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Malanquilla, gastronomía en torno al molino

Uno de los escaso molinos de viento existentes en Aragón, el de Malanquilla
(Foto: B. Campo / Viajar por Aragón)
Luis Parra y José Ramón Garcés.- Sobre gustos no hay disputas, como dice el refrán, y a la hora de elegir destino para nuestras escapadas de andar por casa, cada cual tiene su punto. Así mientras unos buscan el arte con mayúsculas, otros el contacto directo con la naturaleza y no faltan los que se deciden por la nuevas modalidades deportivas, el "dolce far niente" o las propuestas culturales, cada vez son más los que se sienten irresistiblemente atraídos por los sugerentes reclamos que nos brinda la buena mesa.

Algo de esto es lo que vamos a encontrarnos a lo largo de este artículo: gastronomía en su mas pura acepción, sí; pero también algunos elementos patrimoniales que en absoluto son de desdeñar; entre ellos uno de los
escasos molinos de viento -hasta no hace mucho el único- que sigue girando sus aspas en territorio aragonés, también una antigua fuente romana, una airosa iglesia renacentista, y, por supuesto, una tradicional venta de carretera, muy especial y apenas conocida, que nos permitirá descubrir una de las propuestas gastronómicas más auténticas y singulares de nuestra comunidad. Pero vayamos por partes y situémosnos en Calatayud para dar comienzo a esta excursión cuyos alicientes tienen tanto que ver con la cultura como con la buena pitanza.

Partiendo de la capital del Jalón, tomaremos la carretera N-234 -un eje que, contrariamente a la idea que a priori podríamos tener, es una vía rápida, cómoda y perfectamente acondicionada- que en pocos kilómetros nos llevará hasta Villarroya de la Sierra, una apacible población que vive a la sombra de la imponente mole de la torre del castillo, que deja ver en sus piedras una adecuada labor de restauración.

Dentro del municipio, los bares que franquean la carretera nacional nos ofrecen una buena oportunidad para dar un giro en el tiempo y reencontrarnos con aquellas tascas típicas de la hostelería rural: barras altas de mármol, techos altos con molduras de escayola, luces mortecinas… En ellas la oferta gastronómica no es muy amplia pero aquí podemos degustar todavía el que quizá sea el pincho estrella del taperío nacional: el clásico pepinillo abierto, cual bocadillo, relleno de atún con escabeche. Una auténtica reliquia que permanece incorrupta tras las pequeñas vitrinas de cristal, un auténtico fósil viviente que aún se degusta con cariño y fruición… Su imagen junto a un plato con cuatro huevos duros sin cascar rodeando a un salero con tapón de plástico -casi siempre de color rojo- conforman la imagen más entrañable y nostálgica para todos aquellos a los que siempre nos ha gustado picotear en los bares de cualquier ralea.

Un molino vivo

Algunos kilómetros más adelante tendremos que ir en busca de Malanquilla, la principal meta de nuestro viaje. Antes de entrar al pueblo, sin duda llamará nuestra atención la extraña silueta del molino de viento recortándose sobre el horizonte, en un marco de claras evocaciones manchegas. En realidad y si hacemos caso de los documentos oficiales, este molino es muy anterior a los que se levantan en tierras quijotescas, y, en cualquier caso, con una envergadura de más de veinte metros, su estampa es francamente espectacular. Además, y ya puestos a buscar particularidades, se trata de uno de los escasísimos molinos de viento existentes en Aragón, motivo más que suficiente para ser merecedor de una visita.

El molino, tras una ejemplar restauración, muestra claramente una estampa sugestiva y verdaderamente inusual en estas tierras. Por otra parte está previsto que el molino se convierta a corto plazo en un pequeño museo, lo cual sin duda le hará ganar muchos enteros de cara al turismo.

A un tiro de piedra del molino se encuentra el pueblo de Malanquilla: típica población serrana a caballo entre Castilla y Aragón, cuyas casas de recios sillares dejan adivinar el rigor del clima siempre presente en estas tierras. Adentrándonos entre sus estrechas y empinadas calles podremos descubrir su iglesia renacentista, que cobija un resplandeciente retablo barroco.

Junto a la carretera que lleva hacia Aranda de Moncayo, se sitúa otro de los puntos de interés monumental. Se trata, en este caso de la fuente romana. Esta fuente, que en principio se tenía por neoclásica, data en realidad de época romana, mandada edificar por el pocónsul Vitelio Fabio. No se sabe a ciencia cierta donde empieza la fuente, donde acaba el abrevadero o donde continúa el viejo lavadero (que todo esto ha sido en sus diferentes avatares), pero lo cierto es que constituye un recoleto y tranquilo rincón donde -según cuentan los mayores- muchas parejas se declararon su amor. Así que, estadísticas en mano, la población de Malanquilla tiene mucho que agradecer a este apartado rincón en lo que se refiere al aumento de la natalidad.

En realidad tanto el descubrimiento del origen de esta fuente, así como el del molino, no se debe a ningún sesudo estudioso del arte, sino a la entusiasta labor de un grupo de despiertos escolares de la localidad, que, en los años setenta, participaron en un popular concurso de aquella televisión en blanco y negro bautizado como "Misión Rescate". No recuerdo el programa en cuestión, pero no es difícil suponer que sería probablemente la inefable María Luisa Seco -esa que repartía a diestro y siniestro batutas del profesor Asensio entre los gafotas empollones de nuestra reserva espiritual de Occidente- la que daría carta de naturaleza esta loable iniciativa.

Parada gastronómica

Una vez visitado el pueblo pasamos ya a lo que prometíamos al principio del artículo: todo un descubrimiento gastronómico. Se trata de la Venta de Malanquilla.

Sin duda, la Venta es un caso raro. Tras su aspecto de anodino hostal de carretera se esconde una agradable sorpresa. Existen en nuestro país centenares de mesones o restaurantes de carretera similares a éste, pero lo único que este establecimiento guarda en común con ellos es el aspecto exterior y el hecho de dar de comer a viajeros de todo pelaje.

Dos cosas sorprenden de entrada en este sitio: la audacia de sus propuestas y a la vez un respeto reverencial por la tradición. Dos aspectos que quedarán meridianamente claros echando un vistazo a su carta de sugerencias: Pato salvaje al guiso de la abuela, Hígado fresco de pato a la trufa negra, o Venado a la cazuela; junto al pollo de corral, civet de liebre o caracoles.

En realidad, se trata de una cocina sencilla y honesta, como las gentes de la tierra poco dadas a barroquismo guisanderos y que lo único que exigen son materias primas auténticas y de calidad. Cocina reposada que da la sabiduría forjada a fuerza de años en estos paisajes austeros, rigurosos y adustos. De hecho ahí radica su éxito en su regularidad y en que no da bandazos siguiendo las modas. En realidad, y valga la paradoja, es éste uno de esos establecimientos que siempre está de moda porque nunca está de moda.

En la sobremesa y con un café delante charlamos con Carlos, el artífice, junto a Maribel, su mujer, de toda esta apuesta hostelera que está en pie desde 1800. Son ya pues tres generaciones atendiendo a caminantes y viajeros de paso desde el norte a tierras mediterráneas. Carlos, un hombre de verbo ágil, hospitalario y simpático, ejerce de todo un poco en la localidad, tan pronto recibe una llamada a su móvil para buscar a algún excursionista perdido, como se presta a sacar del barro el todo terreno de algún cazador comodón. Un hombre con la astucia del cazador, que por supuesto lo es (por algo prima en su carta las preparaciones a base de caza y las setas en temporada). Y un hostelero que ha sabido dar con la fórmula para que en sus mesas puedan convivir en buena armonía el transportista que va buscando un menú ajustado (se puede comer por menos de 9 euros), con el gourmet deseoso de encontrar una carta diferente.

Carlos nos explica que aún mantiene vigentes las recetas de su madre para los escabechados y adobos, cimiento de la fama alcanzada por la Venta en otros tiempos. Dos pilares gastronómicos que, como bien nos recuerda el reputado "bon vivant" Caius Apicius, eran hijos de la necesidad pero que hoy se han convertido en auténticas exquisiteces.

Cada vez más son los que se acercan aquí contagiados por los comentarios de los que en alguna ocasión se han sentado en sus mesas. Y es que esta tierra da buenos frutos, tanto que sería la envidia de restaurantes de más alta alcurnia, más alta cocina y más alta cuenta. Un restaurante tan desconocido como sorprendente. Desde luego no se trata de una cocina rabiosamente creativa, ni falta que le hace. Un restaurante para los viajeros que confían más en la excelente cocina que en la decoración y la puesta en escena. Y un broche final de lujo para esta interesante excursión.

Viajar por Aragón (03-01-2002)

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