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La Plaza Costa de Calatayud

F. TOBAJAS GALLEGO | La plaza Costa de Calatayud ya aparece citada en la Guía de Calatayud y su comarca, debida a José María Rubio Vergara, que contó con la colaboración de José María López Landa y Manuel Carles, ingeniero jefe de la Estación de Arboricultura de Calatayud, situada en la plaza del Sepulcro. Esta guía venía a llenar el hueco dejado por otra ya agotada de los mismos autores, editada en 1934.

Pedro Martínez Baselga, sobrino de Joaquín Costa, mientras contemplaba un día su panteón en el cementerio de Zaragoza, un niño curioso le preguntó varias veces por aquel señor y el interpelado sólo acertó a decir: "Pues, Costa, Costa fue... un hombre muy bueno". Y el chico quedó conforme, pero no Martínez Baselga, quien se creyó en la obligación de poner en limpio sus apuntes sobre Costa, editando en 1918 y en la tipografía de Casañal un opúsculo con el que responder adecuadamente a la pregunta de aquel niño. Al final, Martínez Baselga llega a la misma conclusión: "Las rarezas de Costa eran grandezas. En todos los capítulos de este libro se habla de cosas raras, que son las que le dan carácter. No querer ser ministro, ni tener millones; vivir desordenadamente y pobre, dando su salud y su vida por la patria; defender como abogado a los pobres ganándoles los pleitos y además entregarles sus honorarios; buscar cara a cara al enemigo político y al que le ofendiera en su decoro; ir por todos los caminos imaginables a la redención de los desgraciados, todo esto son grandezas y virtudes, por eso Costa era, sobre todo, un hombre muy bueno".

El solemne epitafio que campea en la tumba de Costa, se debe a un buen amigo, Manuel Bescós Almudévar, Silvio Kossti, que lo incluyó en sus Epigramas, reeditados recientemente por La Val de Onsera.

Mariano de Cávia escribió un sentido artículo en El Imparcial, el 9 de febrero de 1911, al día siguiente de la muerte de Costa: "A Costa se le debería alzar severo y granítico mausoleo en el Moncayo, desde cuya cima se alcanza a ver tantas llanadas, montes, ríos, pueblos y ciudades de Aragón, de Navarra y de Castilla. ¡Bello y fortificante lugar de peregrinación sería aquel, en la consoladora primavera, en el fértil estío y en el próvido otoño, para la fe liberal, para la esperanza social y para el amor patrio!...". Pero Costa siguió fracasando hasta después de morir. Este es el sentir de Manuel Ciges Aparicio, uno de sus primeros biógrafos, que publicó en 1930 y en Espasa Calpe un libro muy lúcido: Joaquín Costa. El gran fracasado. Las últimas páginas del libro ponen la carne de gallina, al narrar aquellos acontecimientos que siguieron a la muerte de Costa. Ciges Aparicio cuenta que el diputado por Huesca, Miguel Moya, y el Gobierno habían acordado enterrarlo en Madrid, en contra del sentir de la familia, que prefería hacerlo en el pueblo que tanto amó. Pero al final la familia accedió al traslado, considerando que el homenaje era nacional y el Estado lo sufragaba. Todo estaba planeado. Costa descansaría provisionalmente en el Panteón del Patronato de la Real Casa, hasta que se construyera el de Hombres Ilustres.

A las siete y media de la mañana del día 10 de febrero, a seis grados bajo cero, llegó el clero parroquial de Graus y en una galera depositaron los restos de Costa. A las dos de la tarde llegó la nutrida comitiva a Barbastro y el féretro fue llevado a hombros a la estación, camino de Madrid. Pero todo Zaragoza sitió la estación del Norte, invadiendo los andenes. Pedían que Costa se enterrase en Zaragoza. Y ante el clamor popular, el gobierno accedió. Y ahora viene lo terrible. La herencia de Costa se gastó casi prácticamente en su mismo entierro. Con ella se pagaron los coches que trasladaron a los que no quisieron perderse tal acontecimiento, de la estación de Barbastro a Graus y viceversa, además de las fondas, la galera, el furgón y el tren.

Luego llegaron los homenajes. Se nombró una Junta en la Presidencia del Consejo de Ministros para levantar una estatua a Costa. El primer suscriptor fue el rey, con cinco mil pesetas, siguieron el presidente del Consejo, con mil, los ministros con quinientas... "Y no hubo más. El monumento se quedó en proyecto y el dinero en el bolsillo de los donantes". Poco después José García Mercadal, que recopiló el ideario de Costa, que conozco por la edición de 1936, con prólogo de Luis de Zulueta, quiso levantar un monumento en Graus. Pero el asunto se le escapó de las manos y se convirtió en nacional. Colaboró el Gobierno, Basilio Paraíso, las Cámaras de Comercio, las Diputaciones y Ayuntamientos aragoneses, juntando doce mil duros. "Las cenizas de Costa estaban frías y helados los sentimientos de admiración que suscitó su muerte". Los periódicos callaron y un Casino de Zaragoza recaudó doce pesetas entre sus 3.200 socios. "Aquella media España que iba a contribuir con su óbolo, cerró la bolsa". Ciges Aparicio continúa: "Este monumento, inaugurado el 19 de septiembre de 1929 por un dictador que se proclamó discípulo de Costa, fue el último fracaso del que soñaba en 1874 con otro género de dictadura". Es verdad.

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