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Francisco Gracián Garcés y los médicos
en 'El Criticón' de Baltasar Gracián

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | Aunque la Gran Enciclopedia Aragonesa 2000 asegure que Francisco Gracián Garcés, padre del jesuita y escritor Baltasar Gracián, nació en Sariñena, Huesca, la verdad es que nació en Saviñán en 1564. La profesora Belén Boloqui, con sus trabajos publicados en el II Encuentro de Estudios Bilbilitanos, 1989, y en Suplementos Anthropos, 1993, ha conseguido poner un poco de orden en la familia Gracián, demostrando la existencia de Lorenzo, infanzón y hermano de Baltasar, nacido en Ateca en 1614, nombre que utilizó el jesuita para firmar sus libros profanos y que hasta entonces se había considerado un seudónimo del escritor.

La familia Gracián procedía de Borja, de linaje de infanzones, pero se instaló en Saviñán hacia mitad del siglo XVI, donde aún conservan su casa solariega y un rico legado documental.

Francisco Gracián Garcés, padre de Baltasar, estudiaría Bachiller en Calatayud y Medicina en Zaragoza, Huesca o Alcalá de Henares, donde se doctoraría, según recoge su testamento de 1620. En Calatayud y en 1589 quizá fuera aprendiz en casa del cirujano Miguel de Andua, con cuya hija Mariana casó en la iglesia del Santo Sepulcro el 30 de abril de 1592, poco después de hacerse parroquiano de San Andrés de Calatayud. El matrimonio pasó a vivir a Saviñán, donde nacerían dos hijas: Magdalena en 1593, que morirá pronto, y Teresa, bautizada el 17 de abril de 1595. Su madre Mariana de Andua morirá de posparto el 25 de abril de aquel mismo año. Recordemos que el 12 de noviembre de 1580 había muerto Isabel Garcés y el 24 de diciembre de 1594 Antonio Gracián, padres de Francisco.

El 24 de junio de 1596 pudo ser el comienzo de una nueva etapa profesional en Belmonte, al ser contratado como médico del pueblo por un período de seis años. Por todo el año de 1599, Francisco Gracián recibía de los jurados de Belmonte, por mano de Pedro Catalán, dos mil setecientos sueldos de "salario de médico y son por los que dar y pagar la medicación". El 21 de enero de 1597, Francisco Gracián casó en Santa María de Calatayud con Ángela Morales Torrellas, trece años más joven que él, pasando a vivir a Belmonte. En Belmonte, donde nació Baltasar en 1601, residieron hasta 1602. El 11 de junio de 1602, en la torre de Gaspar de Sayas de Calatayud, Francisco Gracián firmará un contrato con los jurados de Ateca por un período de seis años, que daría comienzo el día de San Pedro, con un salario anual de cinco mil seiscientos sueldos jaqueses, pagaderos por trimestres, libre de contribuciones, pechas, zofras y hospedajes de soldados. Según este contrato, Francisco debía visitar a los enfermos dos veces al día, a la mañana y a la noche, acudiendo a cualquier hora del día en caso de accidente. Podría ausentarse ocho días al año, poniendo un sustituto por su cuenta, debiendo pernoctar en el pueblo seis días a la semana, bajo pena de veinte sueldos. Este contrato se renovó en 1605 por otro de doce años (1608-1620), con una retribución anual de cinco mil setecientos sesenta sueldos. En Ateca nacieron los restantes hijos del matrimonio Gracián-Morales.

Baltasar Gracián estudiaría primeras letras en la escuela pública de la plaza del Hortal de Ateca, en las casas del Concejo, donde también tenía el maestro la vivienda. Juan de Morlanes se ocupó del "magisterio de los niños del pueblo" de 1603 a 1605 y de 1610 a 1613, compartiendo en este último año la docencia con Matías López, que enseñó además de 1605 a 1619. A partir de 1613 Julián de Valera se ocupó de "esseñar a los niños a leer y escribir, contar y dicir la doctrina y buenas costumbres". Al acabar los estudios primarios, Baltasar Gracián marchó de Ateca para estudiar al lado de "el licenciado Antonio Gracián, mi tío, con quien yo me crié en Toledo", según confiesa el escritor en Agudeza y Arte de ingenio, Discurso XXV, donde copiaba una opinión de su tío que aseguraba "que en los aragoneses no nace de vicio el ser arrimado a su dictamen, sino que como siempre hacen de parte de la razón, siempre les está haciendo gran fuerza".

Antonio Gracián Garcés, capellán de san Pedro de los Reyes de la catedral de Toledo, nacería en Saviñán, aunque no hemos encontrado su partida de nacimiento en el Libro primero de san Pedro (1546-1604). En este libro se echan en falta algunas hojas, pues las partidas de bautizados pasan de 1553 a 1558. Antonio Gracián Garcés bien pudo nacer en alguno de estos años que faltan las partidas de bautismo. Sus padres, Antonio Gracián e Isabel Garcés, ya aparecen como padrinos en el bautismo en san Pedro de Saviñán de Hernando de Oña Fortuño en 1552, que será sastre. Quizá estuvieran ya casados. Tampoco hemos hallado su partida de confirmación, ni sabemos cómo ganó esa capellanía en la catedral de Toledo.

Francisco Gracián Garcés se relacionó en Ateca con varios profesionales de la Medicina, como el médico Juan Pérez, que aparece en un documento de 1602, y con los cirujanos Jerónimo de Zúñiga (1602), Martín de Alvarado (1605-1609), Miguel Blanco (1616), el joven Juan de Cardós, mancebo cirujano (1616), y Juan de Arueta (1606-1612-1619), "infanzón cirugano", habitante de Ariza en 1606. Ateca también contaba por aquellos años con una farmacia, "una botiga de boticario con todos sus potes, redomas y negocios y cossas tocantes y concernientes al usso", situada en la calle Mayor, en la casa de María Gómez, viuda de Luis de Sayas. En 1604 la regentaba el boticario Tadeo Marco, fecha en que la traspasaba a Alonso de Ciria Ximénez por seis mil sueldos. Otros boticarios de aquella época fueron Juan de Sayas, documentado en 1606, y Juan de Ruiseco, documentado en 1610 y 1617.

En este mismo siglo el farmacéutico aragonés Miguel Martínez de Leache (Sábada, 1615 - Tudela, 1673), señalaba que el nombre más apropiado para llamar a estos profesionales que preparaban y dispensaban medicamentos era, precisamente, el de farmacéutico, aunque el de boticario haya sido más utilizado hasta bien entrado el siglo XX. Y con este nombre aparecen citados en El Criticón, debido a su afición a la lectura, en un pasaje en que los peregrinos de la vida, Critilo y Andrenio, encuentran a un lector que estaba haciendo lo propio en un libro de caballerías. La Atención, un personaje de El Criticón, se refirió al libro llamándolo "Trasto viejo (...), de alguna barbería; afeáronsele mucho y constriñeron lo restituyese a los escuderos y boticarios, mas los autores de semejantes disparates a locos estampados".

No cabe duda que Baltasar Gracián sentía por su padre un profundo respeto. La única mención que hizo de él se encuentra en Agudeza y Arte de ingenio, Discurso XXIII: "hombre de profundo juicio y muy noticioso". Su valía profesional queda avalada por los dieciocho años que ejerció ininterrumpidamente la Medicina en Ateca, hasta su muerte acaecida en 1620, poco antes de acabar su contrato. Sin embargo Baltasar Gracián, que conocía de primerísima mano la labor de los médicos, los desacredita en su libro El Criticón, pues "echan fuera del mundo a todo viviente", siendo "los más ciertos ministros" de la muerte. Y era la misma muerte, o la suegra de la vida, como la llama Gracián, quien afirmaba por experiencia cierta que al enfermo "no hay tal cosa como echarle un médico, o un par, para más asegurarlo". Para Gracián los médicos desconocían todo de su profesión, eran avaros e indiscretos en sus conversaciones. Así escribe: "Lo que sé es que mientras los ignorantes médicos andan disputando sobre si es peste o es contagio, ya ha perecido más de la mitad de una ciudad, y al cabo toda su disputa viene a parar en que la que al principio, o por crédito, o por incredulidad, se tuvo por contagio, después, al echar de las sisas o gabelas, fue peste confirmada y aun pestilencia incurable de las bolsas". Y prosigue: "me río las más de las veces de los médicos, que estará el mal en las entrañas, y ellos aplican los remedios al tobillo; procede el mal de la cabeza, y recetan untar los pies". Pero cuando "al pagar dice el médico no, no, habla en cifra, y toma en realidad", pues "la Jurisprudencia se ha alzado con la honra, la Medicina con el provecho". Y con toda razón se preguntaba: "¿Un médico pulsando no se hace él de oro y a los demás de tierra?". Y aunque cierto médico era considerado un gran profesional, la verdad es que era "poco afortunado, todos se le mueren", después de sangrar a los enfermos "de la vena del arca". Incluso Gracián recoge la conformidad de un soldado a punto de morir, que quizás ya había pedido a santa Ana buena muerte y poca cama, pues a pesar del trance, lo hacía "muy consolado de no gastar con Médicos ni Sacristanes". Gracián escribe con sorna que cuando moría un rico o un avaro daban "un buen día a herederos y gusanos". Y, contrariedades de la vida, con su muerte todos se alegraban: la viuda, los hijos, los parientes, los criados, el sacristán, el mercader, el oficial, el pobre y, por supuesto, el médico, "por su paga y no por su pago".

Según Gracián, los médicos debían tener buen porte y mejores palabras, porque "todo médico y letrado han de ser de ostentación". Por eso mismo consideraba como gran prodigio encontrar "un Oidor sin manos pero con palmas" y "un letrado pobre". Incluso Gracián hacía hablar a un ignorante que aseguraba a pies juntillas que llegaría a ser un gran médico, pues tenía "buen talle y mejor parola". Gracián aconsejaba que al "médico, y al letrado no le quieras engañado; antes sí, que de ordinario discurren al revés, y de ese modo acertarán".

Aunque nos cueste creerlo, para Baltasar Gracián los médicos eran peores que los verdugos, pues estos "ponen toda su industria en no hacer penar y con lindo aire hacen que le falte al que pernea", pero los médicos "todo su estudio ponen en que pene y viva muriendo el enfermo; y así aciertan los que les dan los males a destajo, y es de advertir que donde hay más doctores hay más dolores. Esto dice de ellos la ojeriza común, pero engáñase en la venganza vulgar, porque yo tengo por cierto que del Médico nadie puede decir ni bien ni mal antes de ponerse en sus manos, pues aún no tiene experiencia, ni después, porque no tiene ya vida". Para evitar males mayores, Gracián decía referirse en esta ocasión a los médicos morales, saliéndose por la tangente.

Y es que el hombre había enfermado "de achaque de sí mismo", pues "en descubriendo ensenadas en el cuerpo tememos haya dobleces en el ánimo". Para remediarlo mandó el cielo a sus médicos y el mundo a los suyos, en competencia. Los del cielo "en nada condescendían con el gusto del enfermo, y los mundanos en todo le complacían, con lo cual éstos se hicieron tan plausibles cuan aborrecibles aquéllos". El cuerpo humano, decía Gracián, se semeja a un instrumento lleno de armonía, cuyos trastes "con dificultad grande se ajustan y con grande facilidad se desconciertan". Había quien afirmaba que la lengua era la más difícil de templar, pues siempre "el oír ha de ser el doble que el hablar", otros consideraban que era la "codiciosa mano", otros que los ojos, "que nunca se sacian de ver la vanidad", otros que las orejas, "que jamás se ven hartas de oír lisonjas propias y murmuraciones ajenas", otros que el corazón o las entrañas, aunque Gracián consideraba que el más difícil de templar era el vientre y eso era en todas las edades. "En la niñez por golosina, en la mocedad por la lascivia, en la varonil edad por la voracidad y en la vejez por la violencia". Algún infeliz no tenía otro Dios que su hartura. Sin embargo el duque de Nochera, del que fue Gracián confesor, decía: "No me habéis de preguntar qué quiero comer hoy, sino con quien, que del convivir se llamó convite", aunque para ello era conveniente evitar a esos falsos amigos "que a la hora de comer son sabañones y a las de ayudar son callos".

Y es que muchos males, sobretodo morales, se habían declarado como enemigos del hombre. El primero de ellos era la gula, "que comienza a triunfar desde la cuna", a cuya casa "los que entran parecen comedores y los que salen comidos", a la que seguían en retahíla la lascivia, la codicia, la soberbia y la ira. Gracián afirmaba que el gran hijo de aquel siglo era el engaño, nacido de su madre, la mentira. Su abuela era la ignorancia, su esposa la malicia, la necedad su hermana y sus hijos los males, las desdichas, el pesar, la vergüenza, el arrepentimiento, la perdición, la confusión y el desprecio. Y en esta guerra sin cuartel todos los vicios, con su "única consorte", la ociosidad, habían hecho caudillo al deleite y rey al interés. Por eso mismo los pecados capitales llevaban tras de sí a los ociosos, a los soberbios y a los mentirosos. Todo era desorden y todo iba al revés. El hombre llevaba "la virtud entre pies y en lugar de ir adelante vuelve atrás", porque "no come ya para vivir sino que vive para comer, no descansa para trabajar sino que no trabaja por dormir, no pretende la propagación de su especie sino la de su lujuria, no estudia para saberse sino para desconocerse, ni habla por necesidad sino por el gusto de la murmuración, de suerte que no gusta de vivir sino que vive de gustar". Por ello a la venta del mundo muchos entraban complacientes por la puerta del gusto y salían abrumados por la del gasto, pues "quien comienza por los gustos acaba por los pesares". Pero aunque todos "los vicios dan treguas: el glotón se agita, el deshonesto se enfada, el bebedor duerme, el cruel se cansa; pero la vanidad del mundo nunca dice basta, siempre locura y más locura".

En las boticas se vendían brebajes, pócimas, potingues, remedios y fármacos, aunque también las había llenas de redomas vacías y cajas desocupadas. En ellas, cuenta Gracián, se vendía viento y aire, sus cajas estaban repletas de lisonjas, que se vendían a buen precio, en los botes se escondían los favores y en una arca grande se guardaban las mentiras. En otros tiempos el vino también se vendía "en las boticas como medicina a par de drogas del Oriente, recetábanle los médicos entre cordiales; récipe, decían, una onza de vino y mézclese con una libra de agua, y así se hacían maravillosos efectos". Pero en la época de Gracián ya no se pedía licencia al médico para beberlo y por ello se había convertido en veneno lo que, hasta entonces, había sido un eficaz remedio. El vino, al que algunos llamaban "su leche, su abrigo y su consuelo, poco a poco y trago a trago", cerraba los ojos a la razón y abría las puertas a los vicios. Gracián escribía: "Es la embriaguez fuente de todos los males, reclamo de todo vicio, origen de toda monstruosidad, manantial de toda abominación", incluso en la vejez, cuando prescribían otros vicios, el vino en abundancia los avivaba, "que no hay un vicio solo, sino todos de mancomún". En una crisi del libro, un francés y un español discutían si era peor la locura o la embriaguez, a lo que el español sentenció: "la locura es falta y la embriaguez es sobra". Gracián recogía una creencia popular, según la cual las hiedras echaban a perder las casas, aunque él consideraba atinadamente que "hace harto más daño una cepa". En algunos personajes hacía buen maridaje el vino y la herejía, siendo para Gracián inseparables. Por eso mismo aconsejaba guardarse de los vinos españoles, "que dementan".

Para curar al hombre de estos males morales, hacían falta también medicinas morales. "Las saludables hojas de la Moral filosofía, de más provecho que de gusto, son de verdad muy eficaces". Por ello el sagaz Critilo refería al incauto Andrenio que los vicios no sanaban, sino que mataban, y las virtudes remediaban, pues la experiencia se vendía en la botica de los años. En la vejez yacían "dormidas las pasiones, cuanto más despierto el desengaño", ya que "el varón sabio se aprovecha más del licor amargo del enemigo bien alambicado, pues con él sana las manchas de su honra y los borrones de su fama". Y aunque en algunas tiendas se feriaba el entendimiento y el juicio, los protagonistas nunca habían encontrado boticas de cordura. La verdad, el antídoto más eficaz, aún diluida con mucho azúcar, para corregir su amargura, y mezclada con mucho ámbar "contra la fortaleza que de sí arrojaba", no la quisieron probar los sastres, los mercaderes, los cortesanos y tampoco "se halló mujer que la quisiese probar", pues las "verdades son de casta de acerolas, que las podridas son las maduras y más suaves, y las crudas las coloradas; aquellas que hacen saltar los colores al rostro son intratables". Algunos hombres se hacían viejos esperando a que acabasen de pasar todas las aguas de un río para poder cruzarlo, e incluso otros, igual de necios, esperaban a que amainase el ímpetu de los vicios para pasarse a la orilla de la salud. Por ello "aunque todos los males tienen remedio, hasta la misma locura tiene cura en Zaragoza o en Toledo, y en cien partes; pero la necesidad no la tiene, ni ha habido jamás hombre que curase de tonto".

Uno de los siete sabios de Grecia pasó a la posteridad por un consejo sabio: "Huye en todo la demasía, porque siempre dañó más lo más que lo menos", pues como sentenciaba Gracián: "Bien ayuna quien mal come". Para Gracián la salud estaba en la templanza, pues "el saber vivir consiste en hallar el medio" y no ir por los extremos, ya que "no hay dicha ni desdicha, felicidad o infelicidad, sino prudencia o imprudencia". Así el prudente y sabio Gracián nos muestra en su libro El Criticón un camino seguro para llegar hasta la isla de la inmortalidad: "No es otra cosa el vivir que un gozar de los bienes y saberlos lograr, tanto los de la naturaleza como del arte, con modo, forma y templanza". Siempre había quien prefería los banquetes, con capones de leche de Caspe, los jardines, los juegos, las galas, los amores o las riquezas, que de poco valían "sin la sabiduría", aunque para Gracián "no hay gusto como el leer, ni contento como una selecta librería".

Gracián que ha estudiado al hombre como un médico atento, descubriendo sus achaques y su triste destino, pues "el mundo le engaña, la vida le miente, la fortuna le burla, la salud le falta, la edad se pasa, el mal le da prisa, el bien se le ausenta, los años huyen, los contentos no llegan, el tiempo vuela, la vida se acaba, la muerte le coge, la sepultura le traga, la tierra le cubre, la pudrición le deshace, el olvido le aniquila, y el que ayer fue hombre hoy es polvo y mañana nada", nos propone un remedio, que bien lo pudieran despachar los boticarios, preparado a base del "aceite de las vigilias de los estudiosos y la tinta de los escritores, juntándose con el sudor de los varones hazañosos y tal vez con la sangre de sus heridas, se fabricaron la inmortalidad de su fama", a cuya isla se llega tomando "el rumbo de la Virtud insigne, del Valor heroico", que va a dar "al teatro de la Fama, al trono de la Estimación y al centro de la Inmortalidad".

Bibliografía

Belén BOLOQUI: "Baltasar Gracián: datos familiares inéditos (1563-1667)", II Encuentro de Estudios Bilbilitanos, Actas II, Centro de Estudios Bilbilitanos, Calatayud, 1989.
- "Niñez y adolescencia de Baltasar Gracián", Suplementos Anthropos, nº 37, Barcelona, 1993.
P. BRAVO GIL: "¿Por qué nació Baltasar Gracián en Belmonte?", La Comarca, Calatayud, 7-9-2001.
Baltasar GRACIÁN y MORALES: Agudeza y Arte de ingenio, Editorial Castalia, Madrid, 1988.
Baltasar GRACIÁN y MORALES: El Criticón, Espasa-Calpe, Madrid, 1980.
Francisco TOBAJAS GALLEGO: "Algunos documentos inéditos sobre la familia de Baltasar Gracián de Saviñán", Actas del Simposio Internacional sobre Baltasar Gracián en el IV Centenario de su nacimiento, Universidad Nacional de Educación a Distancia, Calatayud, 2002.
- "Ateca en tiempos de Gracián", Trébede, nº 60, febrero 2002.

De Cosas de mi pueblo, 2007

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