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Con los ojos cerrados

ALMUDENA GRANDES | Cuando llegó a la estación, estaba tan cansada que ni siquiera miró el billete.

El anuncio emitido por megafonía la pilló medio dormida, aunque los sollozos de una chica desesperada, que pedía a gritos que abrieran las puertas, la despejaron en un instante. Pero no quiso abrir los ojos. Con la cabeza apoyada en la ventana, simulando dormir, escuchó los gemidos de la jovencita que se había confundido de tren, las opiniones de los pasajeros, las explicaciones del interventor, nueve minutos de diferencia en la salida entre ambos trenes, y sí, ya sabía él que los que salen de Barcelona hacia Madrid suelen parar en Zaragoza, pero sólo suelen, y para algo se emiten los billetes, para algo cada tren lleva un número distinto, para algo la hora de salida se expresa en horas y minutos, ¿no?

Ella también tenía que bajarse en Zaragoza. Allí estaba su casa, su marido, sus dos hijos, la profesora particular que estaría ayudando al mayor a terminar los deberes, su suegra, que se había ofrecido a ir a hacer la cena… Todos la esperaban en Zaragoza, pero no abrió los ojos. Estaba muy cansada. Aquella mañana se había levantado a las cinco y media para dejar hecha la comida. Mientras tanto, había hecho también el desayuno, había despertado a sus hijos, a su marido, había salido zumbando a la estación con el tiempo justo y en el mismo andén se había enterado de que su jefe no iba a acompañarla a la reunión porque había pasado una noche muy mala, con su hernia de hiato y el reflujo dale que te pego, y total para qué, si ya puedes hacerlo tú sola, que vales un montón…

Lo había hecho sola y lo había hecho bien, porque el cliente había formalizado el encargo. Había tenido que sudar sangre, eso sí, porque no tenía el proyector que iba a llevar su jefe, ni el portátil que iba a llevar su jefe, ni el powerpoint que iba a llevar su jefe para aparentar que el proyecto era suyo. En realidad, había hecho el trabajo ella sola, sin ayuda de nadie, y así, al llegar a Barcelona tuvo que agenciarse un proyector, un portátil, descargar el powerpoint del móvil, retrasar la reunión un cuarto de hora y dirigirla como una mujer-orquesta. Durante más de dos horas, se había estado moviendo de un lado a otro sin dejar de hablar, para escribir en la pizarra y pulsar todos los interruptores y hacer avanzar los gráficos y repartir un dossier impreso y contestar a las preguntas. Al día siguiente, todos la felicitarían, pero nadie le subiría el sueldo.

El tren pasó de largo por la estación de Zaragoza, pero aminoró la velocidad al llegar a la de Calatayud. Entonces abrió los ojos. La chica llorosa se estaba despidiendo de los pasajeros que la habían apoyado. Yo debería bajarme aquí también, pensó entonces. Debería llamar a su marido y explicarle lo que había pasado. Él le preguntaría en voz alta cómo podía ser tan tonta, la advertiría que ahora no podía ir a buscarla, que llamara a una amiga, a su hermano, a quien fuera, y le tocaría esperar un buen rato, quizá horas, en la estación de Calatayud, muerta de frío.

Al pensarlo, se despertó del todo. Encendió el móvil y estuvo navegando por Internet hasta que encontró un hotel bonito, una habitación razonablemente barata cerca de la estación de Atocha. Después se compró un billete para el AVE de las ocho de la mañana y le escribió un mensaje a su marido explicándole que había cometido un error inexplicable y que ya hablarían porque se estaba quedando sin batería.

El tren paró un instante en Calatayud, y ella no se bajó. Al llegar a Madrid, salió del vagón con el mismo gesto que los pasajeros que estaban deseando llegar a sus casas para descansar.

Eso era lo que ella necesitaba, pero antes se comió un bocadillo de calamares en un bar caliente y ruidoso, cerca de su hotel. Hacía muchos años que no probaba un alimento tan delicioso.

El País (15-11-2015)


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