosidad o irreligiosidad, está en el simbolismo. A nuestro entender, el simbolismo graciano se sitúa entre los extremos del dogmatismo religioso y del dogmatismo irreligioso, en el punto medio, medial o mediador de los contrarios, en una postura ambivalente por lo que concierne al tema decisivo del tiempo y de la eternidad, de la vida y la trasvida, la inmanencia y la trascendencia. En efecto, para nuestro autor la realidad es inmanente, pero significa y transignifica un sentido que la trasciende simbólicamente. Esto quiere decir que la realidad graciana es realmente simbólica, de modo que es entitativa o real aunque atravesada por el ser o sentido interior. Este sentido interior comparece en el hombre como persona, en el que "persuena" como en un microcosmos toda la realidad dada, la cual recibe así un plus de significación humana, un sentido que resuena en el alma del hombre a modo de almario o sagrario del enigma o misterio de ser.

A este respecto, Aurora Egido ha captado bien el carácter laberíntico de la obra graciana, un laberinto que alberga en su centro o fondo el minotauro de la muerte. Ahora bien, la clave del laberinto no está simplemente en evitar el minotauro de la muerte o en "torearlo" literariamente, sino en asumirlo religiosa o religadamente como el contrapunto musical de la vida. Como mostrara Karl Kerényi en sus "Estudios del laberinto" en el Círculo Eranos, la vida es un laberinto que alberga la muerte, la cual debe ser asumida iniciáticamente a modo de endosamiento simbólico. Un tal endosamiento es iniciático, ya que se trata de un endosamiento simbólico que inicia en el "endiosamiento" religioso, en el sentido de que la vida que asume la muerte resulta inmortal: un mitologema pagano típicamente órfico-dionisiano que arriba al mismísimo Dios cristiano asuntor de la muerte.

Aquí yace a mi entender la visión ambigua y ambivalente de Gracián, el cual afirma la vida en la muerte, considerando así a la muerte como la puerta de la vida: descanso eterno. La muerte nos sitúa efectivamente en el trastiempo, en un vacío o vaciado que no es la nada literal sino la nada simbólica (requies aeterna). El simbolismo de la realidad la reconduce a una transrealidad abierta, apertura que Gracián afirma al final de su obra más pagana: El Criticón. Se trata de una obra abierta, en el sentido de U. Eco, pero de una obra abierta simbólicamente a la trascendencia, sin empero encerrarse en ella literal o asimbólicamente (dogmáticamente).

5 (Muerte inmortal)

El caso es que el simbolismo es eterno o trastemporal, arquetípico o arquetipal, como mostraron C. G. Jung y G. Durand, y esa simbólica transignificativa abre y no encierra, traspasa la realidad histórica axiológicamente. Aquí radica el espíritu religioso, en la afirmación de un sentido simbólico, latente y latiente, en la realidad cósica. Este sentido sagrado de la existencia obtiene una connotación humana o humanizadora, como lo ha visto bien el humanismo clásico-cristiano. Frente a la mera inmortalidad de la tinta y el papel, basada en meros signos escriturarios, Gracián coafirma una inmortalidad simbólica del sentido, fundada en la simbólica religiosa de la Escritura sagrada. Gracián no es entonces un mero semiólogo, sino un simbólogo, no un mero aforista efectista sino un escritor afectivo por cuanto afectado. Ya en su obra juvenil El Héroe, nuestro autor propugna abrirse al infinito pareciéndose a él, ya que no es posible al hombre el serlo: pero el parecer es ahí un signo del aparecer, así pues un símbolo de la apertura al ser-sentido.

Como es consabido Gracián afirma especialmente en su obra capital El Criticón la trascendencia inmanente tras la muerte: "Ninguno aparece hasta que desaparece, no son aplaudidos hasta que idos; de modo que lo que para unos es muerte, para los insignes es vida". La exégesis típica/tópica vuelve a interpretar este texto en pro de la trascendencia inmanente de la fama, pero puede muy bien interpretarse en pro de la muerte como inmortal o inmortalizadora, pues "que no hay cosa más inminente a la muerte que la vida inmortal" (ibídem). He aquí que Andrenio y Critilo, los héroes peregrinantes de esta obra, no encuentran a su madre y esposa respectivamente en esta vida, sino que queda abierta a la otra. Ahora bien, en la otra vida nos reencontramos con la Madre Natura, siquiera trasfigurada a través del camino iniciático de la cultura humana.

Sin duda, una tal madre natura responde al ideal pagano; pero se trata de una madre naturaleza enculturizada y, por lo tanto, sobrenaturalizada por el hombre a imagen del Dios. No olvidemos que en Gracián la cultura supera a la naturaleza, mas la sobrenaturaleza supera a la naturaleza y a la cultura. De este modo el signo supera a la cosa, pero el símbolo supera a la cosa y al mero signo: transignificativamente, o sea, en dirección al sentido postulado religiosa/religadamente.

6 (Vida y trasvida)

Convenimos con A. Egido que, en el texto capital de nuestro autor El Criticón, se afirma una religiosidad secular que finalmente queda abierta y flotante. Pero esta apertura y flotación no es solo literaria o receptiva, sino a nuestro parecer ambivalente: profana y religiosa. Y es que "todo divino es muy humano", pero todo humano está atravesado por lo divino siquiera platónico-cristianamente.

Si el amor está atravesado por la muerte, como dice nuestro autor, la muerte aparece atravesada por un amor trasmortal (el eros platónico y el amor cristiano). Si el vivir está atravesado por el desvivir, el desvivir nos salva del engaño de vivir. Finalmente la muerte nos salva de la vida, a modo de salvoconducto a una trascendencia abierta simbólicamente. Así que paradójicamente la vida es mortal, pero la muerte nos inmortaliza: "en el mal estuvo el bien". Por eso la escritura es mortal o mortuoria, pero en su momificación preserva la vida embalsamada, apergaminada o amortajada, lo mismo que el auténtico parecer preserva el ser como aparecer. Es que "todo va al revés", la vida va al revés de la vida y la muerte va al revés de la muerte: "que las cosas del mundo todas se han de mirar al revés para verlas al derecho". Por eso es mejor "morir para vivir que vivir para morir". El desprecio graciano de esta vida significaría un aprecio límite de la muerte, no como mortífera sino como trasvida. Por ello la escritura es el signo literario de la muerte viviente, así como la Hostia sagrada es el símbolo religioso de lo muerto vivificante. Pero mientras que la escritura es solo memoria trascendental, la eucaristía es memorial transcendente.

En el fondo esta vida es apariencia de otra verdadera, sombra entitativa del ser sustancial. Al leerlo todo al revés, como quiere el maestro Gracián, esta vida de apariencia es aparición patente de otra vida latente, representación de una presencia ausente pero latiente, accidente terrestre de una sustancia celeste de carácter platónico-cristiano. Intrigantemente nuestro autor acaba ponderando al final de su obra El Criticón "la vida en la muerte", en medio del "teatro de la fama".

A los hombres no les gusta la muerte porque no les gusta la paz, dice certeramente J. Mercanton. Pero tras su guerra o milicia contra la malicia, B. Gracián busca la paz (ex bello pax): es la paz perpetua simbolizada por la buena muerte o el buen morir. Nuestro literato no pudo escribir su libro sobre el bien morir -ars moriendi-, pero escribió sobre la muerte como desengaño final o escatológico del engaño vital o escatológico (excrementicio).

7 (Conclusión final)

B. Gracián proyecta en El Criticón la inmortalidad y la paz perpetua a la sombra de libros e imágenes, signos y escrituras, librescamente, mientras que en El Comulgatorio introyecta el descanso eterno como liberación o trascendencia interior. Esta intratrascendencia está simbolizada por la comunión del Infinito en la confinitud del sacramento de la Eucaristía. En la eucaristía el hombre come al Dios y es comido por este, de modo que el infinito y la finitud comulgan asimétricamente, por cuanto el hombre comulga al Dios que lo comulga.

La Hostia sagrada comparece finalmente como la "Ostia" simbólica y real, la puerta real o regia abierta a la trascendencia: una trascendencia que nos posibilita la adormición en la divinidad o deidad: "el dormir en Dios".

Mientras que el simbolismo mayoritario de nuestro autor es literario y moral, desembocando en El Criticón, el final simbolismo graciano de El Comulgatorio resulta religioso y sacramental, real o realista, en el sentido de las "presencias reales" de George Steiner. El Criticón es la última crisis o crítica semiótica del mundo, El Comulgatorio es la última afirmación simbólico-real (religiosa) del mundo abierto al trasmundo, la trasvida y la trascendencia.

Así que lejos de ser un estrambote estrambótico, El Comulgatorio sería la clave simbólica del sentido graciano o gracianesco de la vida, la heterodoxia de su propia heterodoxia, la vuelta de lo reprimido y oprimido por su propia progresía. La cual progresía progresa aquí regresando, pues como decía el viejo Chesterton, no hay mayor heterodoxia que la ortodoxia consumada. En todo caso, nuestra conclusión parece clara: B. Gracián jugaría con dos cartas o barajas marcadas el doble juego de la inmortalidad: la una le posibilita la sobrevivencia en este mundo terrestre o inmanente, la otra la supervivencia en el otro mundo celeste o trascendente, que es el mundo post-mortem o trasmortal. De este modo, su apuesta vital es pues, frente al purista o puritano Pascal, una apuesta doble o ambivalente, pagana y cristiana, en todo caso muy "jesuítica".

Bibliografía mínima

---Baltasar Gracián (Obras completas, BAE).
---Baltasar Gracián (El Criticón, Círculo de lectores).
---Baltasar Gracián (El Comulgatorio, Espasa-Calpe)
---Aurora Egido (La búsqueda de la inmortalidad en las obras de B. Gracián, Real Academia Española).
---José María Andreu (Gracián y el arte de vivir, Institución Fernando el Católico).
---Jorge M. Ayala (Gracián: vida, estilo y reflexión, Cincel). -
--Karl Rahner (Teología de la muerte, Herder).
---Karl Kerényi (En el Laberinto, Siruela).
---George Steiner (Presencias reales, Destino).
---E. Hidalgo-Serna (El pensamiento ingenioso de B. Gracián, Anthropos).
---Andrés Ortiz-Osés (Hermenéutica de Eranos. Las estructuras simbólicas del mundo, Anthropos).

Fratria (10-1-2015)

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