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Primera piedra

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | Felipe Pérez Capo, en sus Curiosidades parlamentarias (Madrid, 1902), dice que en Madrid la mayor parte de los edificios públicos habían sido conventos hasta bien entrado el siglo XIX. Esto probaba tres cosas: que "los conventos menudeaban, que eran excelentes edificios y que estaban situados en los mejores puntos de las poblaciones". Tanto el Senado como el Congreso de los Diputados fueron conventos. Pérez Galdós en La Fontana de Oro escribe: "y más abajo, en lo más rápido del declive, el Espíritu Santo, que después fue Congreso de los Diputados". Antes fue convento e iglesia de padres clérigos menores de este nombre, construido en 1684, en el sitio que ocupaban las casas del marqués de Tábara. Este convento había sido fundado por el Caballero de Gracia y antes de 1684 se situaba en las casas del propio Jácome de Gratis. Este edificio de la Carrera de San Jerónimo fue casi destruido por un incendio en 1823. El duque de Angulema estaba entonces oyendo misa en la iglesia, y los frailes tuvieron que abandonarlo, trasladándose al convento de Portacoeli. Ángel Fernández de los Ríos, en su Guía de Madrid de 1876, cuenta que cuando en 1834 se convocaron Cortes por estamentos, el Gobierno se negó a abrirlas en la antigua iglesia del convento de Doña María de Aragón, "para que no pareciese que eran continuación de las de 1823", y eligió el templo del Espíritu Santo, que estaba unido a la antigua casa del duque de Híjar. Las Cortes Constituyentes de 1837 vieron la necesidad de construir un palacio para la representación Nacional, y las de 1842 autorizaron al Gobierno las obras. Entonces las sesiones se trasladaron al salón de baile del Teatro de Oriente, donde permaneció el Congreso hasta el fin de la legislatura de 1849. Huyendo del recuerdo de las Cortes de 1823, se volvió al mismo escenario de las de 1814. La Academia de San Fernando publicó un concurso de proyectos para su construcción, siendo elegido el de Narciso Pascual y Colomer. El derribo del viejo templo comenzó el 21 de marzo de 1842 y la colocación de la primera piedra del nuevo edificio tuvo lugar el 10 de octubre de 1843, por mano de la reina Isabel II, en presencia del Gobierno provisional, del que era presidente Joaquín María López. En un arca de plomo se introdujeron las monedas de entonces, los periódicos del día, la Guía de forasteros, un ejemplar de la Constitución de 1837 y la paleta de plata que había usado la reina. Enrique Gil, en el primer número de El Laberinto, del 1 de noviembre de 1843, reseñó el acto y escribía que a su término las autoridades asistieron en el Prado a un desfile de las tropas de la guarnición.

La obra duró hasta 1850. El bajo relieve del frontón del pórtico es obra de Ponciano Ponzano, que modeló los leones, realizados en bronce procedente de unos cañones enemigos de la guerra de África. La sala de sesiones era semicircular. Los asientos de los diputados eran de caoba maciza y estaban forrados de terciopelo color guinda. Estaban numerados y tenían pupitre, escribanía y un cajón para guardar papeles. La tribuna y los sillones de la presidencia eran de palosanto.

Fernández de los Ríos escribía: "En aquella sala de conjuran muchas tempestades; aquel es un vivero de notabilidades, un abismo de accidentales caídas y resurrecciones inesperadas". Ya en 1876 se pensaba que el nuevo edificio no servía para la función que tenía destinada y se había pensado en construir otro, aunque el autor de la Guía creía desatinados todos los emplazamientos propuestos.

Sancho y Gil, en la Revista de la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Madrid, mayo y junio de 1875, publicó un 'Elogio de D. Joaquín María López'. En él escribía: "Los discursos políticos de López revelan que tenía talento, instrucción y genio".

Juan Moneva y Puyol publicó en Heraldo de Aragón, el 3 de diciembre de 1924, un artículo titulado 'Amor cifrado'. En él recordaba una anécdota que había contado Sancho y Gil una noche de 1895 en su tertulia familiar. Un orador pronuncia un discurso de gran valor. Entre las ideas políticas del discurso había colocado una palabra para su amada, que sólo ella podía entender. El discurso fue impreso, repartido, leído y comentado, combatido y celebrado. Un ejemplar en valija postal cruzó la frontera y lo leyó la amada del sabio estadista. Y entre tanta ciencia y política, encontró la palabra de amor que sólo ella entendía, y la amada respondió "con una palabra que fue para el Triunfador la sola razón de sentirse tal.
-Merci…".

Sancho y Gil dijo el nombre del orador-amante, Joaquín María López, ministro de la Regencia de María Cristina en 1837, fecha en que acontece la anécdota, pero aunque también sabía el nombre de la dama, Moneva asegura que no lo dijo. "Amor es misterio". Sentenció.


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