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Andrés Berlanga, el recuerdo de Yerba

VICENTE VERDÚ | Era imposible no ser amigo de Andrés Berlanga, fallecido el sábado en Madrid a los 77 años. Y no se necesitaba mucho tiempo para conseguirlo. De forma natural, casi orgánica, trasmitía lealtad, honradez y un afecto que siendo tan valioso era, sin embargo, una franca donación.

Todo ello tuvo que ver son su sinceridad y su clase de ser humano que nunca maldice a nadie. Para él había buenos y malos escritores, rufianes y benditos, pero, en todos los casos, eran juzgados con una equidad que excluía, en el peor de los supuestos, la inquina. Buenos o malos profesionales, buenos o malos gobernantes, injusticias o falsedades pasaban a través de él como hechos sustanciales de esta (maldita) vida. Y así su vida pasó como en un inteligente silencio al que nos aproximábamos para escuchar la verdad.

Fue un trabajador de tanta productividad que resultan ridículos los elogios. Hizo su carrera periodística en el diario 'Ya' y en la agencia Logos. Recibió repetidas proposiciones para ser jefe o superjefe pero le bastaba ser honrado sin necesidad de ser oficialmente más. Luego ocupó durante 40 años el servicio de Comunicación de la Fundación Juan March y eso dice laboralmente todo. Pocas fundaciones son tan exigentes y a ella ofreció Andrés la garantía de la verdad y la eficiencia. El producto de un trabajo bien hecho y una dedicación que si de una parte le hizo cada vez más culto, de otra, al jubilarse, no había modo de hallar un sustituto más o menos igual. Como afición, además del fútbol, amaba la sección de Sucesos en los periódicos y por ello escribió en 2013 un libro con este nombre, Sucesos. En la intriga o el misterio de las conductas humanas extremas, Berlanga sabía desgranar paso a paso "el sucedido", desde la víctima al criminal. Una prueba más de su afán por el alma humana que se correspondía con el interés por entender a los otros y concederles, al menos, una explicación.

Le conocí en una verbena de nuestro barrio y enseguida supe que haría cuanto estuviera en mi mano para hacerlo amigo. Y lo logré. Sus tarros de miel y sus cuencos de arroz con leche con los que acudía a nuestras reuniones familiares para ver el fútbol serían las pruebas de que estaba en la familia y mis hijos o mi mujer siempre lo estimaron como tal.

Le gustaba la cocina y hasta acudió a los cursos de 'Telva' para aprender más: setas y cosas así. Pero no hacía falta tanto su sabor como su saber labriego. Modesto, humilde, rural, había nacido en Labros (Guadalajara, 1941), que ahora no llega a los 100 habitantes, y allí aceptó como herencia una casita que restauró. De ese pueblo o sobre ese pueblo nació 'La Gaznápira', una novela sensacional. Hizo del lenguaje de su tierra una tierra de encanto exclusivo e hizo a su vez de 'La Gaznápira' (un ave que se queda absorta en la contemplación de alrededor) un éxito no sólo editorial sino un producto de seducción para los que aman la personalidad del lenguaje. Porque ¿qué era en suma La Gaznápira sino un santuario del habla popular y un homenaje a quienes se entendían sobre el corazón de ese dialecto castellano?

La novela fue un éxito absoluto pero, a diferencia de los premiados con oro, Berlanga no aprovechó el tirón. Pocos años después de este logro, su mujer, Enriqueta Antolín, se hizo novelista de prestigio y Andrés abandonó su ascensión literaria para ponerse a disposición de cuanto necesitara Queti, a quien adoraba. Tanto la quería que tras decenas de años de matrimonio se envían amorosos mensajes cifrados en las páginas de anuncios por palabras del 'Abc'. No estoy seguro de que le gustara a él esta confidencia pero la pasión por Enriqueta desde que la vio con su melena pelirroja volando sobre un descapotado Citroën 2 caballos nunca tuvo fin. Casi nadie ha querido con tanta intensidad y extensión. Enriqueta confiaba absolutamente en Andrés y Andrés adoraba a Enriqueta.

Si se necesita algo más para hablar entusiasmado de una persona he aquí el complemento. Jamás quiso la primera fila literaria ni el centro del escenario que tuvo, por un tiempo, en sus manos. Se atuvo a sus deberes en la March y se mantuvo como un fiel y servicial amigo. Su mujer en la cima y los demás amigos en las anchas estribaciones de esa montaña tan fértil y verdadera como fue Andrés. Todos, en fin, desearíamos morir dejando esta memoria de yerba.

El País (12-2-2018)


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