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Inicio/ Revista de cultura y opinión/ Número O. Septiembre, 1999

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La tumba del torero desconocido

 


Hace unos días, con motivo de la fiestas, desfilaron por nuestra plaza de toros recortadores y algún que otro aficionado (maletillas o "capas" se les llamaba en otro tiempo), si todavía queda alguno de éstos en la fiesta taurina, hoy agrupados en las Escuelas Taurinas. Y el mozo o el casado, en la lista del desempleo o buen profesional gris los restantes días del año, que se transforma en torero o "toreador" casual para sentir la emoción del aliento cercano del animal bicorne, bien empapado con su vaho la huidiza espalda, bien dominado y arremolinándose en el prestado capote o en la improvisada o extravagante muleta.

Anónimos protagonistas, aunque sea en un tris-tras de suspiro, de la secular lucha del hombre con la bestia, aureolados por el aplauso ocasional que provoca un lance inesperado o una gallardía efímera, o por la inmediata nube olorosa de la anestesia y los antibiótico, o por un cielo difícilmente azul de amoratadas estrellas como hematomas.

Es un buen momento este de las calurosas fechas veraniegas, en la que España se convierte en una tirante pandereta de arenas que se parchean de gotas de sangre, para recabar por Calatayud, con el documento (reproducido en la fotografía) que precisa por base toda historia, el privilegio de levantar en mi ciudad el melancólico monumento-símbolo de "La Tumba del Torero Desconocido". Ya no es fácil que ahora los haya, con las modernas técnicas de identificación  puestas en práctica y cuando las filiaciones humanas han llegado a los últimos recodos del vivir social, aunque persistan los vagabundos, los tránsfugas y prófugos, las almas errantes. Desde los generalizados y normales documentos de identidad a los ficheros policiales o de Cáritas, desde el papel que extiende un Ayuntamiento ante una solicitud de socorro, hasta otros rastros que en la civilización actual vamos dejando entre las mallas de las radiografías, de los análisis científicos y de las huellas dactilares, el desconocido total y para siempre, es en este mundo de fichajes cada vez más impensable. Ahora se suele saber de inmediato el nombre y condición de cualquier espontáneo muerto o de otro hombre oscuro que perece en las astas del toro.

No sucedía así en otros tiempos, por supuesto. Y para probarlo, y en la convicción de que esta víctima totalmente desconocida no era única, transcribimos el documento aludido que de algún modo sí puede serlo, o al menos otros de ese carácter, que yo sepa, no se han difundido.

La nota de registro, extendida en la histórica parroquial bilbilitana de San Pedro de los Francos, dice, respetando la ortografía de la época, aunque no las complicadas y usuales abreviaturas, que sin duda habrían de ser muy molestas para los lectores de hoy:

"A IIII de Julio de 1550 murio (en blanco) tomolo el toro y murio dello en el espital de la Colera esta sepultado en la Caustra de nuestra yglesia devese remediar que los toros no maten póbres de aquí adelante."

Me parece que las escuetas líneas del cinquestista clérigo no tienen desperdicio en su brevedad. Por eso, me atrevo a solicitar, con cierto humor sentimental no separable de un escalofriado patetismo, y aun a sabiendas de que nadie se preocupará de levantar ese delicado monumento, el que la plaza de toros de Calatayud, que ya posee uno frente a su puerta principal dedicado al toro, erija también éste, sobria y gallardamente, a la sombra desgarrada y múltiple del "Torero Desconocido", de todos los toreros desconocidos, que en cierto modo igualmente lo son los que, poseyendo un nombre civil, no lo lograron inscribir en el escalafón corto y estrecho de la gloria. De este modo, Calatayud rendirá homenaje a los dos protagonistas genéricos de la Fiesta, el Hombre y el Toro, sin pedestales interpuestos de apologéticas biografías, ni doradas páginas arrancadas de los Libros de Registro de linajudos ganaderos.

El lugar de su colocación sería otro problema a tratar. No es aconsejable la entrada de la plaza ni el patio de cuadrillas, por lo que su visión pudiese tener de desagradable para los lidiadores dispuestos al comprometido paseíllo. Podría llevarse al amplio espacio inmediato a la casa del conserje, donde se prueban los caballos, dormitan algunos viejos árboles, trepan las plantas y, en ocasiones, picotean unas gallinas indiferentes.

El monumento podría ser sencillo. Una abierta cruz, universalmente amparadora, y una piedra sin desbastar apenas en la que se grabasen las cortas palabras "Al Torero Desconocido". Bajo la piedra, en la imposibilidad de hallar los huesos de aquella víctima, sobre los que llovió el abandono de más de cuatrocientos años, podría enterrarse una arqueta con un pergamino, en el cual se reprodujese el conciso texto que nos queda de su memoria. Y desde ese momento, como en el caso del Bécquer melancólico y desengañado, podría decirnos ese piadoso rincón que:

En donde esté una piedra solitaria,
sin inscripción alguna
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.

Pienso, finalmente, por señalar, que las manos de cualquiera de las instituciones bilbilitanas, tan avizor siempre para resaltar los rasgos distintivos de su añorado pueblo, podrían intervenir en el modelado de esta humilde y sentida idea. Y, posiblemente, una suscripción popular con cantidades mínimas podría afrontar los pequeños gastos de la realización.

Ese "dinero de los pobres", solidario con la pobreza de aquel fantasmal muerto el 4 de julio de 1550Ö
 


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