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ANTOLOGÍA DE COPLISTAS APÓCRIFOS




El bueno, el feo y el malo

I

Como en aquella película italiana de aventuras, titulada en su idioma original "Il buono, il bruto ed il cattivo", que alcanzó cierta popularidad hacia 1970, el mundillo velado de las coplas joteras reunió a tres personajes en las páginas de un olvidado texto. No viene a cuento el pequeño trabajo que transformó en literatura a los protagonistas de este relato; pero debo de admitir que, como el cineasta italiano Sergio Leone en su violento filme, un recopilador de coplas aragonesas descubrió el parentesco literario y vital entre los tres personajes de este relato: el bueno, el feo y el malo, apodos respectivos de tres inquietos coplistas que el destino quiso reunir para darles una feliz ancianidad.

Antonio Pérez Raya, natural de Daroca o tal vez de Nombrevilla, fue un soltero empedernido. Le vino el apodo de un costumbre verbal tan acusada como superflua: Antonio, para expresar cualquier duda o respuesta, siempre utilizaba la palabra "bueno". Esta costumbre le puso el mote. Antonio Pérez Raya fue el "Bueno" para todas las personas que trataron con él. Pero que este apelativo estuviera basado en sus habilidades como coplista, es otra cosa:

Pa curarme yo de ti
hay dos clases de castigo
beberme el vino a pozales
o que te cases conmigo.

Esta copla señala la altura de la calidad que el "Bueno" es capaz de conseguir. La estructura se repite en la demás con leves variantes:

Por hacer caso a tu madre,
cuando yo te iba a rondar,
tú tenías la ventana
cerradaÖ de par en par.

El sabor agridulce de los amores indecisos es el tema preferido por Antonio. Hay coplas que esconden el dolor con un tono de buen humor, tan frecuentes en las jotas aragonesas:

Tú y yo sabemos muy bien
que hay dos clases de amoríos:
unos, todos los demás,
y otros, el tuyo y el mío.

Aunque nada se sabe de las mozas que Antonio el "Bueno" cortejó, las coplas descubren que no fueron pocas; también se adivina que no trataron demasiado bien a nuestro coplista, como queda reflejado en esta cuarteta:

Ayer me diste un besico
y luego que arrepentiste;
te lo quise devolverÖ
y en la cara me aplaudiste.

La sensación de duda amorosa, de relaciones poco estables con las damas, no falta jamás en las obras del "Bueno". Antonio está cerca del amor, pero no lo alcanza; se aproxima, llega incluso a rozarlo; pero el anhelado bien se le escapa una y otra vez. Y el lugar de la dicha lo ocupa un desencanto resignado, que el coplista compensa con l simplicidad amistosa de las cuartetas:

Porque ayer rompí un botijo
me sacaste los colores;
¿qué habría que hacerte a ti,
que rompes los corazones?

Antonio Pérez Raya, el hombre que más funciones gramaticales aplicó a la palabra "bueno" no eligió por capricho la soltería, que le cayó encima como una lluvia de soledad. De esta búsqueda inútil del amor, Antonio heredó una leve misoginia, que en las últimas coplas se aprecia con bastante claridad:

Tú me dirás que anduviste
Si yo te digo que andé;
¡anduviendo pues, sabihonda,
o perderemos el tren!

Y, efectivamente, Antonio el "Bueno" perdió el tren de los amores que anhelaba. La vejez le llevó a un asilo madrileño, donde al menos disfrutó de una profunda amistad con los dos coplistas que ocuparán los capítulos siguientes de este relato. Los tres personajes, unidos por la amenaza de la soledad, dieron lugar a la pequeña leyenda de "el bueno, el feo y el malo".

II

Cuando Nicolás Fiteras comprendió que su fortuna se agotaba, viejo, solo, aturdido por la melancolía del otoño parisién, decidió visitar al único amigo verdadero que tenía en la capital francesa para pedirle consejo. La consecuencia de esta consulta fue triste, aunque inevitable para Nicolás. Pocos días después, tras hacer acopio de sus últimos recursos económicos, nuestro personaje se trasladó a Madrid para ingresar en un renombrado asilo de ancianos.

Nicolás Fiteras, hombre de gran fortuna, dotado por la naturaleza de un porte elegante y de una fealdad indescriptible, fue un ciudadano del mundo. Madrid, Barcelona, Roma, Londres y París lo tuvieron como huésped frecuente. Zaragoza fue, en cierto modo, su única residencia estable. Allí se sintió aragonés y vibró con la recia jota, y se aficionó a componer delicadas coplas que apenas fueron apreciadas por sus paisanos, aunque la citada a continuación fue entonada más de una vez:

No tires el agua clara
porque bien te sepa el vino,
que si él te enciende la sangre,
ella apaga el desatino.

En Zaragoza, Nicolás se enamoró perdidamente de una dama, a la que dedicó esta copla ilusionada:

¡Quién fuese airecico fresco
cuando respira mi maña,
pa entrar despacio en su boca
y darle un beso en el alma!

La bellísima joven aceptaba los halagos de Nicolás con interesada cortesía, deslumbrada por la envidiable fortuna del coplista. Ella debió ruborizarse al recibir una tarjeta con estos versos encendidos:

No te ofendas si te digo
que tu cuerpo es un sendero,
donde me aventuro a ciegas
y donde siempre me pierdo.

Pero este sueño romántico de Nicolás acabó pronto. Durante una espléndida fiesta ofrecida por el coplista, tras los postres, cuando las copas de champaña inventaban brindis y desataban las gargantas, Nicolás cantó con maestría y esperanza estas palabras:

Desde aquí voy a cantar
lo que decirte no puedo,
que mucho dice una jota
y hoy a cantarla me atrevo.

Lo que sucedió después, es fácil de imaginar. Nicolás declaró su amor a la joven, pero la bella concedió más importancia a la fealdad que a la fortuna del pretendiente. Tal vez alguno de los sirvientes escuchase desesperado Nicolás, ebrio de pena y de vino, entonar esta jotica triste:

No desprecies la amargura
de esta jota que ahora canto;
es mi corazón abierto
que se desangra cantando.

Nicolás Fiteras se ausentó de Zaragoza para siempre; se instaló en Londres, donde parece ser que conoció al célebre escritor dublinés James Joyce. Madrid, Barcelona y Roma se repartieron la presencia del coplista, que terminó refugiándose en el aire cosmopolita de París para cerrar la vieja herida de un amor imposible.

El carácter romántico y descuidado de Nicolás le llevó a dilapidar su fortuna. Viejo y solo, se despedía de París antes de partir hacia un asilo madrileño. Al contemplar las avenidas parisienses vestidas de noche y hermosura, Nicolás Fiteras rememoraba las etapas de su vida y se entristecía.

Pero Nicolás se equivocó; en el asilo madrileño conoció a dos viejos coplistas, con los que estableció una amistad profunda. Elles, cariñosamente y con razón, le apodaron el Feo. Juntos fueron el germen de la pequeña leyenda de "El bueno, el feo y el malo". Durante estos años de vida tranquila, Nicolás compuso líricas cuartetas apenas teñidas de romanticismo, entre las que se ha seleccionado la siguiente para terminar este capítulo:

Son las gotas de la lluvia
letras de un abecedario,
que al caer sobre la tierra
forman palabras de barro.

III

Aunque nada notable hubo en su vida, fue Ramiro J. Liñán el tercer hombre de una pequeña leyenda. Nacido en Galdácano, de padre aragonés y madre vasca, ejerció el oficio de coplista casi en secreto; sólo durante los años dulces de la vejez reveló su habilidad para tejer cuartetas a dos amigos: Antonio Pérez Raya (el Bueno), y Nicolás Fiteras (el Feo).

Ramiro J. Liñán quedó huérfano desde el instante mismo de nacer, puesto que su madre, ya entrada en años, murió en el parto. Este incidente doloroso aconsejó al padre de Ramiro abandonar la población vascuence para trasladarse a Zaragoza. Pero la familia Liñán residió pocos años en la capital aragonesa, aunque suficientes para que Ramiro sintiera el predominio de la sangre paterna y se considerase aragonés hasta la médula.

Hijo y padre, enamorado éste de una dama madrileña, se trasladaron a la capital de España. Hubo segundas nupcias, que permitieron a Ramiro vivir a sus anchas mientras su padre se dedicaba al cuidado amoroso de la nueva esposa. El joven Liñán encontró afecto en una familia vecina y aragonesa, que, entre otras cosas, le inculcó una afición desmedida por la jota cantada. Pero Ramiro, aun deseando entonar los bravos cantares mañicos, se sintió obligado a callar; cantaba mal, tan rematadamente mal, que la voz se le iba de las alturas hasta los bajos fondos sin ton ni son, como si el tono y la medida enloquecieran en las cuerdas bucales del frustrado jotero. De ahí, como a tantos otros, nació la afición copleadora de Ramiro, y también el apodo que acabó por darle un poco de celebridad: el Malo. ¿Cómo era Ramiro? Cojo y con buen humor, se diría al conocer estos cuatro versos:

Me dolía el pie derecho
Y el izquierdo me has pisau;
Como no tengo más "pieses",
Hoy, ¡todo el día sentau!

Se sabe que el Malo mantuvo un raro noviazgo con una moza de Lavapiés que, al parecer, había sido criada con leche de avispas. Lo cierto es que Ramiro compuso una cuarteta para celebrar la ruptura de relaciones; en la cuan retrata a su antigua compañera:

Aunque te vistas de blanco
Cuando vayas al altar,
La cola de tu vestido
Será la de un alacrán.

En esta ruptura debió de intervenir la madre de la novia, mujer de lengua afilada y alma de correveidile, a quien Ramiro dedicó esta copla:

De alparcera tienes fama,
de alparcera y de cotorra;
lo que agarran tus orejas,
al punto escupe tu boca.

Ni este desgraciado asunto ni el defecto físico de su pie derecho menguaron el buen talante de Ramiro, que repartió sus cuartetas entre el humor y la crítica:

Cuando fuiste al zapatero
se quedó muy extrañau,
porque medías de pie
lo mismo que de sentau.

Cuando ya la vejez se le manifestaba como una pesada cruz, Ramiro hubo de abandonar el piso que habitaba en el castizo barrio de Lavapiés. Vecino de nuestro coplista, el dueño de la casa pretendía obtener una renta mayor por el arriendo, y se las arregló para enredar a Ramiro en un pleito ridículo. El carácter del propietario fue reflejado así por el coplista:

Al revés tiene las cosas
el roña de mi vecino:
los mosquitos en el agua
y las ranas en el vino.

Al fin, Ramiro perdió el pleito y fue obligado a desalojar la vivienda. La falta de testigos favorables, así como los malos consejos recibidos por el coplista, decidieron el resultado:

Cuando unos dicen que sí
y otros te dicen que no,
aunque invoques al santísimo
te quedas sin la razón.

Pero a Ramiro le esperaba un destino favorable. Buscó un refugio seguro para los años de vejez, y fue a dar con el asilo que, felizmente, había acogido a los señores coplistas Pérez Raya y Fiteras. El Bueno, el Feo y el Malo se conocieron y apreciaron allí, templo de ancianidad, donde una joven placidez se remansaba. Juntos, fueron el germen de la pequeña leyenda que ha dado título a este trabajo literario, que ninguna gloria pide y aquí acaba.

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