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Inicio/ Revista de cultura y opinión/ Número O. Septiembre, 1999

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Rogelio el Fresco

 

III

Un buen día, después de haber pasado toda la santa la noche sin pegar ojo, pensando en el tema que se traía entre manos, el alcalde, viendo que los días iban dilatando el desenlace de aquella legendaria historia del salmón, pensó en práctico y dictó una carta al secretario, con destino a su colega de Alagón, confiándole su comprometida situación ante el noble antojo de persona de tan alta alcurnia. Al cabo de los días recibió una misiva del Concejo alagonero, en la que su colega escribía que por enfermedad del secretario, nadie en su defecto tenía la soltura necesaria para trasladar al papel tan enrevesado suceso y por ello se disculpaba amablemente. Pero no por ello el alcalde se dio por vencido, bien al contrario, pues estaba decidido en remover Roma con Santiago y visitar sin más tardanza la villa de Alagón, para pedir a cualquier vecino que supiera el sucedido, que lo narrara a viva voz delante de una comisión nombrada para tal fin, para que a su vez lo trasladara con toda clase de detalles a la señora condesa, poniendo fin al capricho. Pero un buen día, preparando la expedición, el señor alcalde recibió en el salón del Concejo la visita de Jerónimo el Convertido y al conocer la razón de aquella inesperada audiencia, los ojillos le brillaron como dos bombillas de cuarenta vatios. Por fin alguien daba noticias de lo sucedido en Alagón.

  -¡Cuenta, cuenta ya, por Dios, que me tienes en ascuas!

  -El único que sabe lo que ocurrió con el salmón de Alagón es el tío Gregorio...

Al alcalde le venció por momentos una amarga desilusión, pero se recuperó al instante. ¡Qué remedio! El tío Gregorio tenía fama ganada en el pueblo de mentiroso, de exagerado, de pamplinero..., y aquello no era buena señal. Con razón lo apodaban el aponderador, por eso mismo. Pero no se podía cantar victoria antes de tiempo. Sin embargo el alcalde se sentía con la necesaria fuerza moral, además de asistirle la razón, para obligar al tío Gregorio a contarle lo sucedido, sin recargar las tintas, a que le confiara a las buenas toda la verdad de aquella historia y el intríngulis del aquel suceso extraordinario. La posible recompensa del señor conde hacia el pueblo, bien valía un nuevo intento.

El alcalde, que no comía ni dormía tranquilo desde la misma tarde del antojo, a causa de aquel dichoso salmón, se armó de valor y una noche como de imprevisto llamó a la puerta de la casa del tío Gregorio.

  -Ave María Purísima.

  -Sin pecado concebida. ¿Quién es?

  -La autoridad misma.

El alcalde, que conocía las andadas, subió hasta la misma cocina por unas escaleras casi en penumbra y encontró al tío Gregorio liándose un pitillo, sentado en el banco al amor de la lumbre.

  -Buenas noches nos dé Dios.

  -Y así sean para todos.

El alcalde, aprovechando un asunto que debía hablar con el hijo del tío Gregorio, sacó el tema de la pesca, de la que era un buen aficionado. El tío Gregorio le invitó a fumar y sacó el mejor vino de la bodega, para hacer los honores y entonces el alcalde pasó a la ofensiva. Contó lo del antojo de la señora condesa y de las posibles consecuencias en el feto, en caso de no ser satisfecho a tiempo, de su responsabilidad, como primera autoridad del pueblo, en el rápido esclarecimiento del suceso del salmón, que también salpicaba al tío Gregorio, pues al parecer era el único en el pueblo que conocía aquella historia ocurrida en Alagón hace muchísimo tiempo. El tío Gregorio se hizo esta vez el remolón, poniendo pegas y más pegas, pero el alcalde le amenazó con multarle si no cooperaba y más en un caso de interés local, en el que estaba comprometido su honor y el del todo el pueblo. Y después de ir soltando y cogiendo cabos con no poca habilidad y pericia, al final le pudo la vanidad al tío Gregorio, que puso una serie de condiciones para acceder. Él contaría el suceso ocurrido en Alagón en pública asamblea, siempre que contara con el respeto y el silencio de la concurrencia, exigiendo además que el nuevo vástago del conde, fuera varón o hembra, llevase su nombre de pila, o sea, Gregorio. El alcalde tomó cumplida nota de sus peticiones, que por otra parte eran justas, y quedó en avisarle el día, la hora y el lugar, recordándole una y mil veces que no debía alargarse demasiado en sus explicaciones.

El tío Gregorio había ganado favor en el lugar de aponderador, de cargar mucho y a veces también innecesariamente las tintas de las cosas, no de mentir, no, pero de ser algo exagerado, aunque sin maldad alguna, esa es la verdad. El tío Gregorio gustaba de contar historias y sucesos en la plaza del lugar a todas las horas, y más si estaba rodeado de muchachos, que no recelaban ni poco ni mucho de sus historias fingidas o verdaderas.

  -Un año nevó tanto que las calandrias vinieron de tierras de Soria a comer coles. Una noche estaba sentado cerca del fuego y oí mucho alboroto. Al punto cogí la escopeta y disparé por la chimenea y cayeron tantas calandrias que se pudieron llenar más de tres sacos...

  A lo lejos, los hombres apoyados en la pared de la barbería escuchaban estas y otras historias, siempre repetidas. En alguna ocasión Pablo el Convertido había buscado la complicidad de un muchacho, para que se acercara a la reunión y desacreditara al fabulador, a cambio de una peseta.

  -¡Mentira, tío Gregorio!

Al escuchar tal afrenta, el tío Gregorio se levantaba como un resorte del banco de piedra y con el garrote en alto amenazaba con descrismar al muchacho entrometido.

Pablo el Convertido, antes de regenerarse, tenía malas ideas y guardaba muy mal corazón para sus semejantes. Un año de gran sequía, cuando los sembrados amarilleaban en el monte una vez nacidos y nada parecía remediarlo, Pablo pasó a su olivar por el sembrado del tío Manolico, que cabizbajo pensaba en labrar el campo y perder la simiente.

  -¡Manolico, Manolico! Sabe usted, pensando, pensando...., he pensado que me podía usted guardar la paja....

  -¡Y te la guardaba si supiera que con ella te iban a correr las tripas, guasón, más que guasón, mal cristiano!

Y así le fue tentando el diablo un día sí y otro también, desoyendo a todas horas los berridos de su conciencia, pero cuando todos pensaban que nada ya tendría ningún remedio, tropezó en su camino de Damasco con la piedra de la enmienda y desde entonces cambió como de la noche al día, llegando a contar sus experiencias en las Conferencias de San Vicente de Paúl y en las numerosas visitas de la Santa Misión a los pueblos vecinos.

  -...¡Yo... que he sido borracho, el más borracho de todos, el más perdido de todos, aquí me veis, convertido y ganado para el cielo!... ¡Este pueblo tiene que arder, sí, habéis oído bien, tiene que arder!.... ¡Tiene que arder... en cristiandad!... ¡En cristiandad!... ¡En cristiandad!...

  -¡Oh....! ¡Oh...! ¡Oh...!

Los mozos del pueblo, al escuchar tal sarta de disparates, esperaron a la salida del acto al charlatán confeso, preparados con palos de azada para cantarle las cuarenta en las costillas. Aquella vez Pablo el Convertido tuvo que salir del pueblo custodiado por la pareja de la Guardia Civil, mientras los mozos le aconsejaban no pisarlo jamás, por lo que pudiera ocurrir.

  -¡Anda meapilas y pega fuego a tu pueblo como hizo Nerón!

Esto de jugar con fuego, aunque sea metafóricamente, no suele acarrear ninguna ventaja y tampoco quedan seguras muchas o pocas ganancias. Sucede a menudo que al equilibrista que anda por la cuerda floja de la fe y al trapecista que sortea el vacío de las virtudes teologales, les da por hablar siempre con metonimia, y claro los racionales paisanos que no entienden el sentido del tropo, cogen un cabreo de padre muy señor mío. Y sucede luego lo que sucede. En fin, ese parece ser el triste sino de los profetas y de los nuevos apóstoles de la fe.

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