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Mi casa

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | Nací en una casa con goteras, en una casa grande con gatos y geranios. En una casa de pueblo con huerto, cubierto, acequia, bodega, fresquera, granero, palomilla y un horno de leña para cocer el pan de cada día.

Delante de mi casa cruzaba la carretera de Paracuellos. A un lado pasaba un hondo brazal que nacía de la acequia de Jumanda. En tiempos había alimentado al viejo molino harinero, donde habían vivido mis bisabuelos, y entonces se servía de él la fábrica de la luz. En este brazal el cestero guardaba los mimbres bajo el agua.

Enfrente de mi casa el tío Valero tenía una huerta grande con una caseta, donde plantaba de todo. Delante de la fábrica de la luz, los Arenas descargaban los chopos, que una vez pelados a mano, servirían para hacer cajas para la fruta.

Al otro lado de mi casa había un corral, donde mi abuela criaba el tocino y las gallinas. Una noche de invierno entró la zorra y mató a muchas gallinas. El tocino se encerraba en su choza. Comía patatas tocineras, pastura y peras de roma. Cuando salía de la choza para limpiarla, parecía un toro de los sanfermines y nosotros nos subíamos a toda prisa a una escalera de palos. Seguido estaba la fábrica de cajas de los Arenas. Recuerdo que unas mujeres iban colocando las maderas sobre unos moldes ovalados.

Yo nací en esta casa grande del horno, a la misma hora que sonaba el despertador de campana y los panaderos de la familia daban por comenzar su larga jornada de trabajo. Remangados y con delantal, cortaban, pesaban y preparaban las piezas, que darían forma con las dos manos a la vez, y que luego meterían al horno ya caliente, para cocerlas como todos los días.

Muchas veces dibujé mi casa bajo un cielo completamente azul, con nubes blancas, pájaros negros y un sol grande y redondo, con ojos y una sonrisa de oreja a oreja. Su puerta siempre abierta, con un banco de madera a cada lado, donde mi abuelo se liaba el tabaco de cuarterón, la vieja parra trepando por su fachada de piedra, las ventanas y los balcones con persianas verdes, y la gran puerta de dos hojas del huerto, que se cerraba por dentro con ayuda de una tranca que se apoyaba en tierra.

Mi casa olía muy temprano y todas las mañanas a pan recién cocido. Quizá no haya un olor más primitivo, más reconfortante, más entrañable y a la vez más provechoso y revolucionario que el olor a pan recién cocido. Y su aroma, a primeras horas de la mañana, comenzaba a inundar todas las calles e invitaba y aun incitaba a vivir un día más, a proseguir con las faenas donde se habían dejado el día anterior, por muy duras que fueran, a salir al campo a trabajar de sol a sol, a sacar al ganado a los nuevos pastos de la sierra y a recorrer el camino de ida y de vuelta, con la tranquilidad que daba el saber que, con una buena pieza de pan, el cumplido pedazo de tocino y el sobrado vino de la bota, que se llevaban en el fondo del holgado zurrón, terciado a la espalda, se podía llegar, con algo de audacia y no poca decisión y osadía, hasta la última esquina del mundo.

Las mujeres se levantaban aún de noche, encendían el hogar y se iban a fregar al lavadero de la acequia los cacharros de la cena, que llevaban en el balde puesto en el ancón. A la vuelta entraban al horno a por el pan recién cocido, para preparar los almuerzos de los hombres.

También entraba todos los días la pareja de la Guardia Civil, después de haber pasado toda la noche de guardia, y el huevero, que había llegado en el primer tren de la mañana con un canasto lleno de huevos, que vendería pregonando por las calles del pueblo cuando se hiciera bien de día.

Los sábados se hacían varias hornadas. Todos los sábados, después de tomarme un tazón de leche con tostadas, bajaba corriendo al horno, a la hora de meter las barras de la segunda hornada. Me subía a una caja redonda de las de mandar fruta, para llegar bien a abrir y cerrar la puerta del horno, mientras se iban metiendo de tres en tres las barras de pan con la pala. Era preciso estar muy atento para abrir y cerrar la puerta a tiempo. De esta manera el horno perdía menos calor. Dentro del horno las barras se disponían en perfectas alineaciones, que se iban cociendo y dorando poco a poco.

Cuando se sacaba el pan del horno, una vez cocido, la puerta se dejaba abierta, pues la operación era mucho más rápida.

En el tendedor de la hornilla se ponían a secar las telas negras, donde habían reposado sobre los tableros las barras de pan ya trabajadas, esperando el momento justo para meterlas al horno. Entre dos personas se trasladaban los tableros con las barras de pan del obrador a la boca del horno. Allí alguien se las iba pasando una por una a mi tío, que las colocaba en la pala, les hacía tres cortes al bies con un viejo cuchillo bien afilado y las iba metiendo al horno a toda prisa.

Al acabar la faena me iba corriendo a la escuela. Los sábados sólo teníamos que copiar el evangelio que tocara aquel día, con su dibujo correspondiente y colorearlo. Esta faena nos ocupaba toda la mañana, aunque si el dibujo era difícil, era preciso acabar el trabajo en casa.

Los sábados por la tarde la tía María y su hija Josefina barrían las escuelas. La tía María vestía siempre de luto, con un delantal también negro. La tía María era menuda, pero siempre iba corriendo y le cundía mucho la faena.

Todas las tardes del año, excepto la tarde de los sábados, mi abuelo preparaba la masa, que serviría para hacer el pan del día siguiente. El pan de todos los días, el pan de barra, de panecillo, de hogaza o de coqueta, pues el pan amacerado sólo se hacía los sábados.

Mi abuelo pesaba la harina, medía el agua que se sacaba del pozo, añadía la sal y la levadura Hércules, ponía en marcha la amasadora eléctrica, que había comprado cuando la Exposición de Barcelona de 1929, y salía a la puerta a liarse un pitillo, o se llegaba hasta la esquina de la barbería a hablar con los hombres. Los domingos tenía la picardía de amasar antes de que comenzara la segunda sesión del cine, porque entonces bajaba mucho la tensión de la luz. En más de alguna ocasión había tenido que masar a mano, porque la fábrica de la luz no podía trabajar a causa de las fuertes crecidas del río. Para las fiestas patronales, cuando cambiaban las tristes y aliquebradas bombillas de las esquinas por otras de más potencia, y se encendían todas a la vez al llegar la noche, tampoco llegaba bastante potencia y era menester adelantar como fuera la masada.

Cuando quedaba poca levadura, mis tías entraban de camino a la misa de la tarde a la casa de la recadera, para encargarle otra caja de levadura. Todas las tardes, después de la hora del tren, la casa de la recadera se convertía en un verdadero puesto de feria, en un concurrido zacatín o en un pequeño rastro. Todas las mujeres que le habían encargado alguna cosa, se tratara de hilos, botones o cortes de tela, iban a su casa después del tren, para preguntar por su encargo.

-María, ¿has traído lo mío?
-Ahí lo tienes.
-Si no me va bien..., ¿se podrá descambiar?
-Estaría bueno...

En muchas ocasiones, fuera porque no quedaba muy convencida la clienta, o porque le venía grande o pequeña la prenda, la recadera debía pasar de nuevo por la tienda que fuera a descambiarla por otra, tomando nota del nuevo precio.

Al día siguiente era preciso acercarse de nuevo a la casa de la recadera a buscar el encargo.

-María, ¿has traído lo mío?
-No, maña, que no tenían de ese color de tu talla. Tiene que ser azul o negro.
-¡Vaya por Dios!

La recadera marchaba a Calatayud en el primer tren de la mañana y regresaba en el último de la tarde. Durante todo el día y mientras las tiendas estuvieran abiertas, se encargaba de hacer, rúa arriba, rúa abajo, todos los encargos que llevaba en la cabeza, para luego a última hora de la tarde acarrearlos con ayuda de un carretillo de mano hasta la estación. Cuando llegaba el tren los cargaba a toda prisa y al llegar al apeadero del pueblo los volvía a descargar. Una de sus hijas le ayudaba a acarrear los paquetes hasta casa, donde iban a buscarlos las clientas, que debían pagar sus encargos, más una pequeña comisión que cobraba la recadera, que variaba según el tamaño y el peso del encargo.

La recadera pecaba siempre de fiada y todos los días llegaba al tren con la hora justa, casi a punto de arrancar. Y así un día y otro día, fuera invierno o verano, lloviera o nevara. Lo más sorprendente era que la recadera sabía lo justo de cuentas, pero de memoria iba muy bien, demasiado bien.

Un año el cura hizo limpieza en la casa parroquial y nos dio muchos libros que guardamos en la iglesia de la Señoría. Con el poco dinero que nos dieron por el papel, compramos camisetas amarillas y pantalones azules para jugar al fútbol, y encargamos a la recadera unos números para coserlos en las perneras de los pantalones.

Una vez obtenida la masa para el pan, se dejaba toda la noche en la artesa, cubierta con una tela. Y después de dejar todo listo, mi abuelo subía a cenar su tortilla y su vaso de vino, para ir un rato al café a echar la partida y pasar la trasnochada en inacabables confidencias, cuando no en indiscretos comentarios, leves murmuraciones y paliques interminables.

En el horno siempre se notaba antes que en ningún sitio la cercanía de las fiestas de guardar, pues todas las mujeres acudían al horno por la mañana, después de sacar la última hornada de pan, o bien a media tarde, a hacer pastas, fueran magdalenas, galletas, mantecados de aceite, de manteca y hasta culecas cuando llegaba la Cruz de Mayo.

Las mujeres venían al horno cada una con su cesto, en el que llevaban todo lo necesario. Cada una se masaba lo suyo y entonces sólo se pagaba por cocer las pastas, a tanto la lata. También había quien las encargaba a mis tías, que cobraban la materia prima, en caso de no ponerla la clienta, el trabajo y el horno.

A los chicos de casa nos mandaban a sacar moldes, que se iban colocando en las latas muy bien alineados, ni muy separados, ni muy juntos. Luego con una cuchara se iban llenando con la pasta de las magdalenas y se metían al horno. A veces ocurría que la pasta sobresalía del molde de papel, formando churretes. Los mantecados se hacían con un molde con forma de media luna, de estrella o de panecillo. Las culecas podían ser alargadas o redondeadas, pero todas podían adornarse con huevos, anises y confetis.

Los chicos de casa ayudábamos a echar la harina, el azúcar y a despapelar las gaseosas del Tigre, que venían envueltas en papeles blancos y azules. Los chicos que acompañaban a sus madres al horno, pasaban y traspasaban cuando la pala estaba metiendo o sacando las latas con las pastas. Entonces mi tío perdía la paciencia y muy enfadado los mandaba a todos a la calle con viento fresco.

Para la octava de san Pascual Bailón, el portal de mi casa se llenaba de cajas de cerezas. Para san Juan maduraban las peras sanjuaneras y los domasquinos, y seguidamente se iban cogiendo las dorasnillas y las ciruelas francesas. Al mediodía llegaban los labradores con sus carros llenos de cajas de cerezas, de domasquinos y de ciruelas, bien forradas con papel de seda, viruta y muchas veces con lastón y hojas de zumaque. Las mulas se espantaban las moscas con una paciencia casi infinita. Luego llegaría el camión para llevarlas al mercado de Barcelona. Para la Virgen de Agosto se cogían las peras de agua, para la Virgen de Septiembre las peras de roma y lo último las manzanas orteles y morroliebres, que se guardaban en el granero para el invierno, con las uvas de colgadero.

Para las vacaciones de verano se bajaban todos los juguetes del granero al huerto. La bicicleta sin frenos, que me mandó mi tía de Madrid, el balón, la pelota, los soldados, los coches, el carretillo, el rastrillo, la pala y las muñecas de mi hermana. Algunas tardes pasaba a la terraza de mis primos, por la que trepaba una parra casi gigante, que echaba unas uvas muy raras que sabían como a medicina.

En el huerto se secaban las sábanas al sol, después de pasarlas por jabón y tenerlas a remojo un buen rato con azulete. Se sacaban del balde, se torcían entre dos y se tendían blancas como una patena.

En la pared de la sombra había una tinaja vieja de barro bien tapada. En ella se echaba la cal con agua, para que fuera muriendo poco a poco y tenerla a punto para blanquear antes de las fiestas las fachadas, los patios y las cocinas. Cuando ya estaban cercanas las fiestas patronales, el blanqueador iba de casa en casa para encalar lo que fuera menester. Llevaba un cubo con la cal, una caña larga con una brocha gorda sujeta en el extremo y un cigarro entre los labios.

Por las tardes las mujeres se juntaban en el huerto a coser, hacían conserva de tomate, remendaban los calcetines con un huevo de cristal y lavaban la ropa sucia en las pilas del pozo. Para que la conserva de tomate no se echara a perder, era preciso añadirle unos polvos que se vendían en la farmacia. Se llamaban polvos de Fu-Manchú y en la caja había dibujado un chino con sombrero y perilla blanca. Primero se pelaban los tomates bien maduros, estrujándolos bien con la mano. Después se pesaban y a razón del peso se echaban los polvos. Se mezclaba todo a conciencia y la conserva se iba introduciendo en unas botellas de cristal, que se guardaban de las gaseosas de pitón o del anís, con ayuda de un envasador y de una caña pequeña, con la que se iba empujando. Una vez llenas hasta casi el borde, se echaba encima un chorrito de aceite de oliva y las botellas se tapaban con su corcho, antes de llevarlas a la bodega o a la despensa.

Antes de que llegaran los fuertes calores del verano, la colchonera iba de casa en casa a varear primero la lana y luego a hacer los colchones. ¡Y cómo se dormía después en el colchón de lana recién hecho!

En el huerto también se hacía el jabón casero, con grasas y el aceite inservible, a los que se añadía la sosa y el agua correspondiente. Sobre el fuego se ponía todo a hervir, dando continuamente la vuelta con un palo de escoba, hasta que se convertía todo en una pasta, que se vertía en una caja de madera sin orificios. Para ello servían las cajas del tabaco que llegaba al estanco del pueblo. Una vez que la pasta se enfriaba y se endurecía, había que ir cortando los tajos de jabón con ayuda de un alambre, al que se colocaba un palo a cada extremo, para sujetar y hacer mejor la fuerza.

Cuando llegaba el verano iba al campo con mi abuelo. En el camino hacíamos siempre dos paradas. La primera en el olmo y la segunda en las cadenas, antes de llegar al paso a nivel del ferrocarril, donde había colocada una señal con una cruz de san Andrés, que avisaba del peligro. Ojo al tren, paso sin guarda. Y ya por último descansábamos en la caseta del Cosero. Luego mi abuelo me mandaba a ver si habían madurado las dorasnillas de un árbol que tenía plantado en un ribazo. Si era el tiempo de coger las ciruelas francesas, le ayudaba a llenarlas en unas cajas grandes de madera. Primero se colocaba en el fondo un papel blanco de Manila, que venía en resmas, con un poco de viruta, y alrededor unos papeles gruesos. Cuando la caja ya iba por la mitad, se colocaba a cada lado un papel blanco doble de Manila. Cuando se acababa de llenar la caja, se cubrían las ciruelas con uno de los dos papeles blancos que habíamos colocado a los lados, se echaba un poco de viruta y se cubría con el otro papel que quedaba a cada lado. Por último se colocaba el tape, se pasaban cuatro alambres, uno a cada extremo de la caja, y con ayuda de una maquinilla se ajustaban bien. Sobre el tape se colocaba el tarjetón sujeto con una chincheta, con el nombre del remitente.

Mientras llenábamos las ciruelas en la caseta, mi abuelo me contaba que a las ciruelas había que cogerlas con mucho cuidado, para no quitarles la cera de la piel. También me enseñaba algunas palabras en francés y los santos de la semana.

-El lunes el Cristo de la Agonía, el martes la Dolorosa, el miércoles santa Esperanza, el Jueves santa Partida, el viernes santa Vencida, el sábado san Cobrarín y el domingo san Gastarín.

Cuando las peras eran aún pequeñas, mi abuelo escribía sus iniciales en la piel, con ayuda de un palillo. A razón que crecían las peras, las iniciales también aumentaban de tamaño.

Para octubre se preparaba también en el huerto de mi casa la carne de membrillo, que tanto me gustaba para merendar. También me gustaba el plátano escachado con unas gotas de limón. Cuando me dolía la tripa, mi madre me daba de merendar carne de membrillo y un vaso de té de monte, con galletas. También merendábamos pan y chocolate, mantequilla con azúcar y virutas de chocolate, pan con tomate y tiras de jamón o ronchas de chorizo.

En la bodega se guardaban las enormes sacas de harina que pesaban cien kilos y la caja de levadura. Cuando llegaba el camión con la harina de la fábrica de Épila, los hombres se colocaban un saco por la cabeza, a modo de capucha de fraile, y se echaban aquellas enormes sacas a la espalda, para entrarlas hasta la bodega. Con ellas los quintos del pueblo llevaban a cabo apuestas los domingos.

En el cubierto se almacenaba, a resguardo de la lluvia y de la nieve, la leña para el horno, los ramuzos de la poda de los olivos y las hiniestas que bajaban los hombres de la sierra, que cogían de madrugada, antes de ir a trabajar al campo, al almacén o a los viveros. De esta manera ganaban algo más para sus casas.

Todas las noches de verano y después de cenar, los vecinos se reunían en el portal de mi casa, esperando la primera brisa de la trasnochada. Sentados en los bancos de madera, en sillas de anea o en el suelo, escuchábamos viejas historias de otros tiempos, divertidos trabalenguas y adivinanzas. Una noche alguien muy serio contó que los burros se ahogaban por el culo.

A aquellas horas las mujeres pasaban a la fuente a por agua. Los mosquitos y las mariposas se perseguían alrededor de la luz amarillenta de la bombilla del patio. Algunas noches buscábamos luciérnagas por las cunetas de la carretera, entre la hierba.

Para finales de verano se iba al campo a por una gran calabaza amarilla. Se cortaba por la mitad, se desechaba la pulpa y se abrían con un cuchillo los ojos, la nariz y la boca. También se disponía una coronilla en el cogote, para que saliera el humo de la vela que se ponía debajo. Todas las calabazas se colocaban al otro lado de la carretera con su la vela encendida y a los lejos impresionaban mucho.

Cuando pasaba agosto, el alguacil iba anunciando por las esquinas el día que iba a comenzar el nuevo curso escolar, pero siempre ocurría que se retrasaba algunos días, porque las escuelas estaban aún sin blanquear. Y aquel contratiempo producía en los escolares mucha alegría y algunos vivas a san Blanqueo, patrono de la limpieza, que nos proporcionaba algunos días más de vacaciones.

El otoño llegaba con los primeros fríos de octubre y de noviembre, que iban desnudando de hojas la alta higuera de higos madrileños que crecía en el huerto, cerca de la acequia. Y un buen día en el recreo alguien daba la voz señalando en el cielo.

-¡Mira, mira, van de boda!

Los pájaros cruzaban el cielo en un largo viaje, presintiendo cercanos los primeros fríos del otoño.

En el granero se secaban las almendras y las nueces, las piñas de panizo atadas de dos en dos, los racimos de uva colgados de las cañas, los higos y las ciruelas. La corona de muerto con flores artificiales de color morado se sacaba de su gran caja de cartón, donde se guardaba todo el año con bolas de polilla, y se preparaba para llevarla al cementerio el día de los difuntos.

La nieve llegaba por sorpresa. Mi madre me despertaba como todos los días para ir a la escuela y abría las contraventanas del balcón, llena de alegría.

-Mira, ha nevado mucho.

Para ir a la escuela me ponía las botas de agua y en el recreo nos tirábamos bolas de nieve. Después de comer se levantaba un muñeco de nieve, con una escoba y un sombrero de paja. Por la noche se tomaba al amor del fuego del hogar nieve con arrope, que sacaba los colores, manzanilla con unas gotas de anís, mostillo, almendras garrapiñadas, manzanicas de belén y jinjoletas, mientras se escuchaba radio Andorra con muchas interferencias.

Todos los días antes de cenar había que hacer los deberes, con ayuda de mi madre. También me ayudaba a repasar la tabla de multiplicar y a memorizar el poema "A la Patria", que el maestro nos había hecho copiar de la pizarra.

Siempre has sido Patria mía
por tus hijos adorada,
cuando presentes te quieren
y ausentes te idolatran.
Es que guardas en tu seno,
de numantina sultana,
el amor, que a manos llenas,
prodigas tú a los que te aman.
Ese amor que viene a ser
en la mundanal batalla,
bienestar en los placeres
primitivos y en las desgracias.
¡Qué delicados poemas!
¡Cuántas desgracias abarcan
los misteriosos encantos,
que encierran la voz patria!
Por eso cual yo te quiero,
con todo el calor del alma,
hasta se sienten poetas
y entusiasmados te cantan.

Algunos días de tormenta se iba la luz de todo el pueblo y había que buscar a toda prisa la palmatoria con su vela. Se cenaba casi a oscuras y cuando se hacía la hora de ir a la cama, mi abuela me daba la mano y me subía a la habitación a la luz de una vela. Por la ventana del rellano de la escalera aparecía el súbito resplandor del relámpago, al que seguía el fragor del trueno. La luz de la vela producía extrañas sombras en las paredes, que me sobresaltaban.

Cuando llegaban los días de Navidad se ponía el belén en la cocina. Se iba a buscar musgo y paja para el nacimiento. Y se iban colocando las figuras, los Reyes Magos, los pastores, el ángel, las mujeres lavando y el hombre cagando. Para entonces había que escribir una carta a los pajes de los Reyes Magos y tener cuidado de Pinzón, un pájaro cotilla que nos espiaba para ver si éramos o no buenos, y lo contaba todos los días por la radio. Y la noche del 5 de enero siempre llegaban los Reyes Magos al pueblo. Llegaban en caballos, vestidos a la antigua, con capas brillantes y coronas. El Rey negro impresionaba mucho a los más pequeños. A todas sus preguntas impertinentes había que contestar siempre que sí con la cabeza, mirándole sólo de reojo. Todos los años me entregaba el Rey blanco, el Rey moreno o el Rey negro una caja con juguetes que me habían traído desde el lejano oriente. Casi nada. Coches, balones, pelotas...

Unos días antes de Navidad o después de Reyes, la gente mataba el tocino. Antes había que ir al Ayuntamiento a por un número. En él se anunciaba el día y la hora para acudir con el tocino al rastro. Algunas vecinas no estaban conformes con su suerte y se ponían de acuerdo para cambiarse el turno. Aquellos días del mondongo eran días de fiesta y las mujeres trabajaban todo el día, desde la mañana hasta la noche.

El día de la matanza bajaba a la puerta de mi casa en pijama, arropado con una manta, para ver como se llevaba Emilín al tocino por la carretera, con un pozal de cinc metido en la cabeza. Aquel día no se iba a la escuela y a los chicos nos dejaban ir al matadero a coger la cola del tocino, cuando ya estaba echado en un banco y bien sujeto por los hombres, con el cuchillo hendido en el cuello y gritando muy acaloradamente. La sangre humeante caía a un terrizo, mientras una mujer se afanaba en darle vueltas y más vueltas. Con ella se harían las bolas y las morcillas. Las mondongueras vestían delantales blancos y preparaban la carne para los chorizos y para la longaniza, el arroz para las morcillas, el pan para las bolas y los jamones para curarlos con sal. A los chicos nos mandaban al estanco a por anchos.

En la explanada cerca de los sifones se hacían grandes hogueras para santa Lucía y para san Antón. A su alrededor se juntaba todo el vecindario y los chicos las saltábamos con ayuda de una caña verde y fuerte. Luego vendría san Blas y las fiestas de Paracuellos, a primeros de febrero, con los almendros ya florecidos. Para el palmo se iba a merendar a san Vicente o al molar, con un bocadillo y una naranja. Aquella tarde tampoco había escuela. Para entonces ya estaban cercanas las confesiones y las procesiones de Semana Santa.

Todos los domingos no faltábamos a la misa mayor, ni a las procesiones. Nos gustaba mucho la del domingo de Ramos. Después de la misa mayor del domingo, subíamos al coro al catecismo y luego se iba corriendo a la plaza, donde ponían los carteles de la película de la tarde. Casi todas eran toleradas. Con las propinas se iba al carro de la Vajillera, a comprar pipas, chicles, carquiñoles, tebeos del Capitán Trueno y pepinillos. Y por la tarde íbamos al cine, a la sesión de las cinco. Casi siempre cogíamos las butacas de la fila catorce. Otros chicos iban al gallinero, pues la entrada era más barata, donde daban más mal que nadie. Cuando llegaba el séptimo de caballería se pateaba en el suelo, cuando la mano del operador tapaba el beso de los protagonistas se silbaba, cuando el malo se acercaba al bueno a traición por la espalda se gritaba, cuando el bueno mataba al malo se aplaudía y cuando el flaco cogía la mano del gordo con la puerta se reía a carcajadas. El cine era todo eso y mucho más. Luego se iba al bar en familia y se pedía un refresco con patatas fritas. Con el buen tiempo se iba a la terraza de la pista, desde donde se veían bailar a las parejas. En invierno se iba al bar a ver la televisión. Los hombres también iban a ver las corridas de toros y los partidos de fútbol. Tampoco faltaban después de comer y de cenar, a echar la partida y a estar de tertulia. Cerca de la puerta de entrada del café siempre había un botijo con agua fresca.

Recuerdo aquella cocina de mi casa recién encalada, el banco de madera donde aprendí las primeras letras, ma, me, mi, mo, mu, el catecismo de primer curso, soy cristiano por la gracia de Dios, la tabla de multiplicar, nueve por nueve, ochenta y uno, la tinaja con su tape de madera, que se fregaba con arena y jabón, el armario donde se guardaba la leche condensada, el chocolate, el pan amacerado, las culecas con confetis, el rollo de san Blas, el pan bendito de santa Lucía y la anguila de mazapán para Navidad. En la fresquera se guardaban los plátanos y las cerezas. Recuerdo el calorífero, la bolsa de agua, las botas de lana para ir a la cama en invierno, la vieja radio, el sarampión, los resfriados, las tardes de fiebre, las picaduras de las abejas, los jarabes que sabían a rayos y el primer diente de leche que se llevó el ratoncito Pérez...

En mi casa fui creciendo en babia, fui dando estirones en la inopia, ayudado por el aceite de la lámpara de san Blas, el agua bendecida del sábado de Resurrección, la leche en polvo de los americanos y los sobres de calcio con sabor a naranja.

Todos los armarios de mi casa guardaban muchas sorpresas. Trajes, sombreros, orinales de porcelana, escupideras, viejas escopetas del somatén, cabezas de muñecos de porcelana, cajas de marquetería, fotografías, tarjetas con fechas de cumpleaños, caracolas que guardaban el rumor de las olas del mar, muchas revistas de Panadería y Repostería, que abastecían el retrete, aunque también servía para el mismo menester el Siete fechas, y hasta un libro con una letra de pulga titulado El Ingenioso Hidalgo D. Quijote de la Mancha, que mi abuelo leía siempre con una sonrisa en los labios. También había espejos, baúles, muñecas, bordadores, un catre grande y otro pequeño, que se sacaban para algún imprevisto, y algunos juguetes viejos de hojalata.

Aquella casa también tenía sus fantasmas que gastaban sábanas viejas, sus goteras imprevistas, sus perros que iban a cazar perdices y liebres, sus gatos desconfiados y sus ratones lambrotos que sólo comían queso, como en todas las casas del mundo.

Un año que hubo inundaciones, los hombres tuvieron que subir las sacas de harina al granero. A mí me llevaron a casa de mis abuelos de la calle Nueva. Un hombre que vivía en la plaza de la Señoría lo sacaron a la fuerza por una ventana, porque no quería dejar sola su casa. También se desalojaron todos los corrales de las casas de la Señoría. Al diablo de la iglesia de san Miguel no le llegó el agua, pero casi.

Con los años mi padre levantó una casa nueva al otro lado de la acequia y a ella nos trasladamos con el buen tiempo. Mi abuelo bajaba antes de misa todos los domingos a darme la propina. A mí me daba un duro y a mi hermana tres pesetas. Algún domingo mi hermana tiraba muy enfadaba las tres pesetas, porque quería también un duro como yo, que era más mayor.

En aquella casa acabé de aprender de memoria algunas cosas y también comencé a olvidar de la misma manera otras cosas sin remedio y a lo mejor también sin demasiada amargura. Y ganando primero batallas con la memoria, para perderlas más tarde con el olvido, fui creciendo sin demasiada prisa en aquella casa grande con goteras, que olía a pan recién cocido todas las mañanas, en aquellas escuelas cristianas, con maestros cristianos, en aquellas calles del pueblo donde se jugaba a policías y ladrones, y a tres navíos por el mar, otros tres los buscarán, en aquella España que se decía una, grande y libre, en aquellos tiempos cuando Franco era caudillo por la gracia de Dios.

De Memoria de Elefante, 2008

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