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Una postal de Anita


Manuel Navarro Rubio 'El de la Bartolina'

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | Manolo Navarro Rubio, "el de la Bartolina", "el Fleta de la jota", "el rey de la canzoneta", "el Caruso del cante aragonés", "el creador de Ramona", "el toreador" de largas patillas, el valiente jotero y primer alumno de Fidel Seral, fue un hombre alegre y mundano, pero amante de su familia, siempre cercano y galante con las mujeres, aunque sin aceptar de ellas otros compromisos más serios y duraderos.

Siendo joven tuvo que elegir entre la confitería y la jota. Y eligió la jota. Manuel Navarro había trabajado en el obrador de Ferrer y Coro, que abría sus puertas en la calle del Carmen de Jaca, y en una pastelería de Daroca, donde mantuvo una larga relación sentimental con la hija del propietario, Engracia Segura. Pero en 1928 Manolo Navarro obtuvo un premio de jota en Barcelona y se lanzó a conquistar el mundo. Sus actuaciones en Barcelona y las constantes giras, lo acabaron alejando de su matrimonio con su novia de Daroca. Manolo Navarro no quiso ser pastelero, pero tampoco quiso casarse con su novia Engracia. Manolo quiso seguir su vida artística de aquí para allá, pero Engracia no quiso seguirle de escenario en escenario. Y ahí acabó la historia.


Dos de los discos grabados por Navarro

Más tarde Manolo Navarro formó parte de la "Agrupación España-Argentina", una orquestina en la que puso su voz y su guitarra, con la que recorrió gran parte de España. A finales del año 1928 comenzó a recorrer nuevamente España con otro grupo, "Alma Criolla", con un repertorio similar, que lo llevará a actuar por escenarios de Francia, Italia, Alemania, Suiza, Luxemburgo, Holanda, Túnez, Argelia y Marruecos. Desde las principales ciudades europeas y africanas escribía postales que enviaba a su familia, a la Casa Blanca de la Bartolina de Calatayud. Postales de Torino, Bolonia, Venecia, Lugano, Lucerna, Milán, San Remo, Zurich, Berlín, Roma…. En algunas de ellas anunciaba el envío de algún giro con dinero, cincuenta o incluso cien pesetas, para sus padres, ya mayores, y para su hermana enferma.


Anita, la novia suiza de Manuel Navarro

En 1939 Manolo se encontraba de gira en Casablanca y Rabat. Europa se estaba volviendo distante e insegura. A lo lejos se adivinaba una guerra interminable, llena de frío y de odio. Manolo hizo entonces un alto en sus giras y regresó a un Calatayud que comenzaba a vivir con las dificultades de la posguerra, donde todo se había vuelto más triste y silencioso. Debía sentirse cansado, sin fuerzas, y sin saber muy bien cómo ni por qué, decidió abandonar su imparable carrera artística e invertir su dinero en su familia y en el merendero de la Bartolina. Entonces parecía no importarle demasiado dejar atrás ciudades, teatros, aplausos, dinero, bellas mujeres y a su novia Anita, que lo esperaba en Suiza.


A las puertas del merendero de La Bartolina, junto a sus padres y hermana

Con esta inexplicable decisión, la vida de Manolo Navarro dio un giro de ciento ochenta grados. Tomó las riendas del merendero de la familia, llenó las paredes del local con sus fotografías y compartió con sus viejos amigos recuerdos y canciones. El merendero tenía dos bancos adosados a la pared, bajo una frondosa parra. El local disponía de dos mesas cuadradas de madera, con taburetes. Al fondo, el mostrador, con una ventana enrejada que daba a una terraza, que lo separaba de la carretera. Un aparato de radio alemán alegraba la vida del merendero, con coplas y canciones.


Postal remitida desde Suiza y dirigida a la dirección de Navarro en Calatayud

A esta Casa Blanca de la Bartolina iba dirigida una bella postal llena de cariño y de amor, que le escribió su novia Anita en un dulce italiano, el domingo 10 de marzo de 1940. Esta postal la acaba de recuperar del limbo del olvido Antonio Utrera para su colección. Una postal con un bodegón pintado, un jarrón con unas grandes margaritas amarillas, que editó la Asociación suiza de enfermos y anormales. Cuatro sellos del general Hans Herzog, héroe de la guerra franco-prusiana, fueron suficientes para que la postal llegara a su destino, a manos de Manolo, a Calatayud. Un sello avisaba: Pendiente de censura. A censurar en destino. Pero no había nada que censurar. El amor no conoce de idiomas ni de fronteras. Anita le mandaba con ella todo su profundo amor. Lo llamaba querido Manolo y le pedía paciencia. Las cartas de ambos se seguían cruzando en direcciones opuestas. En ellas debían compartir recuerdos, confidencias y frustraciones, con los mejores deseos para los nuevos tiempos, pero quizá también se escaparan en ellas algunas excusas, que delataran miedos, titubeos y tal vez algunas mentiras más que piadosas. La espera de Penélope se iba haciendo cada vez más larga y más angustiosa.


Texto de la postal enviada por Anita a su novio Mariano

Pero en 1946, una vez pasado el huracán de la guerra, Anita, cansada de esperar, decidió cruzar una Europa en ruinas para reunirse de nuevo con Manolo en su Casa Blanca de la Bartolina. Eran supervivientes de una guerra atroz, que había pasado de refilón, pero Manolo era un hombre nuevo. A veces cantaba con sus amigos en su merendero, en variados festivales benéficos, en el Teatro Principal de su ciudad, con la Rondalla Bilbilitana, o en el Café Pavón, donde actuaban orquestinas y animadoras, y las mesas hacían las veces también de improvisada lonja. El Pavón, popular y provinciano, nada tenía que ver con el Kursaal de Zurich o con la pista de hielo de Davos Platz. Pero el tiempo de la juventud, del desenfreno, de la ilusión, de la fama y del dinero, quizá había pasado ya para nunca más volver, como en la letra cantada tantas veces por Manolo, de un tango nostálgico y también sentimental.


Mariano Rubio junto a la Rondalla Bilbilitana

En septiembre de este año de 1946, tras una petición formal, a Manolo Navarro se le expidió por la Comisaría de Policía de Calatayud un certificado de buena conducta, para que pudiera solicitar la concesión de un pasaporte. En él se decía que Manolo era persona de buena conducta moral, que no había desarrollado actividades político-sociales de ningún matiz. Anita lo debió convencer, con palabras de mujer enamorada, para que Manolo dejara aquel merendero a las afueras de la ciudad, aquella España negra y hambrienta, ofreciéndole de nuevo el mundo, una Europa en paz, quizá un nuevo contrato y lo más importante, todo su apoyo y todo su amor. Le debió proponer volver a Suiza. Como las leyes suizas prohibían entonces trabajar a las mujeres casadas, Manolo viviría en casa de unos amigos, como huésped, cerca de la casa de Anita. Vivirían juntos y empezarían de nuevo una nueva vida. Una vida nueva lejos del merendero de la Bartolina, de estos montes blancos y pelados, de una España hambrienta y silenciosa, lejos de la monotonía de una pequeña y aburrida ciudad provinciana.

Pero Manolo no lo debió ver tan claro. ¿Había perdido la ilusión, la ambición, su carácter mundano y combativo? ¿No le interesaba ya el dinero, los aplausos, la fama ni la vida del artista? ¿No quería compartir su vida con aquella mujer que tanto le amaba? La vida tranquila lo había desarmado completamente. Era un hombre vulgar que vivía de un ayer sin mañana.

El amor de Manolo a Anita no era tan fuerte como ella pensaba y no consiguió sacarle de su retiro placentero y aburrido, de su destierro familiar. La familia con sus ataduras, los años, el cansancio, la ilusión perdida, la pereza de comenzar de nuevo, la indecisión, la inseguridad, el miedo al fracaso, habían vuelto cobarde al triunfador de otros tiempos y Manolo prefirió seguir su vida monótona, tranquila y alejada de los escenarios. Los buenos recuerdos de tiempos lejanos, tampoco consiguieron hacerle reaccionar.

Anita debió insistir una y otra vez porque le quería, pero al final tuvo que desistir de su empeño. Es difícil trasplantar un árbol viejo con hondas raíces, a un hombre envejecido, cuando le pesan más los recuerdos que las ilusiones. Quedaban las cartas y las postales para convencerlo poco a poco. Pero Anita no se dio nunca por vencida y regresó de nuevo en busca de Manolo en el año 1962. Otro nuevo y quizá esperado fracaso. Uno más. Ella tampoco quiso quedarse en Calatayud y Anita tuvo que volver sola a Bottmingan, en la Bale Campagne suiza, junto a la frontera alemana. Había perdido una vez más, pero había luchado hasta el final, convencida que aún era posible lo imposible.

La mujer de su hermano José estaba convencida que su cuñado no era hombre para casado, pero no es menos cierto que Manolo estuvo ligado a su entorno familiar más de cincuenta años. En 1969, Manolo se trasladó con sus hermanos y sobrinos a Zaragoza, donde consiguió vivir con sus buenos y malos recuerdos y sus viejos fantasmas hasta un día de enero de 1990. Anita, como Penélope, debió seguir trenzando y destrenzando sus recuerdos, escribiendo cartas y postales a su querido Manolo en su dulce italiano, bajo un cielo entre montañas, imaginando nuevos proyectos para dos viejos enamorados.

NOTA: Las fotografías de época están obtenidas del libro Manuel Navarro Rubio. El Fleta de la jota, de Sergio Zapatería


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