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Un amigo de diez años

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | La memoria, que como un cuaderno escolar atesora ejercicios de aritmética y lecciones de diversas materias, redactadas con desigual caligrafía, nos reserva a buen recaudo toda clase de ocasiones, sentimientos, afectos, infortunios y despedidas que muchas veces lo fueron para siempre, además de inútiles remordimientos de conciencia, ya imposibles desvelos y justificaciones desmanotadas e inservibles. A veces pienso que la memoria, que también es vida ya vivida, se parece a un tiovivo de feria, que va dando vueltas y más vueltas una tarde sofocante de calor, con olor a churros y manzanas de caramelo, y en cambio en otros momentos considero que la memoria hace el trabajo de un juez descarnado que va dictando a viva voz nuestros cargos de remordimientos, nuestras desconsideraciones, nuestras vergüenzas, nuestras perplejidades y nuestros más íntimos arrepentimientos y turbaciones, que de todo hubo llegando la ocasión. Y siempre sin poner sobre aviso, somos sorprendidos en los cinco sentidos por una memoria atenta y fehaciente, en el preciso momento de revolver una esquina una tarde desabrida de domingo, al presentir en los lejanos arreboles del cielo, la ya no tan lejana primavera, al abrir un cuaderno atiborrado de sumas y dictados, con inocentes y también imperdonables faltas de ortografía, al conjugar, y no siempre por casualidad, el pretérito imperfecto del verbo esperar, o simplemente al visitar una tarde fría de noviembre el pequeño camposanto del pueblo.

La memoria viene a ser como una moneda de dos caras, como el mar que devuelve los muertos a las playas, como el notario que registró con letra redondilla y pulso firme nuestras descompasadas expectativas en un día de vana euforia, como los caminos sin mojones del cielo, por donde pasan cada primavera las grullas y las golondrinas, sin perder el norte, como un reloj atrasado que vuelve a dar de nuevo la hora de las alegrías y de los pesares, la media hora de las satisfacciones y de los agobios, y el cuarto de hora de las bromas más desconsideradas y de las distracciones más inconfesables.

Ha transcurrido media vida desde entonces. Los pájaros han seguido viniendo puntualmente con las primeras bonanzas de marzo y de abril, a los mismos lugares que dejaron con los primeros fríos del otoño, los árboles han florecido a su tiempo, dando domasquinos y cerezas, los muchachos han seguido jugando al balón en la plaza, tal como lo hacíamos nosotros las tardes de los sábados, después de la confesión, y aun a otros juegos más rebuscados, pero también más estúpidos, ha crecido la hierba en las orillas del río y no ha parado de bajar el agua por su cauce, como venía sucediendo entonces. Las calles todavía son las mismas, con nombres diferentes, esa es la verdad, pero siguen siendo largas y sinuosas, quebradas y pendientes, según, y en ellas todavía es posible jugar a tres navíos por el mar, ya de atardecida, y echar una apuesta con el cierzo y cruzarlas de arriba a abajo con una bicicleta sin frenos.

El sol sigue organizando los trabajos y las diversiones de la gente, como entonces, como siempre. ¿Recuerdas aquellas tardes de junio jugando al marro en la plaza, hasta que el sol comenzaba a trepar lentamente por las fachadas encaladas, como si fuera una lagartija con la cola tronchada de una pedrada, y ya al atardecer las campanas tocaban al rosario, a la misma hora que las bombillas de las cuatro esquinas de la plaza se encendían a la vez, como tímidas luciérnagas? A esta hora, los muchachos de entonces bajábamos corriendo a beber agua a la fuente, cuando los hombres volvían del campo con sus borricos cargados de cajas de fruta, de tomates, de judías o de cañas verdes de panizo, después de haber cumplido con la acostumbrada parada en el abrevador. ¿Te acuerdas?

A los muchachos de entonces nos gustaba bañarnos en la acequia de Jumanda al mediodía, aquellos días inacabables y pegajosos del verano, pero calzando siempre unos zapatos viejos, para evitar cortarnos con las botellas de vidrio rotas y con las latas de conserva que llenaban el fondo, como si en verdad fueran los restos de un naufragio ya olvidado. ¿Te acuerdas que un primo mío se quitaba los calzoncillos al mismo tiempo que se colocaba el bañador, en una compleja maniobra que sólo él dominaba a la perfección, y todo para no enseñar el culo? ¿Te acuerdas que también se iba al río por las tardes, a la altura del remanso del azud, que siempre era más peligroso que la acequia por los remolinos y sobretodo porque pocos sabían nadar? Algunas tardes subíamos hasta la ermita de san Roque y tirábamos piedras a las piñas altas y verdes de los pinos piñoneros, que luego en el horno de cocer el pan de mi abuelo, acabarían por abrir sus escamas, dejando desprotegidos a los piñones, que servirían de merienda. Otras tardes escudriñábamos a las mujeres que lavaban las sábanas en la acequia, para asustarlas sin motivo, lanzando al agua y siempre de improviso un enorme terrón de tierra. En otras ocasiones poníamos en común los soldados que salían en las cajas del jabón de lavar y nos juntábamos a jugar en el patio o en el corral de Manolito. Siempre, por una u otra razón, las piedras fueron, como dicen que vino a ocurrir con el hombre primitivo, nuestras mejores armas, con las que jugar o disuadir, según. Sin ellas, los juegos y las contiendas no hubieran tenido posiblemente el mismo final.

A ti pocos chicos te ganaban a correr, a jugar a la pelota, al marro, a las tres en raya y a policías y ladrones, a subir las tapias de los corrales en busca del balón, a trepar por los árboles de la chopera, a coger moscas al vuelo, mientras el maestro leía con voz de coadjutor el heroico episodio de la toma del Alcázar de Toledo, y a subir las escaleras de la torre a la hora de tocar el primer toque para el rosario. Eras lo que todo el mundo entiende por un chico malo, pero sin ninguna malicia ni suspicacia, no, un chico travieso que no paraba quieto ni un momento. Nadie te ganaba a criar gusanos de seda en una caja de sandalias de Gorila, a correr en las carreras de los entalegados para las fiestas patronales, y hasta con un candil encendido sujeto en la bragueta, a coger moras de los morales de la Virgen del Pilar y a ponerte como un Cristo, a saltar las hogueras de santa Lucía y de san Antón con una caña de río, a jugar a las espadas, a tirar con un arco hecho de mimbre, a correr en bicicleta y a comer la merienda. Nadie consiguió nunca ganarte a nada de esto. En cambio recuerdo que en la escuela no eras de los primeros del curso y alguna vez el maestro, por desobediente o impuntual, te había colocado en el estrado de rodillas, con los brazos en cruz, sosteniendo dos gruesos tomos de aquellas lecturas escolares que se leían a media tarde una vez por semana. ¿Te acuerdas cuando nos tocaba llenar a primera hora de la mañana la estufa de serrín? Primero era menester limpiar bien toda la ceniza, luego había que ir a un lóbrego almacén contiguo a la escuela, donde se llenaba de serrín un enorme pozal de cinc. Una vez de vuelta era preciso coger los mazos de madera, introduciendo el más pequeño de manera horizontal por la encendedera y el más grande en vertical por la boca de arriba. Una vez bien colocados, se iba echando poco a poco el serrín, que era apisonado con ayuda de los otros dos mazos, intentando siempre que el mazo colocado en medio de la estufa, guardara a toda costa su verticalidad. Entremedias del serrín se echaba algún papel de la papelera del maestro y las virutas de los lápices y de las pinturas, y otra vez a golpear el serrín, repitiendo la operación hasta conseguir llenar la estufa. Luego se sacaban con cuidado los mazos, se colocaban de nuevo las arandelas de la boca, se abría el tiro y de rodillas se encendía un papel con el que se prendía fuego el serrín de la estufa. Si aquel día soplaba cierzo, el humo se escapaba por entre las junturas de los tubos y entonces era preciso abrir la puerta o incluso las ventanas.

Recuerda que subimos juntos a la escuela del recreo con los seis años cumplidos, después de aprender a hacer la o con un canuto en la que entonces llamaban la escuela de párvulos, que los chicos mayores bautizaban con retintín como la escuela de los cagones, añadiendo un pareado insolente y ofensivo para los pobres escolares, que recitaban con musiquilla y de manera prepotente: "¡La escuela de los cagones..., comen pan y coscorrones...!". Recuerda que aprendimos casi al parejo el padrenuestro, que había que rezar puestos de pie todas las mañanas y todas las tardes, a la hora de la entrada y a la hora de la salida, frente a los retratos de Franco y de José Antonio, dispuestos a cada lado del crucifijo, los sagrados Mandamientos de la no menos sagrada Ley de Dios, los adverbios, que gozaban de nuestra inquina y animadversión, tanto o más que los tiempos de los verbos, que ya es decir, las preposiciones, los reyes godos, siempre con musiquilla, Adán y Eva y el pecado original, las provincias españolas con el Sahara, Guinea, Sidi Ifni y Fernando Poo, la regla de tres, simple y compuesta, y las diferentes medidas de capacidad, peso y longitud, que las más de las veces se combinaban en nuestras entendederas en un batiburrillo verdaderamente confuso y desordenado, el catecismo de primer grado, que era necesario saberse de memoria para poder comulgar vestido de marinero, uno de aquellos jueves que alumbraban más que el sol, el episodio sorprendente del arca de Noé, los prodigios referidos a las tablas de Moisés y el triste final de aquellos pobres pecadores de Sodoma y Gomorra, que no pudieron vencer la tentación de mirar hacia atrás, quedando al instante convertidos en estatuas de sal.

Recuerdo que aquellos días que se repartía la leche en polvo de los americanos, la escuela se convertía en una fiesta. A la una menos cuarto se recogían los libros y los cuadernos y se pasaba en fila a recoger la ración en un vaso. A la salida tú te lanzabas con el dedo humedecido, dispuesto a meterlo en el vaso de algún despistado. Te recuerdo también de monaguillo con el sayo rojo, corto para un muchacho de tu edad, y el roquete muy arrugado, cuando subías al campanario a tocar por las tardes para el rosario y luego para la misa. Te recuerdo muy bien cuando íbamos al cine de la plaza, al aire libre, cuando en verano venían los peliculeros. Para ello era preciso cenar antes de hora y subir deprisa a coger sitio. Te recuerdo también cuando merendabas en el portal de tu casa, en la calle del Charco, una rebanada de pan con vino y azúcar, mientras jugábamos a los pitones, cuando tu padre te montaba en el macho, en el puente de piedra, antes de entrar al pueblo, cuando con una sonrisa nos jurabas por lo más sagrado que los Reyes Magos eran de mentira, cuando fumábamos a escondidas cigarrillos de anís, cuando levantabas las faldas a las chicas mientras bailaban pasodobles toreros para las fiestas...

Pero un día en el recreo te caíste jugando por la huerta de Luis Lafuente y te llevaron a toda prisa al médico y luego al hospital. Nadie pensaba que un chico de tu fortaleza pudiera llegar a morirse de un golpe de nada. Pero no hubo remedio y esa misma tarde te trajeron muerto al pueblo y las campanas que tú bandeabas, fuera para el rosario o para la misa mayor de los domingos, tocaron esta vez a muerto. Algunos amigos fueron a verte quieto, muy bien peinado, con los ojos cerrados y las manos puestas en cruz sobre el pecho, cosa que hasta aquel día tan triste nadie había conseguido. Ni tu madre, ni el cura, ni mucho menos el maestro. Yo no quise ir, seguramente por respeto o por miedo, o por ambas cosas a la vez. No lo sé. La tarde de tu entierro no hubo escuela. La iglesia estaba a rebosar y las mujeres lloraban amargamente, dudando de la misericordia de Dios. Las chicas y los chicos de las escuelas llenamos como siempre los primeros bancos de la iglesia y asistimos en silencio a la misa de difuntos. Recuerdo que a los ocho días justos te hicieron una misa por la tarde, a la que no faltamos algunos de tus amigos que habíamos compartido contigo castigos, juegos y travesuras. Aquella tarde recuerdo que hacía mucho frío y un airecillo helado se colaba por la puerta grande de la sacristía. Al día siguiente recuerdo que mi madre me puso el termómetro y me dijo que no podía levantarme a la hora de la escuela, porque tenía fiebre. Cuando se pasó el resfriado, guardando cama toda una semana y bebiendo una cucharada sopera tras otra de jarabe, e intenté ponerme en pie, las piernas no me sostenían y mi madre comentó a las vecinas que había dado un buen estirón.

Ya no volveríamos a coincidir en el bachiller, en las verbenas de los sábados, el mismo domingo que nos tallaron, en la fiesta de los quintos, cuando aprobamos a trancas y barrancas el carné de conducir, cuando bailamos agarrados, cuando bebimos un cubalibre entero y fumamos cigarrillos rubios. ¿Recuerdas cuando el guardia civil de la puerta nos mandaba a comprar un paquete de cigarrillos Jean al estanco? ¿Recuerdas el álbum con las estampillas de Oceanía pegadas con pegamento? ¿Recuerdas las meriendas con pan y chocolate después de las procesiones? ¿Recuerdas aquella tarde que nos subimos al árbol más alto cerca de los sifones y nos llenamos los dos bolsillos del pantalón de domasquinos verdes? ¿Recuerdas cuando se hacían apuestas para ver quien conseguía mear más lejos? ¿Recuerdas cuando cruzábamos a la carrera los charcos de las calles y de la plaza? ¿Recuerdas cuando al salir de misa y del catecismo íbamos corriendo a la plaza para ver si habían colocado ya los carteles de la película de la tarde? ¿Recuerdas el sabor de las rebanadas de pan con vino y azúcar? ¿Recuerdas cómo relucían las luciérnagas en las cunetas de la carretera, cerca del puente de hierro? ¿Recuerdas cómo cantaba el mirlo las noches del verano, mientras los chicos dormían en el catre del granero, porque los tíos de la capital ocupaban sus camas? ¿Recuerdas cuándo se iba a las moreras blancas de la Virgen del Pilar a coger hojas para los gusanos de seda? ¿Recuerdas aquellas tardes cuando jugábamos al marro en la plaza, a los pitones en el recreo, a las chapas en la calle del Charco, a la navaja en el Corralín y al fútbol en la huerta, echando primero suelas para elegir equipo?

La memoria, amigo mío, ya te lo dije antes y no es ocasión de repetirlo ahora, es la piedra con la que el hombre tropieza una y mil veces, el remolino de viento que levanta el polvo del camino y los afectos de la infancia, la moneda que nos brinda la ocasión de dar vueltas y más vueltas en el tiovivo de una tarde de feria, el motivo para quedar convertidos en estatuas de sal, como ocurrió con los pecadores bíblicos, la excusa para buscar paraísos perdidos, irremisiblemente, viejas rebeldías, divertidas inocencias y largos días que nunca ya lo fueron tanto como entonces. La vida dicen que es así, y puede que a pesar de todo tenga más de dulce que de amargo, pero es igual. Quiero creer que la vida a los diez años tenía mucho más de amable que de ingrato. Pero de todos modos se portó muy mal contigo. No pudo ser. No pudimos crecer juntos, ni sentir los apuros y las perplejidades que acometen más tarde o más temprano a todo hijo de vecino, no pudimos servir a la patria a regañadientes en el mismo reemplazo, ni mirar a las mismas muchachas, ni comprar a medias un coche de segunda mano, ni mirar el mismo cielo antes de echar a correr, ni dejar aquella gran plaza soleada de los sueños para tomar la larga calle de las responsabilidades. La vida se reparte, ya lo ves, sin prevenciones de ningún tipo y sin artículos de fe, sin artículos de esperanza y sin artículos de caridad. Qué quieres que te diga en estos momentos. Te podría contar muchas cosas que te resultarían del todo extrañas. Mi mundo es éste en el que vivo ahora, confuso y desorientado, esa es la verdad, como también lo es aquel tiempo perdido, recobrado en la memoria, siempre al lado de tu temeridad y de tu arrojo. Te recuerdo con el pelo revuelto, corriendo arriba y abajo de la plaza una tarde de calor, merendando aquel pan con vino y azúcar que tanto te gustaba, y gritando con la espada en alto: "¡Adelante mis valientes!". Tú, el más bravo y atrevido de todos, fuiste el primero en caer. Los gallinas que íbamos siempre detrás de ti, sólo merecemos el honor de referir tus hazañas de tus diez años con una más que cierta añoranza.

De Memoria de Elefante, 2008

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