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  EL PERIODISTA PERICO



 


  El periodista Perico miró una vez más su reloj lleno de impaciencia, comprobó el silencioso rebullicio de sus carnes atemperadas y con un gesto de fastidio levantó la vista al cielo, refunfuñando para sus adentros. Llevaba más de una hora esperando al cura, que lo había citado a eso de la media tarde, pidiéndole, entre otras cosas, una sagrada puntualidad, soportando esta vez un cierzo helador. Pero, una vez más, se debía a su oficio, a ese antiguo mester de cuartillero y gacetillero, gracias al que, mal que bien, ganaba el diario sustento, aunque en momentos como este de malaventura y contrariedad, siempre le venían a las mientes las exclamaciones de su madre, al momento de conocer su segura determinación.

  -¡Pero si nadie lee los papeles, alma cándida! Si acaso las letras gordas de los encabezamientos. ¡Santo Dios, periodista! ¡Con lo que tú vales! Vamos, vamos...

  El periodista Perico encendió un pitillo para confundir a sus remordimientos y tomó el camino del teleclub, donde pidió un carajillo. Sentado en una mesa intentó poner orden en sus papeles, repasando una vez más las preguntas de la entrevista que debía realizar al cura tardón, que predicaba puntualidad y pecaba de lo contrario. ¿Qué piensa usted del cambio de fechas que proponen los quintos para las próximas fiestas de San Protasio y San Gervasio? ¿Cree conveniente que las celebraciones religiosas cambien de fecha para adaptarse a los actos profanos? ¿Qué piensa usted que el día de los Santos Patronos, la asociación de amas de casa haya contratado un espectáculo de destape?...

  El periodista Perico andaba absorto en sus papeles, cuando un paisano, sin contar con su explícito consentimiento, se sentó a la mesa.

  -¡Hombre! ¿A qué debemos lo de usted por estos andurriales?

  -Ya ve, cosas de trabajo. A la fuerza ahorcan y no precisamente en día de fiesta.

  Pero el paisano no era hombre de modesto proceder y tampoco había llegado a bachiller en moderación y sensatez.

  -Si me echa usted una foto, pero bien sacada, le doy dos mil pesetas, que no miento, que las llevo encima. ¿Sí o no?

  -Ya veo, ya, que es usted un derrochador de tomo y lomo, pero, como cualquier hijo de vecino, también tiene derecho a sus propios golondros y a sus contadas extravagancias.

  -¡Vaya casualidad la suya! ¡Ji, ji, ji! Usted se ríe igual que una burra que tuve en tiempos, que en paz descanse, porque los burros, por muy burros y zopencos que puedan ser, verdad usted, también han de descansar confortados en el Señor. ¿Sí o no?

  -Si usted lo cuenta tan convencido, no sé por qué ha de ser de otra manera.

  Pero la curiosidad del paisano se debía más bien a un vicio, que sobrepasaba con creces los límites de la indiscreción y del acoso.

  -A todo esto, aún no me ha dicho usted a qué se dedica.

  -Ya ve, hermano, mi oficio me obliga a escuchar lo que no quiero y a preguntar lo que quieren otros escuchar.

  -¡Vaya contestación que me da usted! Pues yo también me hago todo, no se vaya a creer que soy un muerto de hambre. Para su conocimiento le diré que tengo una hermana casada en Barcelona. También tengo veinte conejos. Si quiere le puedo regalar uno. ¿Sí o no? También tengo cuatro gatos y dos veteranos. Uno es como un tigre y cuando me siento a la mesa a merendar, se me sube piernas arriba, al olor de las sardinas. Si le hace le regalo uno, o dos... ¿Sí o no?

  -Déjelo, no se moleste. Otra vez será.

  Pero el paisano siguió confesando sus descuidos, también sus proezas y hasta sus mezquindades inconfesables, quizá con la sana intención de descargar su conciencia o simplemente para impresionar. A veces los hombres parecen una perinola, que da vueltas y más vueltas, llevada por la envidia, el disparate o la vulgaridad.

  -Verá usted, el otro día fui a un puticlub, con el del bar y mi sobrino, que es ése, el que va algo corvo. ¿Lo ve usted? Pues de una cerveza me cobraron cien duros y de un polvo mil duros. Yo le dije: quiero estar cuatro horas, pues veinte mil y en paz. ¿Sí o no? Tenía las tetas punchas y a lo mejor era polaca. Yo le pregunté: ¿hablas en cristiano? A lo que ella contestó: pacompri. Eso parece francés. ¿Sí o no?

  -Pues parece estar en lo cierto, sí señor.

  -No se preocupe por el mosén, que cuando llegue ya habrá llegado. Ni me miré de esa manera, ni quiera que comulgue con ruedas de molino, que lo he visto cuando empujaba la puerta de la iglesia. No se preocupe, que es gente de muchas y santas ocupaciones. Hombre, a usted que es de confianza, le voy a contar lo que me pasó con un cura que había en tiempos, con éste, no, que igual le da jota que bolero. Bueno, pues un día me dijo el mosén del que le hablo, que me veía poco en misa. A lo que yo le contesté que tampoco le veía a él cavar mi hortal. ¿Sí o no? Y con los latines que sabía el condenado, no supo qué contestarme.

  -Ya veo, ya, que usted es de armas tomar.

  -Me tendrá que saber perdonar como dice el catecismo, pero he de repetirle una vez más que tiene la misma risa que una burra que tuve, que murió la pobre de tabardillo. Que Dios la tenga en su gloria comiendo cebada. A mí me hacía un buen papel, no se vaya a creer, que la pude vender por cuatro mil duros, pero no quise. Me pasó como a uno de este pueblo que tenía una mula resabia, que de una coz bien dada, mandó a su suegra para el otro barrio. Y la gente, en vez de acompañarle el sentimiento, le decía con intención, con mala, no se crea: te compro la mula, te compro la mula. ¿Sí o no?

  -Lo que querían sus paisanos era matar dos pájaros de un tiro.

  -Ya ve, cada uno mira por sus intereses, porque usted también se ganará la vida como todo el mundo. ¿Sí o no? Pero aunque tenga usted muchos estudios, no sabrá decirme el mejor oficio del mundo, ¿eh? Pues el de cerero y estadero. Ya ve usted, de acera en acera y cuando se cansa uno del sol, a la sombra. ¿Sí o no?

  -Ya veo que sabe usted como siete.

  -Usted lo ha dicho, aunque no me negará que esta tarde está aprendiendo muchas cosas que no vienen en los libros. A todo esto, ¿quiere tomar algo? Pues yo tengo ganas de tomar... una determinación. Y no me ponga esa cara. A mí me pasa como aquel pilluelo que se fue a cortar el pelo. ¿No lo sabe usted? Pues el barbero le preguntó que cómo quería que se lo cortase, a lo que el chaval le contestó a la primera: yo como a mi padre, gratis. ¿Sí o no? A todo esto, ¿sabe usted jugar al mus o al revesino?

  -Verá usted, uno no sabe ya más que jugar a los despropósitos.

  -¡Vaya por Dios! Usted desconoce mucho mundo. Yo apenas sé leer y escribir pero sé que el mejor bocado del cerdo se le llama del fraile, que las varas de los zahorís suelen ser de madera de fresno o de acebuche, que los álamos blancos vuelven la hoja el día mayor del año, que es por San Bernabé, y que si los cuervos y cornejas graznan mucho de papo, como si pareciera que se tragan la voz, y se baten las alas, muestran que lloverá sin tardanza. Y el que quiera aprender más, a Salamanca.

  A esto, las campanas de la parroquia repicaron y el periodista Perico saltó de la silla como un resorte, y casi sin despedirse salió del concurrido teleclub. El periodista Perico encontró al mosén, un joven de mofletes colorados, en la sacristía, colocándose los hábitos, y no pudo menos que recriminarle su tardanza, una vez que hubo logrado su propósito.

  -Perdone, pero antes sirvo a Dios que a los periodistas.

  Cuando el periodista Perico salía de la parroquia, los fieles entraban al templo vestidos de domingo.

  -Buenas tardes tenga usted, hermano.

  -Gracias. Las mismas que se merecen ustedes.

  El periodista Perico, mientras se alejaba calle abajo, sintió cómo lo llamaban a sus espaldas. Volvió la vista y el paisano del teleclub, que según le había dicho un momento antes, no gastaba mucho tiempo ni larga conversación con los desconocidos, lo saludaba con el brazo en alto, mientras gritaba como un descosido: "¡A todo esto, usted a qué coño se dedica, porque tiene una cara de cura recién botado del seminario, que no puede con ella!". El periodista Perico respondió con una rabia contenida: "¡Ya ve usted, las apariencias engañan!". Mientras caminaba con la tranquilidad que procura el deber cumplido, el periodista Perico hizo memoria de unas palabras del mismo Larra, que venía a decir que no hay modo de vivir que dé menos de vivir, que el de escribir para el público y hacer versos para la gloria. Rediezla, qué razón tenía. Más que un santo.

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