La Comarca de Calatayud
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ANTOLOGÍA DE COPLISTAS APÓCRIFOS

 
 

Nuevos coplistas apócrifos

I

A Perico le llamaban el "Roncalero" por motivos profesionales, puesto que habitaba en el famoso valle navarro durante una buena parte del año. La actividad laboral de este coplista, según constaba en su documento nacional de identidad, era la de pastor trashumante. ¡Buen trabajo para disfrutar de la poesía popular! Porque también las coplas necesitan las caricias del estro, aunque la inspiración bendiga el espíritu bucólico del un recio pastor sobre frescas praderas, acompañado por un rebaño de vacas, alternando los cantos de las jotas recién paridas con repentinos gritos dirigidos a las reses desobedientes. El valle del Roncal puede ser un buen lugar para componer cuartetas, tanto como un rústico pastor es capaz de convertirse en coplista de altos vuelos. Y así le sucedió a Perico.

El Roncalero, cuando regresaba al campo de Borja en los periodos invernales, sorprendía a las gentes con sus joticas, frescas como diciembre. Con el buen humor que siempre demostraba, animado por los potentes vinos de la zona y los amigos "de toda la vida", pedía paz entre los suyos con palabras como estas:

¡Qué güeno es tener memoria!
¡Qué majico es recordar!
Y pa vivir sin rencores
¡cuánto tienes que olvidar!

Porque Perico el "Roncalero" era un bendito; todos los inconvenientes se transformaban para él en motivo de broma, incluso el temible sillón del dentista:

Ayer, en el sacamuelas,
qué amable fuiste con mí,
cuando me ayudaste a entrar
y yo quería salir.

Y he aquí que su humor se tornaba contagioso. La vida parecía sonreír junto a Perico, que animaba a sus vecinos de invierno para que mirasen el lado bueno de la existencia. Por eso, a una tía abuela suya que se quejaba de soltería la calmó con esta jotica:

Una agüelica en la plaza,
cuando llegaban los mozos,
se atusaba y se decía:
¡en esta me sale novio!

Quizá, para completar estos ejemplos de coplas bienhumoradas, resulte interesante añadir otra. La dedicó Perico a un amigo fanfarrón, mal perdedor y peor ganador al juego del guiñote:

Cuando pierdes al guiñote,
paices un perro rabioso;
cuando ganas las partida,
mitad pavo y mitad oso.

Contemplar al Roncalero en su tierra, bullicioso y sociable, e imaginarlo después en la soledad profesional del valle, acompañado por las vacas de un rebaño, produce un contraste bastante notorio. ¡Que beneficioso hubo de ser para Perico la creación de sus coplas! Gracias a esta actividad, el pastor mantenía vivo el recuerdo de los suyos, a la vez que ejercitaba la mente y disfrutaba. Alcanzó tal dominio del arte de la cuarteta que, en uno de sus escasos viajes a Zaragoza, cuando noviembre sembraba vendavales sobre la capital aragonesa, Perico provocó la perplejidad de los transeúntes con esta improvisada ocurrencia, cantada en plena calle:

Es Zaragoza, en otoño,
una fábrica de viento,
donde el aire arranca boinas
y te regüelve los pelos.

Nadie se atrevió a contradecirle.
 


II

José U. Mateo nunca cantó una jota, al menos ante testigos. Era dueño de una voz con sonido de lata envejecida; seguramente, las cuerdas bucales del Mateo estaban oxidadas por el mosto fermentado de las uvas, ingerido sin tiento por nuestro personaje, y también por los gruesos cigarros de "caldo de gallina" que incesantemente consumía. Escucharlo era rememorar el chirrido de los portalones mal engrasados cuando, al moverse en uno u otro sentido durante las horas de silencio, martirizan los oídos de quienes se encuentran cerca. Esta voz, permanente compendio de herejías sonoras, eximió al Mateo de cantar en reuniones y lifaras; jamás lo hizo, aunque equivocadamente se la calificara de jotero a causa de las numerosas coplas que, con cualquier motivo, componía.

Alcarreño de nacimiento y turolense de crianza, José Ursicio Mateo profesó como funcionario de administración local en varios ayuntamientos zaragozanos. Los motivos que obligaron a Mateo para cambiar de localidad con tanta frecuencia, parecen reflejarse en esta copla:

Las gafas sirven pa ver
siempre que lleven cristal;
pero hay burros que las llevan
sólo para despistar.

Hombre de corta estatura y enérgico carácter, José U. Mateo aguijoneaba a la corporación municipal de turno con sus coplas, que, sin dejar de ser alusivas, jamás revelaban la identidad de los protagonistas:

Un concejal en un pleno
armó un lío de los grandes,
porque hablando de los burros
siempre miraba al alcalde.

Es lástima no conocer el lugar ni la época exacta a que la cuarteta anterior se refería, datos que fueron cuidadosamente sepultados por el propio Mateo. Sin embargo, escribió otras coplas que bien podrían aplicarse a cualquiera de nuestras corporaciones municipales hoy:

Es, pa formar el concejo,
como en un ramo de flores:
si pones un cardo en medio,
te se pinchan los colores.

Razón no le faltaba a Mateo, puesto que un edil con malas pulgas es capaz de provocar la guerra entre los concejales de uno u otro color. Y también acertaba en esta otra copla, aplicable a la casi totalidad de las poblaciones hispánicas:

Lo que le falta a mi pueblo
son unas vacas lecheras,
a ver si ya de una vez
hay buena leche de veras.

Pero las coplas municipales más ácidas del Mateo fueron provocadas, con toda seguridad, por los enfrentamientos del coplista con algunos superiores, ora ediles, ora funcionarios con mayor categoría profesional:

Con el triunfo del motor
cada vez hay menos burros,
y los pocos que nos quedan
están gobernando el mundo.

La vía satírica de escape, tan brillantemente utilizada por el genial Francisco de Quevedo, adquirió en José U. Mateo un tono agridulce y popular, mezcla de sentimiento rebelde y la impotencia que este funcionario coplista debió sentir ante la falta de reconocimiento por parte de los diversos políticos que conoció. Tal vez sean estos los motivos del sereno silencio de Mateo durante su última época, apenas mancillado por esta copla final:

Pa ser concejal, media hora,
y pa ser alcalde, un día;
pa ser menistro, dos meses;
pa ser hombre, toda vida.

III

Rico en propiedades y recursos, Salomón Villa fue nombrado juez de paz, en su patria chica, cuando las canas comenzaban a recomendarle calma en sus descabelladas aventuras. Así, bien entrado en la cuarentena, hubo de refrescar sus estudios de leyes, nunca del todo abandonados, y se propuso cumplir su cometido con dignidad y oficio.

Salomón Villa procedía de una familia con cierto abolengo, de aquellas que colgaban en las paredes a sus antepasados ilustres -y todos lo eran- y hablaban de la calle como si se tratase de la selva virgen.

Salomón fue, en cierto modo, el garbanzo negro de la familia. Sus aventuras y aventurillas le habían dado popularidad y, por consiguiente, se mezclaba con la plebe más de lo que sus parientes consideraban decente.

Poco a poco, Salomón Villa fue ganando independencia y perdiendo aires de grandeza familiar. Cuando alcanzó ese  estado en que el individuo puede ser lo que desea, se sintió feliz. Pudo desplegar sus inquietudes y sus manías, entre las que se hallaba la emulación de las hazañas  del "Royo del Rabal", a quien no llegó a conocer y de quien tanto bueno había escuchado. Nunca dio un paso firme para conseguirlo pero, adquirió la costumbre de trasladar a coplas todo aquello que sucedía a su alrededor. De ahí que su actividad como juez esté reflejada en cuartetas, lo que representa una rareza digna de comentario. Veamos, por ejemplo, cómo describía Salomón Villa un caso de indemnización que, con un ofendido demasiado duro, hubo de resolver:

Te doy uno y pides dos;
si dos te doy, pides cuatro;
me parece, amigo mío,
que estamos como empezamos.

O bien la discusión de una herencia, constituida por diez hanegadas de regadío de las que los herederos querían recibir seis unidades:

Tu quieres media docena;
Este otro, nueve al revés;
¡a ver cómo lo arreglamos,
si sólo tenemos diez!

En otra ocasión, tras una pelea familiar en la que todos tenían razón y la culpa, dejó escrita esta copla:

Nadie tiene la razón
En este juicio de faltas,
Unos por tirar la piedra
Y otros por hacer la pascua.

No le faltaron problemas a Salomón Villa, coplista y juez de paz, motivados por el egoísmo y el orgullo de algunas personas. La imparcialidad y la tolerancia, aparte del rigor técnico, brillaron siempre en él, y con todo merecimiento consiguió la estima y el respeto de sus conciudadanos. Así resumió un feo asunto entre payos y gitanos, en el que unos y otros "se pasaban de listos":

El payo por orgulloso
y el gitano por gitano,
nos quedamos otra vez
sin acuerdo en el reparto.

Conocedor profundo de las relaciones amorosas, aprendiz de don Juan en otro tiempo, también fue requerido por graves problemas conyugales; y, al parecer, con providencial participación. De estos asuntos surgieron coplas muy dignas, como esta misma:

En los amores se cumple
la vieja ley del puchero,
que sin lumbre no se cuecen
aunque haya manjares dentro.

Un día cualquiera, sin despedida ni aviso, como el actor que tras la representación abandona el escenario, Salomón Villa desapareció. Nadie tuvo jamás noticias suyas. La gente fue olvidándolo, hasta perder cualquier noción de este singular personaje, coplista y juez de paz.

IV

Era una mañana primaveral, azul en las alturas y dorada abajo, en las calles zaragozanas. Jesús Mata Puente disfrutaba del domingo; había dejado abierta la ventana para que le permitiera contemplar un pedazo de cielo limpio. De súbito, un pajarillo penetró por la abertura y voló dentro de la habitación, hasta que encontró la salida y se perdió en la lejanía. Jesús, una vez repuesto del pequeño sobresalto, hubo de resignarse: cogió una bayeta humedecida y limpió los tímidos excrementos que el jilguero había esparcido por la habitación. A continuación escribió:

Un cardelino en mi casa
entró y se marchó volando;
su tarjeta de visita,
con agua la estoy limpiando.

Jesús Mata Puente trabajaba como agente comercial y se divertía componiendo coplas ("jotas", decía él). Y en las dos actividades se defendía con salero. Observaba los hechos y los personajes, tan abundantes en los viajes que le correspondía efectuar por pueblos de Aragón y de Navarra, y los trasladaba al agradecido mundo de la cuarteta. Igual idealizaba un paisaje que satirizaba una expresión graciosa:

¡Estate quieto un momento,
dijo a un crío su madrina,
que paice que te alimentas
con colas de zarandilla!

Otra habilidad de Jesús coincidía en denunciar los malos amigos; los castigaba con punzantes coplas, recordándoles que la amistad es cosa de dos y que la correspondencia de actitudes es tan necesaria como el afecto declarado. Por eso, a un fulano que siempre le prometía una suculenta comida y nunca cumplía su promesa, envió una tarjeta con las siguientes palabras:

A una comida de obispo
me has convidau, y no miento.
¿Cómo iba a ser de otra forma,
si no hay obispo en tu pueblo?

Y más adelante, a unos primos que tenía el mal hábito de andar siempre con secretos, dedicó esta jotica, mal cantada tras una reunión familiar:

La familia y el armario
suelen parecerse mucho,
siempre los dos cerradicos
cuando guardan trapos sucios.

Cuando Jesús visitaba los pueblos navarros más cercanos, entre Cortes y Tudela, aseguraba que "nadie como él apreciaba la vecindad, y que por eso quería tanto a Navarra". Pero cuando se trataba de pisos y no de provincias, se retractaba:

Los perros de mi vecino
ladran sin tomar aliento.
¿Será que los matan de hambre,
o es que imitan a su dueño?

Quienes se dedican a viajar como agentes comerciales conocen el problema: las horas en las que los comercios permanecen cerrados, y nada se puede hacer sino esperar, agudizan la soledad del viajante. Y Jesús, para hacer más llevaderos estos instantes, frecuentó los cafés donde se rendía culto al juego del guiñote. De este modo llegó a una conclusión:

En el juego del guiñote
es la ley, pierdas o ganes,
que lo inventaron los mudos
y mandan los charlatanes.

Jesús Mata era epigramático y directo, aunque no le disgustaba coplear lo enigmático. Por unas u otras causas, su obra permanece casi escondida. Sea como fuere, Jesús su pierde el hábito ocurrente del coplista y es capaz de someter los dichos y refranes populares a crueles traslaciones para sorprender al oyente o al posible lector:

Una mujer de mi barrio
siempre lleva la contraria:
es mas sorda que un pandero
y es más gorda que una tapia.

Todavía en activo, de este agente comercial (o "viajante", como a él le gusta decir) hay que esperar futuros logros.

V

Conocí a Luis Marquina y Yagüe hace ya muchos años, cuando él era un anciano venerable y yo un mocoso descarado. Fue en el desaparecido Café Pavón, donde el célebre historiador perdía algunas horas mirando a las musarañas o a las animadoras de turno. Don Luis residía en Barcelona, y solamente durante los periodos de vacaciones se dejaba ver por las calles de Calatayud, ciudad natal de su agraciada esposa. "Mira, es Marquina y Yagüe", me decía mi abuelo, y yo me sorprendía, aunque a mi edad no tenía idea de qué significaba ser historiador. Sin embargo, sí que me agradaban las coplas que don Luis dejaba escritas en servilletas de papel y trozos de periódicos, si bien es verdad que no alcanzaba a comprenderlas.

Son como tienen que ser
las miradas de las vías,
muy derechas en las rectas
y en las curvas, bien torcidas.

O bien:

Como una hoguera encendida
día a día muere el año,
dejando hundido el recuerdo
de las cenizas de antaño.

Mi abuelo, hombre de grandes cualidades humanas, trataba de explicarme la filosofía coplera de don Luis; era inútil. Cierto es que, pese a mis pantalones cortos, logré comprender las explicaciones -o así lo creo ahora- en torno a esta coplilla:

Escrita en el pelo está
la otra cara de la vida:
las canas nacen despacio
y se propagan deprisa.

Con el tiempo fui conociendo algunos detalles sobre don Luis Marquina y Yagüe. Supe que el historiador deploraba la jota cantada; al menos, eso decía. No obstante, algunas de sus cuartetas se prestaban a convertirse en letras para joteros:

La ignorancia y el orgullo
no forman buena pareja;
juntos convierten al hombre
en un arado sin reja.

Se decía, y me refiero a esas murmuraciones que tanto abundan en las pequeñas ciudades, que don Luis era un melancólico recalcitrante; en sus épocas más nostálgicas caminaba en solitario por el paseo del Marqués de Linares (ya rebautizado por el nuevo fervor nacionalista como paseo de Calvo Sotelo), contemplando el lento agonizar de las hojas otoñales; de ahí su conocida copla:

El otoño cae despacio,
dejando los campos mustios,
destapando en las personas
los pesares más ocultos.

Este hombre callado y erudito, historiador y coplista, se aproximó demasiado a la jota como para negarle un lugar entre los poetas populares aragoneses. De acuerdo: él deploraba la jota cantada, pero también se arrepintió públicamente en sus últimos días, y he aquí:

La razón no es de quien grita
ni de quien saca la jeta,
que a veces es tan callada
que su voz parece muerta.

Fue don Luis consumado arabista, y si bien no fue esta faceta la que le dio efímera notoriedad, al menos le impulsó a escribir algunos artículos entrañables y esta copla sutil:

¡Torre de Santa María,
adelantada en el cielo!
quien te labró en el espacio
fue cristiano y moro viejo.

Como en tantos casos, don Luis Marquina y Yagüe murió lejos de su tierra natal, acompañado por el abandono. 

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