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Un obispo de El Frasno

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | José Antonio de San Alberto, apellidado Campos y Julián, nació en El Frasno el 17 de febrero de 1717. Ingresó como carmelita en el convento bilbilitano, para trasladarse más tarde al convento de San José de Zaragoza. Fue lector de Artes y Teología. A partir de 1766 ocupó varios destinos: prior del convento de Santa Teresa de Tarazona, procurador general carmelita en Madrid, predicador del rey y examinador del Arzobispado de Toledo. Debido al apoyo a la política borbónica en cuestión religiosa, Carlos III lo propuso en 1778 para el obispado de Córdoba de Tucumán, Argentina. Los jesuitas habían sido expulsados once años antes y el cabildo, que se había formado en las aulas de la Compañía de Jesús, se resistió, en un primer momento, a aceptarle como prelado. Fr. José Antonio de San Alberto ocupó la sede episcopal de Córdoba durante cinco años. En este tiempo reformó las Constituciones de la Universidad, que llevaban entonces los franciscanos, encauzó su administración, reorganizó el Seminario, fundó una casa para huérfanos y fomentó la austeridad en las órdenes religiosas femeninas.

En 1784 fue nombrado arzobispo de Charcas o de la Plata, actualmente Sucre, Bolivia. En este cargo publicó un Catecismo Real o Cartilla Real, de tendencia absolutista. Murió en Charcas en 1804.

Fray José Antonio publicó en la imprenta madrileña de Joaquín Ibarra y en 1778 una Carta pastoral que dirigía a los párrocos, sacerdotes y fieles de su Diócesis. La imprenta de Joaquín Ibarra y Marín estuvo activa de 1753 a 1785. Desde finales de 1785 hasta 1834, figuró a nombre de la Viuda e hijos, la Viuda solamente, Viuda e Hija, y por último los Nietos de Ibarra. El primer taller lo instaló en la calle de las Urosas, trasladándose posteriormente a la de la Gorguera. Inocencio Ruiz Lasala publicó en Zaragoza y en 1968 una interesante obra dedicada a la vida y a la actividad profesional de este impresor. El mismo Ruiz Lasala en Mis recuerdos de librero, Zaragoza 1970, habla de la imprenta madrileña del XVIII. Palau y Dulcet, en el prólogo de su Manual del librero hispanoamericano, decía que en el siglo XVIII la profesión de librero exigía un aprendizaje de cuatro años, aprendiendo latín y griego. Hasta los veinte años no podían examinarse ante los síndicos, obteniendo el carné de aprendizaje. Pero aún hacían falta otros cuatro años más de ensayo para adquirir la "patente de librero". Según Antonio Sierra Corella, en el siglo XVIII las Ordenanzas de la Comunidad de Mercaderes y Encuadernadores de libros de Madrid, bajo la advocación de San Jerónimo, exigían de sus asociados y ascendientes "limpieza de sangre, buenas costumbres y no haberse dedicado a oficios tenidos por infames".

En su Carta pastoral de 1778, Fray José Antonio, ilusionado con su nuevo nombramiento, escribía que sentía "vivos deseos de llegar a vuestra presencia con el fin de consolaros en vuestros trabajos, se socorreros en vuestras necesidades, de instruiros en vuestras obligaciones, y de confirmaros en la fe, en la piedad, y en la pureza de las costumbres". Según Fr. José Antonio, los párrocos debían ser como pastores de ovejas, pues debían "defenderlas, alimentarlas y buscarlas: buscarlas, si se pierden: alimentarlas, si se enflaquecen; y defenderlas, si las combaten". Pero debían alimentarlas tanto de cuerpo como de alma, con la palabra de Dios. "¿Pero cómo las alimentará el Párroco que ni estudia, ni instruye, ni enseña, ni exhorta, ni predica, ni sus feligreses lo ven en el púlpito sino muy rara vez, o por ceremonia?". Los párrocos también debían enseñar a los párvulos la doctrina, según mandaba el Concilio de Trento. Y todo esto no podía llevarlo a cabo un párroco entregado al "juego, al regalo y a la propia comodidad", huyendo del confesionario "lugar de fatiga y de sujeción". La labor del obispo necesitaba de la de los párrocos, pues eran "hombres dotados de ciencia, de verdad, de prudencia, de caridad y de temor a Dios". A los sacerdotes simples les pedía que se aplicaran "con celo, doctrina y desinterés" a anunciar la Ley de Dios a los pueblos y a perdonar los pecados de los hombres. Esta era la primera vez que se dirigía el obispo a sus nuevos diocesanos, a los que decía que la santidad cristiana no era solo exterior, o sea, "devociones diarias, que se aprendieron en la niñez, que se rezan como por costumbre…", tampoco penitencias y austeridad, sino que se trataba de una "santidad sólida, e interior". El obispo aseguraba que "no hay estado en el mundo que no pueda y deba ser estado de santidad". Y finalizaba: "Como que no hay virtud cristiana, que cada uno no pueda y deba practicar muchas veces para cumplir con las obligaciones de su estado". El cielo, como aseguraba el Evangelio, estaba abierto para todos, pues según las sagradas escrituras tenía tres puertas abiertas a oriente, tres al aquilón, tres al austro y tres a occidente, hacia cada parte del mundo.


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