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Gracián por Saura

Antonio Saura tenía El Criticón como uno de los libros de cabecera y se acercó a él con petencia, gestualidad y desgarro (Ilustración: Antonio Saura / Heraldo de Aragón)
El Criticón
Baltasar Gracián. Ilustrado por Antonio Saura. Prólogo de Aurora Egido. Epílogo de Miquel Batllori.
Círculo de Lectores & Galaxia Gutemberg. 2001. 347 páginas

Antón Castro.- Entre 1651 y 1657, Baltasar Gracián publicó su obra maestra El Criticón en tres entregas. El título de cada una de las partes ya sugiere un argumento de una obra totalizadora que intentó ser síntesis del Barroco y a la vez gran teatro del mundo (denominación que recibe la segunda "crisis" del libro). La primera es "En la primavera de la niñez y en el estío de la juventud"; la segunda "En el otoño de la edad varonil", y la tercera, "En el invierno de la vejez". El relato arranca con la presencia del náufrago Critilo que llega a las costas de la isla Santa Elena, "mal sostenido en una tabla". Se encuentra con un joven criado
entre las bestias, al que bautizará como Andrenio y al que enseñará a hablar; un barco los recoge y los devuelve a la vida cotidiana. Inician un viaje alegórico en pos de Felisinda, que encarna un ideal amoroso y de felicidad. En medio de esta travesía interminable que los conduce a la corte de Aragón y de España, a Francia y Roma, se encuentran con toda suerte de situaciones y de personajes que presentan carácter simbólico: encarnan la pureza, la justicia, el arte, la virtud, la sabiduría.

El Criticón tiene débitos estilísticos evidentes. En primer lugar habría que citar la poesía de Luis de Góngora, que ha sido asumida y depurado por el autor a su antojo. Gracián no cita a Cervantes, pero la huella de El Quijote es indiscutible, aunque sigan caminos diferentes, pero ambos proponen una alquimia entre realidad y apariencia, una moral y una estética, y una odisea exterior que se corresponde con una comezón íntima. El Criticón también es un viaje en el tiempo y en el espacio, y Gracián reconoce sus débitos con Homero y La Odisea, como tampoco hurta la presencia de un libro como Guzmán de Alfarache, un modelo de narrativa picaresca, o de la novela bizantina. Pero quiso ir más allá: crear algo diferente, "un libro-mundo" como señala Aurora Egido en el prólogo, una novela que combinase la filosofía, la política, la historia, la retórica, la didáctica y la poesía. El libro jamás pierde el norte de su punto de partida pero está lleno de aforismos, de metamorfosis y sueños, de bestiarios, de fábulas, diálogos y apólogos. Es un texto denso, hermosísimo: un puerto de llegada en la hondura y en la belleza.

Antonio Saura lo había leído con delectación. Era uno de sus libros de cabecera. Hace algunos años emprendió la tarea ardua de ilustrarlo. La muerte le impidió acabar el empeño, pero nos ha legado casi una treintena de piezas de su inequívoco sello artístico que fluctúa entre el expresionismo, la abstracción y la figuración sugerida, resuelta con fuerza gestual y un contundente dramatismo, aspectos que permiten recordar al epiloguista Miquel Batllori el tránsito que recorre el arte, en las manos y en la cabeza y en la perturbación, desde El Bosco a Gracián, de éste a Goya, y del "genio de Fuendetodos" a Saura. Todos se complementan y se incardinan en la inquietud, el arrebato y la lucidez. He aquí una prueba absoluta: probablemente uno de los mejores libros de todos los tiempos.

Heraldo de Aragón (Artes & Letras, 21-3-2002)

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