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Árboles sin raíces

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | Llegaban a cualquier hora del día o de la noche. Llegaban sin avisar y se iban como habían venido, sin decir hasta más ver, vaya usted con Dios, usted siga bien o hasta el valle de Josafat.

Llegaban por sorpresa, como los primeros fríos de octubre, como la nieve, como el churrero, como el vendedor de los iguales, como los fotógrafos que venían cada año a las escuelas, como el obispo en sus seiscientos blanco, como las voluntarias de la Sección Femenina, como el sastre con su maleta llena de pantalones a medida, como los tocineros, como los viajantes que iban a comer a la posada, como las desgracias, que según dicen, nunca vienen solas.

Todos los forasteros que llegaban al pueblo y no preguntaban por la posada, eran tachados de gente de cuidado, de gente de escaleras abajo, de gente de mediopelo, de gente de poco más o menos, y acampaban bajo el olmo, bajo los plataneros del apeadero, en la plaza Muñoza, o en el amplio descampado de la iglesia de la Señoría, cerca de la fuente y del río. Sus caras morenas, endurecidas por el viento, el sol y las penalidades de un vivir siempre peregrino, reflejaban a las claras esa sencilla alegría de la pobreza, del vivir con lo puesto, la conformidad de los hombres sin suerte. No debían guardar el ayuno los viernes de Cuaresma, ni debían conocer el calendario de Mariano Castillo, ni sabían leer en la hoja parroquial las cosas del tío Roque y de la tía Eduvigis, ni estrenaban para el Domingo de Ramos, ni comían pollo de corral el día de san José, ni echaban perras gordas a las mijarretas que sacaban los niños disfrazados el día del Domunt, ni mataban el tocino para san Martín, ni comían el morcillón para san Antón, ni dormían en camas con dos colchones de lana, ni oían en la radio a Matilde, Perico y Periquín.

Eran gentes extrañas, vestidas de manera pobre y estrafalaria, siempre despeinadas y sucias por el polvo de los caminos. Eran gentes acostumbradas a ir de un lugar a otro haciendo lo que sabían hacer, buscándose la vida de pueblo en pueblo, soportando como mejor podían los rigores del cielo y la soledad de los caminos. Pero aquellas gentes desconocidas y misteriosas, sin patria y sin casa, atraían a todos los chicos a su alrededor.
-¡Vamos a ver que han llegado los gitanos!

Un año los gitanos acamparon cerca de los sifones de la acequia. Pronto encendieron una hoguera y todos se sentaron alrededor del fuego. Nosotros los contemplábamos a poca distancia y en silencio, escuchando sus voces, sus gritos, y fijándonos en sus caras y en sus ropas. Una gitana muy vieja fumaba tabaco en el hueso de una pata de conejo, que hacía de pipa.

Otro año otra familia de gitanos llegaron en dos carromatos, que aparcaron en el descampado de la iglesia de la Señoría. Los gitanos más pequeños iban descalzos y medio desnudos, con la ropa remendada y con agujeros. Algunos enseñaban sus vergüenzas, otros lloraban con los mocos colgando. En los carromatos llevaban literas. Por la noche hacían comedias en la plaza y entonces nunca faltábamos con nuestra silla. Un chico de nuestra edad tocaba el tambor, el gitano mayor rompía varias botellas de cristal y se acostaba de espaldas sobre los vidrios, mientras otro muchacho se colocaba encima de él. La cabra subía y bajaba unas escaleras y para el final representaban el número del sonámbulo, entre las risas y los gritos del público.

Las gitanas iban de casa en casa con los niños de pecho, vendiendo madejas de hilos de bordar y canastos de mimbre, pidiendo a cambio huevos, tocino, pan o judías.

Los gitanos siempre tuvieron fama de tramposos y de malos trabajadores. Con ella llegaban y con ella se marchaban.
-Mira, si no te comes todo, te llevaré con el diablo de la Señoría, o llamaremos a los gitanos para que se te lleven...
-Venga, pues, pero sólo dos cucharadas más.

El estañador pregonaba su oficio de buena mañana por las calles del pueblo. Gastaba unos pantalones que debieron ser de algún muerto con más empaque, atados a la cintura con una cuerda, una camisa con los puños y el cuello sobados por el uso de semanas enteras, una chaqueta con grandes lamparones, una boina que había sido negra y unos zapatos sin cordones, con las suelas muy gastadas.

El estañador apoyaba el yunque en la pared de cualquier esquina, se sentaba sobre el cajón de las herramientas y avivaba el fuego del foguer, donde llevaba el soldador bien caliente, mientras preparaba los útiles de estañar. El pomo de sal fumante, la hojalata con la estearina, que sostenía con el pie derecho al impregnar el soldador bien caliente, la lija de metal y la barra de estaño. Alrededor de él hacían corro los chicos y las mujeres con las soperas y los pucheros en la mano.
-A duro, a duro el parche, señora, y la voluntad en cuartillos de vino. Y no se quejen porque el estaño me lo traen casi de la raya del mismo Portugal.

A nosotros nos gustaba ver cómo el estañador apañaba las soperas con el soldador, sentado sobre el cajón de las herramientas que llevaba siempre al hombro, mientras contaba sus idas y venidas por esos mundos de Dios.
-Hala, chicos. Id a preguntar a vuestras madres si tienen algo que estañar, que me voy yendo.

El estañador también pregonaba que se daba buena maña en arreglar paraguas y vaciar al instante los vasos de vino, a los que le invitaban las buenas clientas.

Y otra vez recogía todos los bártulos en el cajón que se colocaba al hombro y se iba a recorrer todas las calles del pueblo gritando.
-¡El estañador y paragüero!



El arenero recorría todos los pueblos acompañado de dos borricos, con los serones cargados de arena blanca. Llegaba con las primeras luces del día, pregonando su mercancía con una voz inacabable.
-¡El arenerooooo...!

El arenero, que venía de Sestrica, vendía la arena por almudes. La arena blanca la gastaban las mujeres para rascar las morreras de los pucheros, con ayuda de un estropajo de esparto, para que quedará bien blanco el tape de madera de la tinaja y para que relucieran los cubiertos de alpaca.

El calero vendía piedras de cal, sopesándolas en un cesto de mimbre. Estas piedras se conseguían en la calera. Las piedras de cal se echaban a una tinaja vieja y se iba añadiendo agua muy poco a poco. Entonces la cal comenzaba a hervir y decían que era peligroso meter la mano, porque la cal se comía la carne, como una lepra dolorosa e incurable.

Con el tiempo la cal se iba apagando y ya podía utilizarse para encalar las fachadas y blanquear las habitaciones, añadiendo a gusto de cada cual un polvo de azulete.

El sillero acudía unas semanas antes de las fiestas de agosto. Venía solo, con un carro atestado de fajos de anea y un botijo de Magallón colgado de la barandilla del carro. Acampaba cerca de la fuente, a la sombra de la iglesia de la Señoría, al lado del peso municipal, una pequeña caseta donde los peones camineros, que bacheaban la carretera, guardaban sus cestos y sus herramientas.

El sillero trabajaba sentado en el suelo, al resguardo del sol. Dormía bajo el carro, entre fajos de anea y sillas con el asiento roto.

Un año fui con mi tía a llevar al sillero una silla pequeña de madera blanca, que se sacaba las noches de verano al portal de mi casa, donde los vecinos se juntaban a tomar la fresca y de paso contar viejas historias y chismorreos. Esta silla me la llevaba también a la plaza, cuando venían las comedias y los peliculeros.

La misma víspera de las fiestas, el sillero componía su carro, contaba los dineros ganados, los guardaba a buen recaudo, y otra vez se perdía por la carretera solitaria, camino de otros pueblos, mientras bandeaban las campanas y los gigantes y los cabezudos recorrían las calles principales del pueblo, seguidos por una chiquillería alborotadora.

Para los encierros de las fiestas, nunca faltaban los maletillas. Eran jóvenes, altos y delgados.

Antes de comenzar las fiestas el alguacil echaba un bando, para el que quisiera llevara sus carros y galeras a la plaza, para componer la barrera, con ayuda de puertas viejas, maderas y tablones. En los encierros cada uno ocupaba su carro, al que podía invitar a familiares y amigos. Como mi abuelo no tenía carro, nosotros íbamos al carro de mi tío Babil, desde donde se veían las vacas de maravilla. Las mujeres viejas que no podían subir, veían el encierro debajo de los carros.

La plaza se adornaba con papelillos de colores y el Ayuntamiento cambiaba las bombillas de las esquinas por otras más potentes. La banda tocaba pasodobles toreros en el entablado, que se levantaba debajo del balcón del Ayuntamiento, desde donde veían el espectáculo el alcalde, el sargento de la Guardia Civil, los maestros, el secretario y todos los que habían sido invitados para la ocasión. Todas las ventanas y todos los balcones que daban a la plaza, estaban llenos de curiosos y de forasteros.

Los mozos de la comisión de fiestas se encargaban de abrir y cerrar la puerta de los corrales, previa aprobación de la autoridad competente. La vaca salía del corral centellando y en dos vueltas limpiaba toda la plaza de corredores, que se subían a las barreras o al latón que se colocaba en medio de la plaza, del que sobresalía un madero, donde se clavaban las tracas de las fiestas.

A estas horas de la tarde, el sol caía a capazos. Las mujeres se pegaban en el pecho unos golpes de abanico tremendos. Los chicos nos colocábamos una gorra visera y las madres traían de casa agua fresca.

Los maletillas salían por turno a torear. Tentaban al bicho para darle dos capotazos mal dados. El público aplaudía, silbaba y gritaba, mientras la banda se arrancaba con un nuevo pasodoble. Un aire caliente de bochorno aliviaba un tanto el calor. La vaca en medio de la plaza miraba a todas partes con desconfianza. El maletilla de turno cambiaba de capote con una espada de madera. Pedía un botijo y mojaba bien el trapo, se echaba un trago a la boca, se refrescaba la cabeza y salía al encuentro de la vaca, que no se movía de su sitio. A la llamada, la vaca acababa embistiendo, pero huía al primer capotazo. No quería colaborar en el espectáculo.

El público se aburría soberanamente, pidiendo un cambio de animal. Entre unos y otros conseguían que la vaca volviera a los corrales. Entonces los mozos de la peña los Camastrones salían a la plaza disfrazados de señoritas con cinturas de matronas, labios pintados, pelucas de maniquís, los pechos exagerados y los bolsos del año catapún. Al verlos, todos reían a carcajadas y las mujeres chillaban enloquecidas, ante un espectáculo tan grotesco. La banda tocaba una larga charanga de fiesta. Pero otra vez se abría la puerta del corral y salía de improviso otra vaca a toda la carrera, sorprendiendo a la charlotada, que se ponía a salvo como podía, ante las carcajadas del respetable. Otro maletilla pedía que se despejara la plaza y salía a dar unos pases a la vaca.

El sol iba subiendo poco a poco por las fachadas, como una lagartija coja, y los mozos echaban a la plaza una vaca pequeña para que torearan las chicas, que salían de dos en dos con una capa. Todo eran risas, gritos y avisos de cuidado.

Al final de la tarde se sacaba la vaca del pueblo, que daba dos o tres vueltas a la plaza, encorriendo a los mozos más valientes, pero pronto se cansaba y permanecía quieta, sin embestir al maletilla, que la citaba una y otra vez. Al final de la tarde y del encierro, los mozos fueron a por ella. La rodearon entre todos y uno de ellos la cogió de la cola. La vaca comenzó a dar vueltas como una loca, pero cuando se cansó, todos se echaron sobre ella y entre grandes aspavientos, consiguieron someterla y derribarla al suelo. Uno de ellos se acercó con un gran cuchillo y allí mismo degolló a la vaca indefensa. Luego acercaron un carro, cargaron a la vaca y se la llevaron al matadero, seguidos por toda la chiquillería, que iba pisando el rastro de sangre mientras cantaba:
-Ya se murió la vaca de la tía vinagre, ya se la lleva Dios de este mundo miserable, que tu, ru, ru, ru, que tu, ru, ru, ru...

Al día siguiente se subastaría el solomillo, el lomo, la espaldilla, la falda, el pescuezo, el hígado y los cuernos. Los cuernos de la vaca se clavaban en un palo y con ellos los chicos jugaban a toros y toreros.

Una vez finalizado el festejo, los maletillas pasaban entre dos o tres la capa alrededor de la plaza, recogiendo la voluntad. Desde los carros, balcones y ventanas llovían perras gordas, reales y algunas botas de vino.

La banda tocaba una charanga sin final y los mozos y las mozas se daban la mano y componían largas cadenas, que iban y venían, se entrecruzaban y se rompían, recomponiéndose de nuevo, en una agotadora carrera. La música señalaba cuando todos debían agacharse, pues otros mozos, escoba en mano, la pasaban desafiante sobre todas las cabezas. Pero de nuevo la música cambiaba y otra vez se danzaba encadenado, corriendo de un lado para el otro y subiendo los pies tanto como se podía.

El alguacil prendía un cohete con ayuda de un cigarro, anunciando el final del encierro. La chiquillería se arremolinaba alrededor del carro de chucherías de la Vajillera, para comprar cigarrillos de anís, pelotas de serrín, caretas de Pedro Botero, petardos y regaliz, mientras esperaban impacientes la hora de las cucañas y de las carreras. En la Plaza Muñoza había una churrería y en los bares y tabernas no cabía ni un alma más. Los camareros iban y venían con una bandeja, un paño para limpiar las mesas, un abrebotellas, una libreta en el bolsillo de la camisa blanca y un lápiz en la oreja.
-¡Qué mancho, qué mancho!

Las moscas invadían las mesas de mármol, revoloteando entre los vasos vacíos y los servilleteros del Tío Pepe. Se posaban sobre las gambas con gabardina, sobre los tacos de escabeche, sobre las salmueras y sobre los pepinillos. Alguien entonaba una jota, a la que seguían aplausos y más aplausos. Todo era alegría y desenfreno, apreturas y empujones.

En el suelo brillaban las chapas de los refrescos, los paquetes de cigarrillos vacíos, las cabezas de las gambas, las servilletas usadas y los palillos, sobre manchas de aceite y de bebidas.

En la confitería no quedaban medialunas borrachas, con virutas de coco. Una luna llena y redonda presidía el cielo estrellado. Después de la cena vendrían las corridas de mujeres y de chicos, las charangas, las tracas y al final de la noche el toro de fuego. En el café se servían helados de limón y de mantecado.

Para las fiestas siempre venían a casa bastantes familiares, que dormían como podían. En una cama podían dormir cinco o seis, unos por la cabeza y otros por los pies. Entonces mi hermana y yo dormíamos en un catre que se colocaba en el granero.

El afilador iba de pueblo en pueblo con un carrito de mano, sobre el que iba montada una rueda de amolar. Siempre decían que todos los afiladores venían desde los confines del reino de Galicia. Con los años la rueda de afilar iba montada sobre una motocicleta, que hacía el camino mucho más llevadero. A su alrededor se arremolinaban las mujeres y los muchachos cuando salían de la escuela, camino de casa. Todos miraban embobados las chispas que salían de la rueda al afilar un cuchillo o unas tijeras.
-¡El afilador, señora. Afilo todo lo que no corta!

El afilador gustaba de la conversación con los paisanos en la calle, en la taberna y en la posada. Hablaba del tiempo, de la lluvia que faltaba a los campos, aunque para el viaje no se echaba en falta.

El pobre llegaba a cualquier hora del día sin pregonar su suerte. Iba llamando de puerta en puerta, pidiendo la voluntad.
-Si usted me da una limosna, le canto con alegría, las penas de san José y de la Virgen María...

El pobre llevaba una barba de semanas, las manos sucias, un saco a la espalda, una manta cuartelera atada en bandolera y una gabardina mugrienta y llena de lamparones. Las moscas le perseguían a todos los lados. El pobre era muy pobre, era lo que se llamaba un pobre de solemnidad. Comía de limosna y se calentaba con vino. Y de nuevo se echaba al camino a la buena de Dios.

Alguien comentaba por lo bajo cuando lo veía pasar.
-El pobre Calatayud, que hizo corto de dineros y largo de salud.

El pobre dormía donde le cogía la noche, en un abrigo o debajo de los puentes. Un día dijeron que un tren mercancías había arroyado a un pobre en un paso a nivel una mala noche de lluvia. Los quintos del pueblo tuvieron que velarlo toda la noche. Alguien contaba que en un zapato llevaba escondido un billete de mil pesetas muy bien doblado.

Los peliculeros llegaban con el buen tiempo, en verano. Traían una gran caravana y plantaban el negocio en la plaza Muñoza. Cubrían la pared del frontón con una gran sábana blanca, sobre la que proyectarían las películas todas las noches. A la entrada de la calle de los Laureles, en la esquina de la carnecería, los peliculeros colocaban una pizarra, en la que escribían el título de la película de la noche. "Cine. Hoy a las 10 de la noche "Tres revólveres para una venganza". Gran película del oeste. Al final habrá sorteo".

Las películas que más nos gustaban eran las del oeste, pero que no salieran indios, porque siempre hacían de malos y arrancaban la cabellera de los colonos americanos. Y eso impresionaba lo suyo, pues las chicas se tapaban los ojos mientras gritaban.

Para ir al cine de la plaza había que cenar un poco antes que de costumbre. Todas las mujeres y todos los chicos y chicas subían por la calle Nueva presurosos, cada uno con su silla y con la chaqueta, por si hacía frío en la trasnochada, para coger un buen sitio. Algunos chicos, en vez de sillas, llevaban un saco de arpillera. Se metían dentro del saco, como si fueran a correr los entalegados y se sentaban en el suelo, firmando la espalda en la pared de la posada o de la herrería, ocupando la delantera.

Los hombres que salían del café de echar la partida, se acercaban a la plaza Muñoza para no perderse el final de la película, apoyados en la pared del palacio.

Los vecinos de la plaza salían a los balcones o se asomaban a las ventanas, para ver desde sus casas la película. A media cinta salía una mujer a cobrar, con ayuda de una linterna. Llevaba un delantal con un bolsillo grande, donde guardaba las monedas, a cambio entregaba una tira de números para la rifa de una botella de coñac. Los chicos de nuestra edad pagaban tres pesetas y los mayores un duro.

Al divisar la linterna entre la gente, algunos chicos salían del saco y huían por la calle para no pagar. Otros entregaban a la cobradora lo que llevaban.
-Tú, guapo, que sólo me has dado una moneda de dos cincuenta.
-No llevo más.
-Pues mañana traes las tres pesetas como todo el mundo.

Cuando terminaba la película la gente aplaudía con entusiasmo y entonces se llevaba a cabo el sorteo.
-¡Atención, atención!, el número premiado esta noche es el veintiséis, repito, dos, seis. El afortunado o afortunada puede pasar por la cabina de proyección a recoger el premio.

Mañana, si Dios quiere, amable público, se proyectará la película "El mayor espectáculo del mundo". Una película llena de emoción, con grandes artistas del mundo del circo. Trabaja Charlon Geston.

Las primeras televisiones de los bares y del salón de la Acción Católica, comenzaron a aguar la fiesta a los comediantes y a los peliculeros. En aquellas primeras televisiones nadie se perdía el Festival de Eurovisión, el hombre del maletín, ni a los Chiripitiflaúticos, que se hacían llamar Locomotoro, Valentina, el capitán Tan y el tío Aquiles. Nosotros también veíamos el Virginiano, que lo ponían los domingos por la tarde, y Viaje al fondo del mar, todos los domingos a la hora de la merienda, que veíamos entusiasmados con una coca-cola de aquellas que costaban seis pesetas.

Todas las tardes de los domingos del invierno nos sentábamos delante del televisor y nos tragábamos lo que fuera: fútbol, series, películas y hasta Fauna, que presentaba el doctor Félix Rodríguez de la Fuente. Delante de aquella televisión en blanco y negro supimos de la moral del Alcoyano, de las canciones yeyés, de las películas de Marisol y de Joselito, de aquel millón para el mejor, de los puñetazos de Urtain, de los atentados de Martin Luter King y de Kennedy, de la llegada del hombre a la luna, del salto de la rana del Cordobés, de los desfiles del día de la Victoria, de los discursos de Franco, que comenzaban todos igual: "¡Españoles...!", de los dibujos animados de Félix el gato, de la final de la copa del Generalísimo y hasta de la misa solemne del día de la raza.

Y aquella televisión en blanco y negro con el Telediario, el tiempo, el fútbol del domingo, el teatro, Un, dos, tres, responda otra vez, Historias para no dormir, Heidi, las películas de la sesión de tarde y las noches musicales del sábado, nos siguió acompañando durante el bachiller en el internado, hasta la hora del estudio, de la confesión, de la misa y de las salidas dominicales.

Comenzábamos a ser mayores con pantalones largos, con el bigote recién afeitado, con los exámenes de evaluación y de recuperación, y con los cigarros que se fumaban a escondidas y en el retrete. Y así, casi sin darnos cuenta, fuimos creciendo entre el cielo y el infierno, entre la media y el cuarto, entre el estudio y el futbolín, entre las misas y las procesiones, entre los balones y los cromos de Oceanía, que salían en los chicles, o las estampillas de trajes regionales, que aparecían en las tabletas de chocolate, entre la bicicleta y la televisión, entre Pascuas y Ramos, entre el no quiero y el no me da la gana, entre mentira y mentira y entre riña y riña. Fuimos dando estirones en un tiempo amable, en el que el hombre llegaba a la luna y se podía ver por la televisión, aunque la gente no acababa de creérselo del todo. En aquellos tiempos regresábamos al pueblo algunos fines de semana y en vacaciones. Y entre idas y venidas murió Franco y nos dieron ocho días de vacaciones. Y la gente comenzó a hablar de democracia y de libertad. Y en las aulas de la Universidad se votaba todo a mano alzada, las fechas de los exámenes, las huelgas, la amnistía a los presos políticos y hasta las vacaciones. Y entonces aparecieron políticos debajo de todas las piedras, que comenzaron a prometer el oro y el moro. Y el último día antes de las primeras elecciones democráticas, todas las calles y las grandes avenidas quedaron llenas de papeles con propaganda política, llenas también de esperanza para los nuevos tiempos. Entonces aún se votaba a los veintiún años, aunque luego rebajaron la edad a los dieciocho. Y con ellos ya cumplidos pude votar la primera vez, como no iba a ser de otra manera, a favor de la Constitución de 1978.

En aquel tiempo comenzaron a aparecer los primeros libros referidos a Aragón, a su pasado y a su historia, que me era desconocida, como casi todo. Todo el mundo se despelotaba en el teatro, en los cines, en las revistas y en las calles, siempre que lo exigiera el guión. La ropa molestaba como el pasado, como los recuerdos. Ya todos éramos libres y mayores de edad.

Y en las vacaciones volvíamos al pueblo, recorríamos las mismas calles y veíamos a los viejos amigos, que pasaban las tardes del domingo en el bar jugando a las cartas. Y alguna mañana de verano oíamos a lo lejos los gritos del afilador, del arenero o del estañador, pregonando su oficio o su mercancía. Ya no venían a la plaza los gitanos, las comedias, ni los peliculeros. Con los nuevos tiempos habían tenido que cambiar de oficio, habían tenido que echar raíces y morir de viejos lejos de los caminos.

Y en vez de los comediantes y de los peliculeros comenzaron a llegar los cantautores, las banderas de Aragón y los políticos que estaban en contra del trasvase del Ebro.

Todos queríamos buscar y encontrar nuestras raíces, nuestras señas de identidad, nuestra historia y nuestro pasado. Todos queríamos vivir, sentir y gritar en libertad, sin censuras ni miedos. Había que recuperar del olvido tantas cosas prohibidas y censuradas, tantas historias que habían sido sólo para mayores con reparos.

Los tiempos cambiaron nuestro norte y nuestro sur, y casi a oscuras y a tientas tuvimos que buscar la verdad de la historia, las raíces de nuestros afectos y nuestros recuerdos. Y una vez recorrido el camino hacia delante, entre pizarras, calles y cuarteles, en busca de la tierra prometida, decidí un buen día dar media vuelta y volver a un paisaje limitado por altas montañas, en busca de mis raíces. Esas raíces que nunca pudieron tener los comediantes, los pobres, el estañador, el sillero, el arenero y los peliculeros. Ellos eran como árboles sin raíces, casas sin cimientos, nombres sin apellidos. Eran libres, es verdad, pero pagaban cara su libertad. Sólo eran dueños de unos almudes de arena blanca, de unos fajos de anea, de un soldador y de unas pocas barras de estaño, de un capote con varios sietes remendados, que igual servía de manta que de almohada, de un carromato despintado, con el techo lleno de goteras, de unas cuantas películas pasadas por la censura eclesiástica y de unas pocas historias inventadas o verdaderas, que provocaban la risa o la carcajada bajo el cielo estrellado de cualquier noche de verano.

De Memoria de Elefante, 2008

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