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El castillo del otro Papa


Vista de Peñíscola desde la playa norte
(Foto: Guillermo Esain)

FRANCESC GONZÁLEZ LEDESMA | Un día, en un acto público al que asistía Juan Antonio Samarach, se dijo algo en lo que generalmente no pensamos nunca: solo existen tres autoridades verdaderamente mundiales. Son: el secretario general de la ONU, el presidente del Comité Olímpico Internacional y el Papa. Se supone que Samarach ya lo sabía -aunque, sin duda, le gustó oírlo-, pero entre los oyentes se produjo un cierto sentimiento de sorpresa, quizá porque son autoridades que no cuentan con ningún misil. Al hablar de potestades mundiales, todo el mundo había pensado en el presidente de China, el presidente de Rusia y, por supuesto, el presidente de Estados Unidos.

Del mismo modo, no suele pensarse que en el mundo hay tres lugares papales, no uno sino tres. Todos pensamos en Roma, pero hay dos más: Aviñón y un tercero que tenemos bien cerca: Peñíscola. Los dos últimos lo son por circunstancias anormales, pero no por eso dejan de ser fundamentales en la historia del papado y de la Iglesia católica.

Curiosamente, el más ignorado es el más próximo, Peñíscola, que, sin duda, tiene dos elementos fundamentales para el interés popular: un castillo y una leyenda. En Peñíscola se refugió Benedicto XIII, más conocido como el Papa Luna -antipapa, para algunos- consagrado en Aviñón en 1378 mientras en Roma nombraban a Urbano VI. Pero por desgracia no constituye una referencia cultural de primera clase, como, por ejemplo, lo es Aviñón, donde se celebra un festival de teatro famoso en todo el mundo y donde las referencias históricas son, además, incesantes.

Seguramente, lo mismo ocurriría con Peñíscola si el castillo no tuviera, además, otros atractivos, es decir, si estuviese en una llanura sin encanto o rodeado de marismas de difícil acceso. Los visitantes concentrarían su atención en el castillo y no lo considerarían simplemente un atractivo más de la playa, para visitarlo entre dos baños.

El castillo papal de Peñíscola está en un lugar tan turístico que sus visitas masivas, más que culturales son un baño de sol después del de playa. Quizá no se ha hecho de él la suficiente propaganda histórica, quizá no lo valoramos porque está en un lugar muy accesible, muy hermoso y valorado más como un complemento veraniego que como un monumento histórico. Esa es su suerte y, al mismo tiempo, su desgracia.

Recientemente, un grupo de periodistas catalanes lo visitamos para recordar su historia, su significado y su leyenda, para pedir, en definitiva, que todos sus visitantes recuerden la importancia que tiene y nunca sea tomado a la ligera, como en España hacemos con la cultura demasiadas veces. No en vano nos mostraron también una casa magnífica en una playa magnífica -las Villas de Benicàssim- con el jardín lleno de estatuas desnudas, que al principio se colocaron de frente. Como una autoridad las consideró demasiado atrevidas, el dueño las colocó de espaldas. Ahora al lugar lo llaman la casa de los culos, y de eso ya no hay quien la salve.

El País (30-10-2010)

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