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Inicio/ Revista de cultura y opinión/ Número O. Septiembre, 1999

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Rogelio el Fresco

 



 

I

Rogelio el tendero, conocido en toda la vecindad y aun en toda la comarca con el apodo de el Fresco, porque entre otras muchas mercaderías vendía pescado fresco, pero eso sí, a precio tan prohibitivo, que el apodo bien pudiera deberse también a su cachaza y desconsideración para el negocio, como perito aventajado en la granjería tirada y hacedera, era dueño de un oscuro tenducho que abría su portón a la calle principal del lugar. Rogelio el Fresco lucía en su bien abastecido comercio de ultramarinos, que también hacía las veces de taberna y en ocasiones hasta de lugar de reunión y de tertulia, donde se llegaban a debatir con vehemencia y puntualidad cualquier tema de importancia, dada la catadura e ilustrada alcurnia intelectual de los asistentes y discutidores varios, un guardapolvo sobrado y limpio, que daba gusto verlo. De buena mañana, los hombres más madrugadores, antes de comenzar las faenas del campo, fuera invierno o verano, pasaban por su comercio, ya abierto a horas tan intempestivas, para tomarse una copa de aguardiente o de cazalla, que acompañaban siempre con higos secos en harina. Cuando daba la ocurrencia de llover a cántaros, los hombres acudían a las bodegas para tantear el vino de la cosecha, sin más avíos que el sentido común y el acuerdo, o bien buscaban el seguro abrigo de la herrería, siempre muy concurrida, donde el herrero trabajaba las piezas en la fragua, siempre bien abastecida, y después en el yunque, o bien se cobijaban en la barbería, donde se recibían casi a diario algunos periódicos, que leía en voz alta el barbero a la nutrida concurrencia que, en asamblea, ponía cerco a la oportuna estufa de leña, donde además se venía calentando el agua necesaria para afeitar a la parroquia, o bien perdían el tiempo en la tienda de Rogelio el Fresco, rememorando lejanos o no tan lejanos acontecimientos.

  -¿Bueno, pero alguien sabe en qué quedó lo de la sobrina del cura, en boda a la semana o en mal aire?

  -No sé, pero igual le vino a pasar como a la burra del tío Canuto, que estuvo más de cinco años preñada... ¡de un mal aire!

  -¡Vaya por Dios! Predicar, según dicen, no es dar trigo ni mucho menos, que por ahí van diciendo...

Rogelio el Fresco vendía en su tienda café molido, que olía que alimentaba, velas, velones, bujías, cerillas, todo tipo de legumbres, aceite de almazara, latas de conserva, gaseosas de papel y de pitón, leche, queso manchego y del Tronchón, embutidos, aceitunas de Belchite, fideos, macarrones y hasta alpargatas y botas de vino, además de pescado fresco y congrio curado. Rogelio el Fresco recibía el pescado dos veces por semana con el tren correo, que paraba de madrugada en la estación del pueblo vecino. Rogelio el Fresco madrugaba lo suyo, se colocaba la boina y las hojas desdobladas del 7 Fechas cubriendo el pecho, bajo el chaquetón, se sujetaba las perneras del pantalón con dos pinzas de tender la ropa y con su bicicleta Ráfaga se acercaba hasta la estación del ferrocarril, con la que recorría a buen paso las casi dos leguas, entre la ida y la vuelta, que tenía de camino. Ni que decir tiene que el correo siempre llegaba con bastante retraso, unos días más y otros menos, esa es la verdad, pero siempre tarde, y el pescadero lo empleaba en poner su sueño al día. A la llegada del correo, Rogelio el Fresco recogía su caja de pescado fresco, satisfacía su alcance y una vez colocada y bien sujeta a la bicicleta, cogía el camino de vuelta sin más tardanza, para llegar a tiempo de abrir la tienda, como solía hacer todos los días.

Pero Rogelio el Fresco pecaba de avaricioso y ponía el pescado por las nubes. De todas maneras había que reconocer que el hombre madrugaba lo suyo, pasaba frío y muchas más calamidades, además de perder su tiempo y su sueño, a la expectativa del tren correo, que le traía su mercancía desde la capital, siempre con retraso, pero aún con todo su codicia parecía no tener reserva ni prudencia y su afición a los duros no conocía límites ni mojonera. Así que como al que cierne y masa de todo le pasa, muchos días le quedaba pescado sin vender, pero Rogelio el Fresco no se apuraba por nada y a oídos de todos aseguraba de boquilla que los gatos agradecerían el espléndido banquete que les esperaba.

  -¡Qué hemos de hacerle, que más se perdió en Cuba, según dicen!

  -No quiero que crea que le llevo la contraria, bien lo sabe Dios, pero los tiempos no andan tan propicios para ir tirando las sobras tan alegremente.

  -¡Cada maestrillo tiene su librillo, amigo mío!

  -Ya veo, ya, que el que le engañe a usted ha de ser lo menos canónigo y de los de arriba.

 Pero a decir verdad, Rogelio el Fresco colocaba de nuevo el pescado sobrante en su caja y cuando ocurría, hacía el recorrido de costumbre en su vieja bicicleta Ráfaga hasta la estación de la vecina aldea, donde intentaba venderlo a los ferroviarios, rebajando su precio, pero si no le acompañaba la suerte, volvía otra vez al mostrador de la tienda, donde intentaba dar gato por liebre, pasando por fresco. Y si tampoco colaba, entonces en último extremo iría a parar a la despensa, y con él su santa mujer haría un buen caldero de sopa para toda la semana. Lo que no mata, dicen que engorda lo suyo y es para creer.

  -¡Pescado fresco, pescado fresco! ¡Sardinas frescas! ¡Las más frescas de hoy!

 Y no decía ninguna mentira, pues el pescado, el fresco y el que lo era menos, al relente de las noches de invierno, mientras el viaje de ida y de vuelta, contando también con el retraso del tren correo, llegaba a su tienda más fresco que un carámbano y aun más que una rosa. Pero las clientas se venían quejando sobre todo del precio.

  -¡Pues estas sardinas son más caras que el salmón de Alagón!

  -¡No sea tan exagerada, señora mía, que pierdo con usted mis ganancias de toda la semana!

  -¡Usted sí que es exagerado, hombre de Dios! Menos mal que su padre le debió dejar una buena herencia, que si no, en dos semanas justas tiene usted que salir a pedir por las calles como cualquier muerto de hambre. ¡Qué barbaridad, cómo se está poniendo la vida!

  -¡Y más que se pondrá, señora mía!
 
 

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