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El soldado viejo de Borja

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | Romualdo Nogués y Milagro nació en Borja en 1824. Siguió la carrera de su padre, defensor de los dos Sitios de Zaragoza, y como buen militar acabó odiando las guerras. Y para escapar de sus frustraciones profesionales se hizo escritor y coleccionista. "Cada vez que soy víctima de una gran picardía descubro en mí una nueva cualidad. Primero creía que servía sólo para militar; después me hice famoso arqueólogo; luego literato; finalmente poeta, y si me aconteciese algún otro percance, únicamente conseguirían los que me lo causaran inmortalizar mi nombre y que la posteridad me erigiese estatuas y monumentos". Nogués participó en las guerras carlistas y en las contiendas de Málaga y Marruecos, colaboró con Heiss y editó los cuatro tomos de sus Monedas hispano-cristianas desde la invasión de los árabes. Tras La Gloriosa de 1868 rectificó el diseño de las nuevas monedas, ordenó los monetarios del palacio real y escribió cuentos para la gente menuda y sabrosas memorias. "Vencidos los absolutistas, el 20 de diciembre de 1855, fuimos a Barcelona para batirnos con los liberales. ¡Triste misión la del ejército! ¡En dos años, tres guerras civiles! Los que las promovieron, satisfechos".

Cuentan que un buen día fue a visitarle a su "casa-museo-tocador-despensa", cercana al Rastro madrileño, Emilia Pardo Bazán. El viejo soldado quiso enseñarle los más extravagantes objetos, pero hubiera sido más fácil encontrar una aguja en un pajar, y como se manchó al revolver aquí y allá, se excusó por no dar la mano a tan ilustre visitante.

A partir de 1881 Nogués comienza a editar sus series de cuentos para la gente menuda, estimulado por llevar la contraria a Quesada, cierto jefe militar. "Los niños y los soldados viejos hacen buenas migas". En la primera serie de sus cuentos aparece "El herrero de Calcena" y "El Pelao de Ibdes". La segunda serie se publicó en Zaragoza en 1893, en la tipografía de Antonio Sabater e hijo, en la Biblioteca de la España Ilustrada. En el prólogo a sus Cuentos, tipos y modismos de Aragón, editado en Madrid en 1898, el soldado viejo escribe: "Los aragoneses no piden, no intrigan, no se dan importancia, no sufren los maltraten, ni se humillan. El que sirva de excepción, es el más indecente del género humano. Con valor, tenacidad, impaciencia, franqueza, irritabilidad, patriotismo y orgullo, cualidad que distinguen al aragonés, poco se medra en la sociedad actual". Y continuaba: "Hay quien cree que con los cuentos rebajo a mis paisanos. Al contrario, los ensalzo. Jamás me ha molestado, y soy bastante susceptible, el oír que los aragoneses son brutos". Un ejemplo. "Supo un obispo aragonés le criticaban por ordenar a clérigos muy torpes, y exclamó: -A la iglesia de Dios es preciso administrarla, si no hay caballos con borricos". Otro: "Un labrador de Borja que bajaba de Moncayo, preguntó a otro: -¿Aónde vas? -A Litago, a casarme con una hija del tío Pichichi. -¿Con cuála, con la grande o con la pequeña? -Con la que me den". Y el último: "Si adevinas lo que llevo en la alforja, te daré un racimico: -Padre, uva. -¡Qué agudico es mijo!, exclamó el baturro embelesado".

En sus Aventuras y desventuras de un soldado viejo natural de Borja, que fueron publicadas por entregas en la España Moderna, entre 1895 y 1897, cuenta un delicioso pasaje de su infancia: "El río Sorbán atraviesa a Borja, entrando en la ciudad por debajo del convento de la Concepción. Varios chicos, en la edad que comienza la malicia, nos propusimos llegar al sitio del convento, muy necesario, pero que no es para citado. Nuestro objeto era ver a las monjas lo que a las mujeres es muy difícil". Para eso esperaron a que bajara poca agua el río. Todos iban en hilera, cogidos a una caña por si alguno caía en algún pozo. "Nos metimos en la oscuridad, apoyándonos con la mano izquierda en la pared; marchamos por debajo de la huerta, corrales y parte del convento. Con la alegría que experimentaría Vasco Nuñez de Balboa al descubrir el mar del Sur, observamos que una fila de agujeros redondos, como otras tantas lunas con su claridad, indicaban que habíamos llegado felizmente al término del viaje. No calculamos que entrando luz por arriba, al colocarse en los círculos luminosos lo que tanto ansiábamos contemplar, nada veríamos, y lo que arrojasen, como a los que al cielo escupen, nos caería en la cara. Sólo faltaba para quedar en éxtasis ante el espectáculo imaginario, guardar silencio y esperar a que llegara alguna monja. Una oyó voces de chicos y gritó indignada: -"¡Pícaros desvergonzados! ¡Voy a llamar al hortelano!" Nos entró el pánico, y huimos aterrados. Al aparecer por la boca de la bóveda, íbamos hechos una miseria de lodo nada aromático. Castigo merecido por querer ver nada menos que a una monja lo que a una seglar ni nombrar se puede. ¡Cuántos jefes militares habrán dado pomposos partes de hazañas tan útiles y limpias como la anterior, y por la cual recibirían ascensos!".

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