La Comarca de Calatayud
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Idas y venidas


JOSÉ RAMÓN MIRANDA | Rebuscando en La Comarca de Calatayud, como si husmease en los cubos de basura en busca de algo que poder llevarme a la boca, me he topado con una historia preciosa, "Idas y venidas", firmada por Francisco Tobajas Gallego. Extraigo un párrafo:

"Para la feria de Calatayud ponían un tren especial con más vagones de lo habitual. Mi abuelo no faltaba ningún año a la corrida de toros. Se iba en el primer tren de la mañana y volvía en el último de la tarde. Cuando mi abuelo iba a Calatayud, siempre comía en Rogelio. La gente iba a las ferias, donde los tratantes compraban y vendían mulos y machos, a los autos de choque, al paseo, a la tómbola de caridad, a la plaza de los ajos, a la corrida de toros y al empastre, al que dejaban entrar a partir de los siete años. Todos los años salía el bombero torero y la banda del empastre. Los toreros eran muy malos. Recuerdo que un año el estoque le salió al toro por un costado, lo que provocó pitos y fueras del público. De vez en cuando pasaba un hombre ofreciendo refrescos en un cubo de cinc. Después del empastre se iba a la feria, a montarnos en los tiovivos y en los autos de choque. En la feria vendían manzanas de caramelo, coco natural, algodón dulce y churros. Al final de la tarde toda la gente se volvía a encontrar en la estación, esperando al último tren. Recuerdo que un año mi padre me compró en el quiosco de la estación un cuento que todavía conservo. Se titulaba 'Lunarcito' y a mí me gustaba mucho. Era la historia de un gato que se iba de casa y vendía su cola a un perro, que la colocaba como bandera en el tejado de su casa de madera. Una historia verdaderamente original. Además tenía unos dibujos preciosos. Todavía lo conservo, con algunas hojas rayadas y rotas. Siempre me ha gustado guardar celosamente mis cuentos y mis tebeos, empresa harto difícil cuando se tienen más hermanos pequeños. Y entonces todo es de todos".

Ahora que se acercan a toda prisa las fiestas en honor de la Virgen de la Peña, la lectura del relato de Francisco Tobajas me ha retrotraído a mi infancia de pantalón corto, al tren 'ómnibus Arcos', que no podíamos perder si queríamos llegar a casa antes de que acabase el día. Las fiestas de Calatayud eran más que unas fiestas. Se decía que después de ellas cambiaba el tiempo, que se hacía más otoñal y ya había que ir haciendo acopio de cuadernos y libros de estudio del siguiente curso. De la misma manera, Calatayud perdía bulla y en 'Confecciones Gallego' aparecían las madres con sus hijos para proveerles de la necesaria ropa de abrigo. Más tarde, a la espera de la salida del autobús de línea de la ''Empresa Olivar', o del último convoy con vagones de madera y balconcillo, aún quedaba tiempo para tomar un café con leche y unos bizcochos de suela en 'El Pavón', que era mucho más que un café. En 'El Pavón' se cerraban negocios, se podía charlar con el camarero Mingote y con el limpia El Chava, que lo sabía todo sobre la ciudad, casi tanto como el cronista oficial Pedro Montón Puerto, mi gran amigo muerto, ay, con el que intercambié correspondencia de amistad hasta pocos días antes de su final, en 1982. Dice Francisco Tobajas que "en la feria vendían manzanas de caramelo, coco natural, algodón dulce y churros". De todos aquellos recuerdos de impúber al que le gustaba leer Lunarcito ya sólo queda el esplín de papeles que se han quedado de color sepia y de la inocencia perdida. Calatayud era más que una ciudad. Calatayud era una caja de Pandora que cada vez que se abría enseñaba nuevos decorados, como los circos de tres pistas donde un domador enano usaba la tralla de arreo contra unos gatos con muy mala leche. Y Calatayud sigue sorprendiendo todavía, como sorprende al caminante una nube volandera sobre el cerro de Bámbola en la luz crepuscular.


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