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Aragonesía y Aragonía

ANDRÉS ORTIZ-OSÉS | Llamo aragonesía a la expresión cultural aragonesa, tradicionalmente vista como un tanto brusca o abrupta, cuyo paradigma sería la jota en su vibrante ejecución bailada o bien los tambores en su rotundidad sonora.

Y llamo aragonía a la vivencia agónica aragonesa, tradicionalmente matizada por una somardez socarrona, la cual quiebra aquella línea fuerte o dura. Así, la aragonesía típica de Baltasar Gracián estaría en la fuerte expresión barroca de su cultura pesimista, mientras que su aragonía estaría representada por la agónica vivencia del desengaño vital y mortal. En la novela gracianesca del Criticón, sus protagonistas conviven una vida llena de exabruptos o desasosiegos existenciales, contrapunteados por la búsqueda de una felicidad interior que se escabulle hasta el final.

En la novelística posterior del Pedro Saputo de Braulio Foz, el protagonista celebra una vida plena de astracanadas, contrapunteada por una visión interior crítica e irónica de nuestra coexistencia interhumana. Tanto en nuestra novela barroca como en nuestra novela ilustrada, la aragonesía proyecta una visión cultural abrupta o exabrupta, mientras que su visión o versión interior resulta crítica y aún corrosiva de esa cultura exterior. De hecho tanto el protagonista del Saputo como los protagonistas del Criticón, acaban desapareciendo de la escena o escenario exterior, en una modélica retirada agónica caracterizada por su ausencia o deserción final.

En el caso emblemático de Francisco de Goya, la aragonesía comparecería en la truculencia contracultural de su pintura, así como su aragonía en su agónica revisión de la existencia. Observamos en nuestro pintor un contraste entre la expresión o expresionismo negro de lo real, y la impresión o impresionismo doliente de lo real. La presencia del pueblo objetivado y abotargado, enajenado, está atravesada de una sensibilidad subjetiva humanísima. Con razón puede decirse que el ilustrado Goya expresa el mundo negativamente, mientras aflora el impresionismo romántico de su deseo de transfiguración subjetiva de esa realidad objetiva u objetivada, denunciada.

Conceptos universales

Podemos pues universalizar nuestros conceptos de aragonesía como expresión cultural abrupta, y de aragonía como impresión interior sensible. Es la diferencia entre la convivencia exterior y la vivencia interior, entre la expresión y la impresión, entre la realidad objetiva y la surrealidad subjetiva, entre la cultura social y la psique, el alma o la psicología, entre la verdad y el sentido. En nuestro Goya la realidad externa resulta una verdad descarnada y brusca o bronca, pero la realidad interior resulta un sentido encarnado y delicado o sensible. Lo cual parece dar cuenta del prototipo aragonés, duro por fuera y blando por dentro. En las pinturas de Goya en el Pilar de Zaragoza, puede verificarse ya el contraste juvenil entre el expresionismo tosco del pintor y su impresionismo subjetivo e interior.

A diferencia del pesimismo trascendental de Gracián, el pesimismo de Goya es un pesimismo crítico y trágico, pero positivo o transfigurador (transfigurativo). La aragonesía universal de Goya es una expresión cultural áspera o brusca, que parece recuperar el tenebrismo del pintor Caravaggio en una crítica al viejo idealismo, en nombre de lo animalesco y monstruoso. Pero sabemos que el monstruo es la versión negativa del hombre, degradado, cuya positivación y transfiguración pictórica es obra del propio arte goyesco. Ahí está para ejemplificarlo su pintura agónica del Perro semihundido, una víctima cuasi humana de los elementos propios del destino ciego y aciago.

Pero sobre todo ahí está la víctima humana, blanca y flotante, cristológica, del protagonista insurrecto de Los fusilamientos del 3 de mayo: insuperable contrapunto de la negrura y la blancura, de la horizontal y la vertical, de los fusiles mecánicos y los brazos en cruz, de la sombra externa y la luz interior.

La dureza de la piedra

El contraste entre lo que llamamos aragonesía cultural y la aragonía existencial refleja y revela un contraste universal entre la realidad dada, objetiva o dura, y la surrealidad subjetiva, entre la estructura de la vida y la urdimbre existencial. En el imaginario aragonés la dureza de la vida estaría simbolizada por la piedra y lo pétreo, reblandecido existencialmente, y ahí está para mostrarlo la piedra sagrada o matriarcal del Pilar, la piedra arquitectónica reconvertida en ladrillo mudéjar, el Monasterio de Piedra pasado por agua y la piedra pirenaica aguada y regada, incluso el pétreo reclamo del adoquín reconvertido en dulce. A nivel humano, Luis Buñuel personalizaría semejante síntesis entre la estructura dura de la vida y la urdimbre blanda de la existencia: su film El ángel exterminador sería el mejor exponente de semejante encuentro/encontronazo entre la realidad dada o exterior y la surrealidad expuesta o interior. Y a nivel arquitectónico, Albarracín representa la reconversión de la materia pétrea o peñón sobre el cual se asienta, en la ductilidad de un material refinado y estilizado por el hombre pintorescamente.

El reino del Dragón

Pero yo soy un desertor del desierto de los Monegros, en medio de cuyo paisaje seco y patriarcal emerge terco y tozudo el árbol matricial de la sabina, inspirador de una danza de nuestro bailarín Miguel Ángel Berna. Simbólica e intrigantemente nuestro director de cine José Luis Borau rodó una película de culto sobre una mujer matriarcal y dracontiana, cuyo mitológico nombre preromano es la Sabina. Pues bien, lo dracontiano pertenece al trasfondo telúrico del reino-de-Aragón o Dragón, draconismo pagano contrapunteado y alanceado por el heroísmo patriarcal de un caballero romano y cristiano de nombre san Jorge. En donde volvemos a encontrarnos con la aragonesía oficial del héroe patricio o patricial y la aragonía agónica y legendaria del dragón matricial. De esta guisa, Aragón se sitúa entre el dragón matriarcal y el héroe patriarcal: fratriarcalmente. Proyectamos así la visión o versión de un Aragón/Aragonia fratriarcal, re-mediador de los contrarios u opuestos en su composición democrática y pacífica. Nadie como nuestro Miguel Fleta encarna mejor como persona y personaje o tenor mi alambicada intuición de el/lo aragonés, a la vez abrupto y ex-abrupto. Su voz es de una desmesura épica y radial, si bien contrabalanceada por la mesura lírica de unos filados íntimos. En su inmortal aria del Adiós a la vida de la ópera Tosca de Puccini, nuestro increíble tenor despliega toda su voz cromática para contar y cantar la vida en su máxima intensidad, mientras que el contrapunto de su voz agónica canta su cercanía con la muerte. En donde la realidad vibrante del mundo queda contrarrestada por el aliento final de la muerte como sentido-límite de nuestra coexistencia. La aragonesía de Fleta aún retumba extrovertidamente como un grito desgarrado y desgarrador frente al mundo, al tiempo que su aragonía es un susurro introvertido y agónico.

El Periódico de Aragón (12-5-2019)

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