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Guerra Civil española. Frente de Levante.

Tuve que incorporarme con urgencia. Salí en tren desde Oviedo a Valladolid, no parándome en Palencia, en cuya estación me despedí de mis padres y tía. Llegué a Valladolid, empezando a darme cuenta de las dificultades de aquellos momentos. En el Gobierno Militar me dijeron que fuese a Calatayud como pudiese, pues no había trenes disponibles como no fuese para fines militares. Fui a la estación para tomar un tren que salía a las dos de la tarde para Ariza. Estaba abarrotada de soldados y paisanos, todos esperando sus respectivos trenes que acababan de llegar. Al fin, a eso de las cuatro, llegó el tren de las dos, dándonos un espectáculo nunca visto. Antes de parar empezó el asalto al tren, metiéndose los viajeros, casi todos soldados, por puertas y ventanas, más por ventanas que por puertas, por estar rotas y sin cristales. Eran unos coches de cuatro ruedas que estaban materialmente destrozados. Con mucho trabajo y con ayuda de un soldado, que me subió las maletas, conseguí meterme en uno de ellos. Los asientos estaban rotos, y salvo algún afortunado, todos íbamos de pie. Emprendió una lentísima marcha el tren, dándome cuenta que las ruedas del vagón parecían cuadradas a juzgar por el ruido que metía y los saltos que daba. Así fui resistiendo malamente, sentándose muchos en las rodillas de los afortunados que habían pillado un roto asiento. Una joven me ofreció las suyas, que acepté gustoso, pues ya no resistía más. Lo notable es que paró el tren para que una joven embarazada, evacuara en el campo, detrás de una mata. A pesar del rasgo de la joven sentada, me bajé en Peñafiel. Allí, después de muchas gestiones, logré dar con el único taxi que había en aquel pueblo, que me llevó hasta Aranda del Duero, donde pernocté en una fonda cerca del río. Allí tuve la suerte de que en la cena hice amistad con otro viajero que resultó ser también chofer y se dirigía a Soria, brindándose a llevarme hasta aquel punto. Por la mañana salimos para aquel punto con un frío tremendo, pues era mes de diciembre. Atravesamos aquel páramo helado, pasando por Burgo de Osma, cuyo Obispo, durante la República, había tenido que pedir limosna por falta de recursos. Por el trayecto desolado vi que salían de la tierra columnas de humo. Pregunté que era aquello al chofer, que me informó se trataba de casas enterradas, para defenderse del frío invernal. En la mayor parte del trayecto no se veía un árbol y si encontrábamos alguno, raquítico. Al fin llegamos a Soria, donde me despedí del chofer, invitándole a comer. En Soria tomé un tren mejor que el de Ariza llevándome a Calatayud, sin novedad al anochecer. Fui a la Comandancia Militar, que estaba instalada en el Casino del pueblo, a pedir alojamiento, dándome uno en casa de una hermana del Capitán medico Melendo, que era de allí, dándome una magnifica habitación. Tenían labranza y por ser huérfanos de padres, la dirigía la hermana que era una garrida aragonesa. Me dieron también el desayuno, por lo que les estoy siempre agradecido.

A la mañana siguiente me fui a presentar al Coronel habilitado Don José Mazón de la Herranz, que era el Jefe de Farmacia del Ejército de Levante, que mandaba el General Orgaz. Me destinó a Jefe de Farmacia del Hospital Central del Ejército de Levante, ubicado en Castellón, advirtiéndome que estaba disgustado de cómo marchaba aquella dependencia y que me daba carta blanca para remediarlo. Me presenté en el Cuartel General, pero nadie quiso recibirme, así que únicamente me apunté en el libro de presentaciones.

Habían organizado en unas escuelas un laboratorio al mando del Comandante Lagares. Allí fui a visitarle, invitándome a comer, cosa que le agradecí bastante, pues el comer por libre en Calatayud, era estar condenado al hambre, solo había una especie de restorán que después de varias horas de espera, te daban como plato fuerte, un huevo duro y unas lechugas, no daban ni postre. Me di cuenta de las dificultades alimentarias que ya se presentaba en aquella zona y lo mismo en toda clase de órdenes, como transporte, vestuario, etcétera.

Para incorporarme a Castellón, me dijeron que lo hiciera por mi cuenta. Dio la casualidad de que estaba en Calatayud el Comandante veterinario habilitado Iglesias, el cual se brindó a llevarme con él en su coche de servicio, teníamos que ir primero a Zaragoza, cosa que no me agradó mucho, pero que tuve que aceptar por no haber encontrado a nadie que me llevase directamente a Castellón. Llegamos a Zaragoza por la tarde, pernoctando allí en una mala fonda que daba algo mejor de comer que en Calatayud. A la mañana siguiente fui a visitar a Don Leonardo que estaba al frente del Laboratorio y Parque del Ejército del Norte. Me alegré mucho de verle. Estaba disgustado por las grandes dificultades que tenía para su cometido y las pocas ayudas que recibía. Le habían salido unas calvas en el pelo, que siempre le tenía muy cuidado, atribuyéndolo a los disgustos que le proporcionaba el cargo. Por fin salimos de Zaragoza para Castellón, ruta Teruel, pero en el trayecto nos pilló una gran nevada que nos obligó a quedarnos en el pueblo de Monroyo en pleno Maestrazgo. Estuvimos esperando el deshielo un día, pero ya no quiso llevarme más adelante, el probo veterinario, alegando que llevaba mucho peso para subir el puerto de Morella y tenía que llegar imprescindiblemente a Benicarló aquel día, donde tenía la Evacuación Veterinaria. Con ello, me quedé colgado y además me puse enfermo, teniendo que pernoctar dos días en aquel extraordinario pueblo de Monroyo. Dediqué el día a ver el pueblo, que estaba en la ladera de una "Muela", siendo pintoresco ver como se asomaban por una ventana de un tercer piso, un burro o mula, pues la cuadra estaba allí porque la entrada era por la otra parte de la casa, que solo tenía allí una planta. Tenía una iglesia estupenda y muy antigua. Las ventanas, que todas eran pequeñas, no tenían cristales y dentro de ellas tenían un ventanillo que era el que abrían para entrada de la luz y para arrojar los orines y líquidos de lavar y fregar a la calle. Como caso curioso, los indígenas hablaban una jerga, intermedia entre el castellano, valenciano y catalán, que solo ellos entendían. Sin embargo, muchos sabían bien el castellano. Había un puesto de la Guardia Civil, cuyo Cabo me acompaño una noche y me ayudó a salir del pueblo, regresando a Alcañiz donde pretendí quedarme en el hospital un par de días, pero tuve la mala suerte que llegó por allí, el Coronel médico Gómez Arroyo, alias Petrov, que me echó con cajas destempladas, con lo que tuve que marcharme en un tren que salía hasta Bot, solamente y desde allí las ambulancias me llevarían a Vinaroz. El tren era tan malo o peor que el de Ariza, no había cristales en ninguna ventana y apenas podía con la enorme carga que llevaba. Al atravesar el largo túnel de Bot, el humo de la maquina nos asfixiaba, pues casi tardó media hora en salir de él. Yo acerté con otro oficial a meterme en el retrete que tenía cristal en la ventanilla, con lo que no llegamos a asfixiarnos, aunque también lo pasamos bastante mal. Hubo que atender a muchos desmayos y con síntomas de asfixia por el equipo sanitario que iba en el tren, y al final afortunadamente no hubo ninguna baja. Por fin llegamos a Bot, pero allí había tal follón, que nadie hacía caso de nadie, por mucha graduación que tuviera. Allí terminaba el tren, por estar las vías destrozadas con la Batalla del Ebro y todos los puentes rotos además. Un soldado me ayudó a llevar mis dos maletas y me llevó a la Comandancia Militar para que me dieran alojamiento. Me dieron una cama en una casa cuya dueña era una señora vieja y asmática que no sabía castellano, pero que la pobre mujer estuvo lo más amable que pudo. De comer no fue posible encontrar nada, solamente en una especie de fonda, me dieron un tazón de leche pero sin pan. Hecho papilla me acosté unas horas hasta que saliera la ambulancia a las cinco de la mañana. Al cabo de un rato entró un nuevo alojado que tuve que hacerle sitio en mi cama. A eso de las tres de la madrugada vinieron a despertarme para tomar la ambulancia. Salimos al fin con exceso de carga, con escasa velocidad, pues el camino, completamente destrozado y todos los puentes rotos, había que vadear los ríos y riachuelos de aquel terreno accidentado. Después de más de siete horas de infernal viaje, llegamos a Vinaroz. El Hospital me pareció un paraíso. Allí me atendieron estupendamente unas monjitas muy agraciadas de la madre Rafols. Debí llegar con muy mal aspecto, pues todo fueron atenciones y cuidados. Yo me hubiera quedado allí un par de días, pero el Director, que era un Comandante médico retirado por la ley de Azaña, con cara de benigno, me evacuo por la tarde a Castellón, sin dejar reponerme.

El trayecto de Benicarló-Vinaroz-Castellón fue bastante bueno, y al anochecer llegamos a Castellón, hospitalizándome en el Hospital del Casino, que era la mejor dependencia del Hospital Central del Ejército de Levante. Total, que desde Oviedo, tardé en llegar a mi destino en Castellón, ocho días. Esto da la idea de que la organización de la retaguardia en aquellos momentos, dejaba de ser la satisfactoria que era de desear. La parte que había recorrido estaba destrozada. En Alcañiz, las bellísimas iglesias habían sido quemadas, los caminos y puentes destruidos, la comida muy escasa. El efecto de la tremenda Batalla del Ebro era bien acusado.


En el Hospital de Castellón

En el Hospital del Casino estuve tres días excelentemente, y en ese tiempo, conseguí que me dieran alojamiento en una buena casa de una viuda a cuyo marido habían fusilado los rojos. Tenía dos hijas muy jóvenes y bastante agraciadas, que me atendieron muy bien, dándome unos desayunos estupendos. Claro que estuve pocos días, solamente hasta que en la propia farmacia del Hospital Central me di alojamiento adecuado.

Este Hospital Central estaba instalado en el Instituto de segunda enseñanza de Castellón, que era un amplio edificio de tres plantas, y permitía instalar 500 camas. El Director era otro Comandante médico retirado por la ley de Azaña, muy simpático, bastante sordo y una bella persona. El hueso era el Jefe de Servicios. Era el Capitán Maté, el cual era, en efectivo, el verdadero Director, mandando en todos, incluyendo al Capellán, teniendo además, la obsesión de que tenía que saber más que todos, cualquiera que fuese la materia de que se tratase. Su carácter enérgico, me convencí después, fue muy necesario y conveniente, pues el Comandante era demasiado blando para lidiar con tantos médicos, enfermeras y demás personal que muchas veces era necesario corregir.

En la farmacia había tres oficiales. El que hacía de Jefe era un Teniente asimilado gallego de poco agradable aspecto. Cuando me presenté en la Farmacia, estaba en la cama acostado. Eran las once y media de la mañana. Me pretexto estaba indispuesto para justificarse de no estar en su puesto de trabajo. En una banqueta tenía un orinal lleno de orines, pero a pesar de ello en otra banqueta estaba con él una bellísima muchacha de ojos verdes, dándole conversación. Me hizo una impresión muy poco grata aquel comportamiento y la poca limpieza que se veía por todas partes. El 2º oficial estaba destacado en el Hospital de Lidón y el tercero, que era el Alférez Alemany Rico, este enseguida me produjo excelente impresión, viendo que era el único que trabajaba de veras. Había una patulea de soldados enchufados y dos señoritas voluntarias, Rosaura y Angelines Boix Fabregat, las cuales me hicieron una magnífica impresión también.

Seguí en el alojamiento unos días, hasta que envié a los dos inútiles Tenientes a las farmacias de Campaña de Onda y Nules, quitándomeles de encima y quedándome solamente con el Alférez Alemany. Igualmente hice una limpieza de enchufados y gandules que no daban golpe y lo único que hacían era estorbar. Todos aquellos soldados estaban muy recomendados, pero no hice caso ninguno de las recomendaciones enviándoles a las farmacias de Campaña, que estaban escasas de gente. Al parecer, eran especialistas en conquistar enfermeras, pues como hijos de familias pudientes, tenían dinero y las obsequiaban con suculentas meriendas. El Alférez Alemany se agregó a mí ayudándome a hacer limpieza del inútil personal y a hacer una verdadera limpieza en la sucia y desorganizada Farmacia, alegrándose mucho de las radicales medidas que tomé nada mas llegar, pues estaba sufriendo con aquel desorden. Igualmente las dos señoritas, Rosaura y Angelines, estaban encantadas con las reformas. En el Hospital creyeron que yo era un "comecrudos" y decían ¡vamos a estar aviados con el Capitán Maté y el nuevo Capitán farmacéutico! A los pocos días me instalé definitivamente en la Farmacia, y aquello empezó a funcionar a las mil maravillas. Pintamos las estanterías, arreglamos todo lo roto. Se rotularon los frascos debidamente y también los cajones y estanterías. Clasificamos correctamente todas las existencias y la sección de sueros tomó la envergadura necesaria para abastecer al Hospital Central, al del Casino, y al de la Virgen de Lidon. El Comandante Director, sumamente complacido, me proporcionó cuanto le pedí y pudo dármelo. El Cuerpo de Ejército de Galicia había organizado un Parque farmacéutico a las órdenes del Teniente Gallego, que funcionaba perfectamente. Trabajaban en él 32 señoritas voluntarias de la mejor sociedad de Castellón. Al frente de ellas estaba la Señorita Bellver, que además de ser muy agraciada, tenía unas dotes excepcionales de mando. Se había hecho además novia de Gallego, así que su dictadura en el Parque era casi absoluta. Tenía el defecto de ser altanera, cosa explicable teniendo en cuenta su rancia prosapia. Yo iba algunas veces a aquel improvisado laboratorio a pedir material de cura a Gallego, y de paso, a ver a las selectas operarias. Pero este no permitía muchas visitas, pues de haberlo consentido, se hubiera convertido aquel eficiente laboratorio, en una tertulia, dado las apetencias de la oficialidad del CE de Galicia y sus ganas de juerga.

Por las tardes, después de comer, solía salir a dar un paseo por el Parque de Ribalta, que estaba próximo a la farmacia. Este Parque era bastante bonito y tupido, así que había abundante sombra. Me solía acompañar una enfermera de Vitoria que también le gustaba pasear. Como en estos casos suele suceder, nos contábamos nuestras respectivas historias. Ella era enfermera voluntaria desde el comienzo de la guerra, era hija de un funcionario del Ayuntamiento de Vitoria y había seguido los avances de las tropas, no quedándose en retaguardia. Yo la contaba mis hazañas guerreras, tanto las de África como las de Asturias, pero lo que más la interesaba era el estado de salud de Juanita, que yo le decía que era muy precario. Se conoce que aspiraba a la vacante en caso de producirse. Así pasábamos hora, hora y media, hasta regresar al Hospital, reanudando el trabajo. También nos encontrábamos a veces con el Teniente Gallego y su novia que antes de empezar el trabajo de la tarde, se arrullaban un poquito en el parque.

La Farmacia y dependencias las quedé preciosas, creo que demasiado, teniendo en cuenta la inestabilidad de la misma, así que siempre que había alguna visita oficial, siempre pasaban por la farmacia que era lo más lucido del Hospital. Con el derrumbamiento del frente de Cataluña, empezaron a llegar numerosas fuerzas para dar la puntilla a los rojos. Con ello, aumentó la enfermería, pero no los heridos que disminuyeron considerablemente. Hubo sin embargo algunos coletazos, por parte de los rojos, como el ataque a Nules, que naturalmente fracasó, sin conseguir ningún resultado. No nos causaron muchas bajas, pero aumentaron los heridos llenándose de nuevo las dedicadas a ellos.

Mientras estuvo Maté de Jefe de Servicios del Hospital, se mantuvo la disciplina en él con sus cinco equipos quirúrgicos, unas 40 ó 50 enfermeras, otras tantas monjas, unos 10 médicos además de los cirujanos, enfermeros y numerosos soldados y clases. Los equipos quirúrgicos hacían la vida aparte, los restantes médicos, los farmacéuticos, los de intendencia, los de sanidad(escala de reserva), y algún otro, teníamos una república(entonces la llamaron imperio) en la que se comía bastante bien gracias a la ayuda del Hospital. Presidía la mesa, el Páter y Maté, que en las comidas llevaban la voz cantante con numerosas discusiones doctrinales y religiosas. Yo, como seguía en categoría a Maté, me sentaba al lado del Páter y los demás los colocaba Maté por orden de antigüedad.

Después del derrumbamiento del Frente Catalán, se fueron acumulando en aquel sector, para dar el golpe final a los rojos, el Cuerpo de Ejército de Galicia, a las órdenes del General Aranda, que inició el avance en todo el frente. La rotura fue total y sin casi resistencia, se ocupó Valencia en una jornada. Salimos todos los equipos de ocupación, siguiendo las vanguardias su avance en todas las direcciones, sin apenas resistencia. Nosotros nos hicimos cargo de los Servicios farmacéuticos y del personal. Todo estaba bastante ordenado, aunque sus existencias eran más bien escasas. En el camino de Valencia, se nos entregaron muchísimos soldados. No sabíamos qué hacer con ellos, así que, cuando nos entregaban el armamento y equipo, les decíamos que se marchasen a sus pueblos. Únicamente reteníamos a las clases y oficiales, que los entregábamos a los de infantería. Valencia estaba intacta, aunque bastante sucia y llena de mujeres de vida alegre, que se mostraron de lo más patrióticas. Todas eran monárquicas y enemigas de los rojos. Se formaron los comedores de auxilio social, en donde se daba de comer a todo el que lo quería. No había muchos alimentos, así que empezaron a escasear de un modo alarmante. Lo que menos había era leche, que la sustituían con una lechada hecha con polvo de arroz, que al agitarla quedaba blanca, simulando ser leche. El pan también era malísimo, hecho casi todo con harina de maíz. Pescado no había y la carne era muy escasa. Pasados los primeros días, se fue normalizando la vida en la ciudad. El C.E. de Galicia se instaló en Valencia, abandonando Castellón y sus alrededores. Se disolvió el parquecillo del Teniente Gallego y el Depósito de Medicamentos del Comandante Mauleón. Las farmacias móviles de Onda, Nules, Villareal, etcétera, se disolvieron también. En cambio, los Servicios farmacéuticos del Ejército de Levante, continuaron, así como los hospitales dependientes del mismo. Por ello, tuve que regresar a Castellón y hacerme cargo de todo lo que se iba disolviendo.

Al Capitán Maté lo destinaron a Cataluña. Vino a sustituirle el Capitán Camilo Pintos Castro. Con ello cambió totalmente el ambiente del Hospital. Empezaron las meriendas y bailes, que solían ser en un local de la farmacia, pues así, decía Pintos, que no le veía el buenísimo Comandante Director. El caso fue que un día nos pilló de cuchipanda. Nosotros creíamos que nos iba a amonestar, pero se agregó un buen rato tan satisfecho, únicamente nos recomendó que no metiéramos mucho ruido. Al principio se le hizo caso, pero luego el escándalo era tan grande como al principio. El que hacía de guía era Pintos Castro, que como Jefe de enfermeras, siempre tenía alrededor unas cuantas. A Angelines no la gustaban mucho aquellas cuchipandas. Decía que estropeaban la farmacia que la teníamos tan cuidada y que además dábamos mal ejemplo. Algunas enfermeras con algunos medicuchos asimilados eran los más escandalosos. También me relevaron al Alférez Alemany Rico, sustituyéndole por el Teniente Cead Carreras, que resultó un excepcional oficial y muy buen amigo.

Se redujeron los equipos quirúrgicos a dos, quedando el de Mirat en el Central. Igualmente se redujo el número de enfermeras y enfermeros. La intendencia igualmente redujo sus filas, marchándose el Capitán de Intendencia a Cataluña, quedando de Jefe un Alférez asimilado que era abogado, que fue el Presidente del "Imperio", haciéndolo bastante bien. Como los heridos y enfermos disminuyeron de un modo alarmante, había poco trabajo y las enfermeras no salían de la farmacia, con lo que también empezó a relajarse la disciplina en la misma, porque los soldados que eran hijos de familias pudientes, tenían dinero y por cualquier causa, un santo, una fiesta, etcétera, traían cervezas y mariscos e invitaban a médicos y enfermeras. Las monjas continuaban sin contaminarse, a pesar de los intentos del maquiavélico Pintos Castro. La superiora, que era incorruptible, tuvo que llamar al orden a algunas monjas que no acusaban desagrado por las cuchipandas que se organizaban casi siempre en la farmacia.

Empezamos a despachar al público militar, servicio que hasta aquel momento tenía la farmacia, teniendo dificultades en la aplicación de tarifas, por carecer de ellas. Como también nos empezaron a exigir cuentas valoradas mensuales y trimestrales, con lo que el trabajo administrativo aumentó considerablemente, no así el hospitalario, que disminuía aceleradamente por la disminución de enfermos. Heridos apenas quedaban y la llegada de la primavera hizo que las salas se quedasen medio vacías. Para evitarlo las altas se daban mucho más tarde de lo debido, lo contrario que antes, que se daban de alta muchos sin estar completamente curados.

La cuestión de la comida se iba poniendo difícil. El pan cada vez más malo, a pesar de ser fabricado por Intendencia, por ser la harina cada día de peor calidad, por ser una mezcla de harinas de trigo, cebada, maíz y hasta paja molida. Con aquel motivo me nombraron técnico que dictaminase si el pan era comestible o no. Me ponían en grave compromiso, pues el pan, efectivamente, no reunía las condiciones exigidas por la Sanidad, pero si lo declaraba incomible, no se podía sustituir por otro mejor, así que lo único que exigía era que la cocción fuese correcta, lo cual me enfrentaba con los de Intendencia, que según ellos, lo hacían porque les obligaban a sacar panes en exceso, por cada 100 Kg. de harina y naturalmente si lo cocían bien, no podían llegar al cupo exigido. De todas maneras di de baja a muchos sacos de pan, que al estar mal cocidos criaban moho y tomaban un aspecto y sabor muy desagradables.

De los demás artículos alimenticios, la escasez era mayor, hasta llegó a alcanzar al arroz. La leche era siempre condensada, pero de marcas malísimas. La carne apenas existía, habiendo más abundancia en el pescado. De todas maneras, nunca nos faltó comida en la "república".

Encontré al Hospital en vías de liquidación y había que entregar los locales al Instituto de 2ª Enseñanza. Con ello, la "República" se disolvió al marcharse el Alférez de Intendencia. Intenté yo el sostenerla, pero tuve que desistir ante las dificultades de aprovisionamiento y del comilón Teniente Da Pena, un gallego, que para desayunar se metía un bote entero de leche condensada y liquidaba toda comida que pillaba por delante. Al disolverse la "República", el Teniente Da Pena, comía en casa de una novia, que se había buscado. Como sus padres eran agricultores, tenían comida abundante y viendo el flaco del posible nuero, le cebaban a base de bien. Pero Da Pena, en cuanto le mandaron a otro sitio, dejó plantada a la rústica muchacha, haciendo lo del refrán "le comió el pan y les cagó el morral".

Entonces cada cual nos las arreglamos como pudimos, siempre con crecientes dificultades para comer. El Teniente Eced y yo nos abonamos en un bar que daba comidas, que era el que más nos daba en el "plato único" que ya se había implantado obligatorio. El desayuno nos lo preparaba Rosaura y era el mejor del día. Pintos cameló a las monjas y le daban de comer muy en secreto, pero todo el mundo terminó enterándose.

El Hospital se iba reduciendo cada día más, ya solo quedaban dos médicos y un Brigada médico estudiante de último año de Medicina. Pintos se marchó de permiso y quedó de Director uno de los Tenientes médicos. En la farmacia apenas había trabajo, menos mal que el servicio al público militar nos entretenía, aunque no era mucho. Por las tardes, como hacía mucho calor, nos sentábamos el resto del personal que quedaba a la puerta del Hospital. Allí había buena sombra y corría algo de brisa. Allí charlábamos, cantábamos y contábamos chistes que como es corriente, la mayoría eran verdes. Aprendimos a cantar una cancioncilla con el tono del "Miliciano Remigio, que para la guerra era un prodigio", que habían inventado los soldados y que tenía la siguiente letra:

Los soldados y los cabos
Son los que la guerra han ganado
Los sargentos y los chinos
No hacen más que desatinos
Alféreces y Brigadas
Hacen muchísimas bobadas
Tenientes y Capitanes
Cometen muchos desmanes
Y en cuanto a los comandantes
Resultan unos mangantes
Los tenientes Coroneles
Por el frente, ni les hueles
Y en cuanto a los Coroneles
Se duermen en los laureles
Generales de Brigada
No nos sirven para nada
General de División
Da golpes de telefón
Los tenientes Generales
Suelen ser muy animales
Los Tenientes Generales
Suelen ser muy animales.

Todas las tardes pasaba a eso de las seis, una moza bastante sobresaliente, por delante de los sentados a la puerta del Hospital, siendo objeto de piropos por parte de los contertulios, especialmente los del Brigada médico. Este al cabo de unos días se decidió a abordarla, siendo acogido tan bien por ella, que luego nos contó, que se la había llevado por los naranjos, haciendo en ellos el amor. Nosotros creímos que sería un farol del Brigada, pero en las tardes sucesivas, se repitió la misma faena, con lo que el Brigada insuficientemente alimentado, se depauperaba progresivamente, empezando a tomar unas píldoras reconstituyentes que le proporcionamos en la farmacia, que no llegaban a reponerle lo suficiente. Pero un día ya no pasó más la valeidosa moza. Le preguntamos al Brigada, qué era lo que pasaba, diciéndonos que se había marchado al pueblo para casarse. Así fue efectivamente. Nosotros le decíamos que era de suponer que el novio, haría igual que él, pero nos informó, que precisamente el novio, no le dejaba tocar ni el pelo de la ropa, porque así se tendría que casar con ella. Le invitó a la boda al Brigada y en un aparte con él, le dijo que ya le llamaría en cuanto volvieran de un corto viaje de bodas y que esperaba no la defraudase. A la verdad no habíamos conocido el caso de tal cinismo. El Brigada dijo que no pensaba ayudar al marido, por si las moscas. Además a los pocos días, cerraban el Hospital y al personal médico le destinaron fuera, excepto la farmacia. Comenzó el desmantelamiento del Hospital y entrega de él a las autoridades académicas. Únicamente quedó ocupada el ala izquierda de la primera planta por la farmacia, hasta que encontramos local para trasladarnos a él.

Encontré por fin un local muy aceptable para instalar la farmacia, pero había que hacer obras de acondicionamiento, por lo que solicité del Gobernador Militar, diera las convenientes órdenes a la Comandancia de Ingenieros para ello. Esta empezó con gran furia la obra, según el Capitán de Ingenieros, en cuatro días estaba hecha la obra, pero lo cierto fue que solo trabajaron dos días, dejando todo empantanado hasta el mes siguiente, so pretexto de habérseles acabado la consignación. Al mes siguiente hicieron lo propio y así creo que hasta seis. Yo ya había sido destinado a Santander con lo que no pude ver terminada la obra a pesar de haber conseguido un magnífico mobiliario y enseres para establecer la farmacia.

A causa de aquella demora, tuvimos que entregar a Enseñanza la sala dormitorio y los almacenes, quedándose reducida la farmacia a una sala para todos los servicios. Allí estuve el final de mi estancia en Castellón. El Teniente Eced también se alojó allí por algún tiempo, porque no estábamos muy a gusto por comerse mal y ser poco limpia la fonda. Aunque ya conocíamos a los jurídicos, consolidamos nuestra amistad con ellos, sobre todo con un Capitán asimilado que era juez de 1ª Instancia de Olmedo y que también se trasladó a su destino habitual. Había también un Teniente jurídico asimilado apellidado Chillida, que era un abogado de Alcalá de Chisvert, poco escrupuloso y chantajeaba a los familiares de los procesados, fingiendo una influencia que no tenía. Si eran absueltos les decía que era gracias a su influencia. Con ello tenía la habitación llena de regalos. Al fin le pillaron en un conato de chantaje y le pusieron de patitas en la calle. Un día, al salir del comedor, se le acercó una bella mujer a mi amigo el Juez de Olmedo, solicitando le escuchase un momento. Accedió aquel, durando la entrevista un buen rato. Al final la despidió un poco sofocado. Le pregunté que le quería la guapa moza. Él me informó que venía a pedirle protección para su marido, que le juzgaban al día siguiente, ofreciéndose a él, como compensación al favor. Al negarse el jurídico, ella le insistió mucho, diciendo que no se arrepentiría de aceptarla su amor. El incorruptible Juez no accedió, despachándola sin violencia. Me dijo después que no era la primera vez que le sucedía eso, pero que aquella había sido una tentación muy fuerte por la belleza de la valencianita. Con ello comprendí que las conquistas de que presumía Chillida, serían debidas a casos análogos y no a su tipito.

Efectivamente me llegó el destino a la farmacia de Santander en aquellos días, por lo que entregué la farmacia de Castellón al Teniente Eced, despidiéndome de las autoridades y amigos, poniéndome en marcha de seguido. Lo hice por vía Santander-Mediterráneo, pasando por Bilbao.

Diario de un General (10-8-2010)


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